span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: 2009

viernes, 25 de diciembre de 2009

Uluru: el corazón rojo de Australia (2)


La diana a la mañana siguiente fue a las 4.30, cuando aún era noche cerrada. Ojerosos y bostezantes, desayunamos someramente y recogemos en el camión, a la luz de las linternas, nuestros sacos de dormir y las cajas de alimentos. Nuestro propósito era recorrer los 40 km hasta Uluru para contemplar la salida del sol y el cambio de color de la roca con los primeros rayos del día. Como había sucedido la tarde anterior, lo que podía haber sido una experiencia íntima se convirtió en algo banal y decepcionante. En los arcenes se alineaban interminables filas de autobuses, caravanas, furgonetas, todoterrenos y coches particulares. Grupos nutridos de personas revoloteaban por la estrecha zona habilitada como "mirador", llamándose a gritos, riendo a voces y conformando una masa espesa y ruidosa. Grupos enteros de japoneses parecían más pendientes de los abundantes desayunos servidos en mesas con mantel de lino y cubertería que en el escenario natural que se extendía cientos de kilómetros a su alrededor.

Buscando algo de aislamiento del jaleo general, trepamos al techo de nuestro camión, desde donde gozamos de una amplia perspectiva de la roca. A medida que el cielo se va tiñendo de púrpura con el sol aún bajo la línea del horizonte, Uluru, la Roca, va mutando de color de una forma que, por cotidiana, no es menos milagrosa. Un caleidoscopio de colores tiñe la retina desde el negro al malva oscuro. Al romper los primeros rayos solares, la piedra se incendia de rojos y rosas entrelazados en la superficie con asombrosa rapidez, pasando al rosa y un rojo apagado, mate. La escala de colores va ascendiendo hasta brillar intensamente contra un terreno al que los rayos del sol todavía no han llegado y que aún mantiene el color oscuro, verdoso, azul y púrpura, de la noche. Luego, incluso el terreno se transforma y los tonos fríos comienzan a deslizarse con rapidez hacia los amarillos y naranjas característicos del desierto australiano.

Como suele suceder, la mayor parte de los turistas abandonan el mirador antes de que termine el espectáculo. Las últimas fases de esa metamorfosis cromática sólo son apreciadas por unos cuantos que demoramos nuestra partida hacia la siguiente etapa en la visita de Uluru. La salida del sol había conseguido compensar el mediocre ocaso de la tarde anterior.

Cualquier zona turística de Australia ofrece las más diversas y absurdas posibilidades. Pero dejando las extravagancias a un lado, las dos más tradicionales son ascender a la cima del monolito o caminar a su alrededor.

Es fácil olvidar que Uluru es más que una maravilla natural. No se parece a un templo, a una catedral, no tiene símbolos religiosos… pero es un importante centro espiritual para los aborígenes, que piden a los visitantes que vengan, vean y entiendan, pero que no suban a la roca, puesto que es sagrada para ellos. Además, los accidentes que regularmente tienen lugar sobre lo que para ellos es suelo sagrado, hacen que se sientan responsables. Ya sea por tolerancia o por miedo a las repercusiones que podría tener sobre el turismos, la dirección del Parque no ha prohibido la ascensión, pero sí ha fomentado actividades alternativas al tiempo que intenta concienciar a los visitantes de todo el mundo sobre el sentido que para ellos tiene el lugar.


Con poco éxito hay que decir. Cada año 75.000 turistas (un 70% de los que llegan hasta aquí) suben a la cima en una ascensión que cuesta entre una hora y 90 minutos, dependiendo de la forma física de cada cual. Eso sí, conviene no llamarse a engaño: es más duro de lo que pueda parecer. Un tercio de los que lo intentan se rinden, (muchos no van más allá de la “Chicken Rock”, la roca de los pollos, lo que hace pensar que también hay deserciones que han creado escuela) y una media de un visitante al año muere de un ataque al corazón, desviándose del camino o persiguiendo tapas de objetivo hasta el olvido. El calor hace la subida aún más trabajosa porque la roca refleja la radiación y aumenta la temperatura ambiente.

Hay quien maneja otras estadísticas. Según me dicen, se registra una muerte semanal entre los escaladores de Uluru/Ayers Rock. Horrible, ¿verdad? Lo que sucede –según cuentan- es que los fallecimientos no necesariamente tienen lugar en la Roca misma o incluso en Yulara. A menudo suceden una semana más tarde, en Alice Springs o Darwin, donde el desventurado escalador sufre un ataque al corazón o una apoplejía a consecuencia del esfuerzo. Justo cuando están brindando por su hazaña y contándosela a los amigotes.


Sea como fuere, los rangers abren o cierran el acceso a la cima en función de la previsión meteorológica. Demasiado calor, demasiado viento o riesgo de tormenta (los rayos tienden a caer en la cima; un espectáculo inolvidable) son los motivos por los que las autoridades del parque bloquean el camino de subida. Y ese día fue el viento el que impidió a bastante gente acometer la cima. Por mi parte, no tenía intención de subir. Desde mi punto de vista, se trata de una cuestión de respeto básico. De la misma manera que cuando se entra en una mezquita hay que descalzarse, o que -al menos debería ser así- se debe guardar una actitud respetuosa en un templo de cualquier religión, trepar jadeante a un lugar sagrado para alguien, por mucho que ellos no vayan a apedrearte, mirarte mal o ni siquiera prohibirlo, no me parece correcto.


Así que emprendí la caminata de un par de horas por el cómodo sendero que bordea Uluru, acercándose o alejándose de la roca según la disposición del relieve, la vegetación o los lugares sagrados que todavía utilizan los aborígenes en sus ritos y celebraciones y a los que los visitantes no pueden acceder. Se trata de un paseo precioso durante el cual se puede apreciar en toda su grandeza el inusual monolito.

La razón por la cual Uluru se alza tan espectacularmente sobre el terreno de los alrededores es por su condición de lo que se conoce en geología como monadnock: una masa de roca resistente a la erosión que queda en pie en un lugar donde todo lo demás se ha desgastado. Con unas cuantas roturas provocadas por la erosión, y las capas de piedra arenisca muy dura y de gran grosor inclinadas hasta un plano casi vertical, la roca resiste mucho mejor a la abrasión que el paisaje que la rodea. Se pueden distinguir claramente las capas de roca: Uluru es como un pan cortado con sus estratos dispuestos en rebanadas casi verticales, de modo que por un lado se ven los extremos planos, mientras que por todas partes son evidentes las capas separadas como estrías erosionadas. Cortas pero espectaculares cascadas bajan por esos canales después de las tormentas. En algunos lugares, la superficie del monolito se ha pelado o gastado, esculpiendo elementos extraños y abriendo muchas cuevas, en su mayoría sin fácil acceso.

Los monadnocks no son del todo raros, pero en ningún otro sitio de la Tierra ha sobrevivido una roca con un esplendor tan aislado y espectacular o que, tras cien millones de años, haya adquirido una simetría tan uniforme y agradable.

El material que la compone, la arcosa, es un tipo de arenisca roja con alto contenido de feldespato; también están presentes diversos óxidos de hierro. El impresionante color rojo anaranjado, resaltado por el sol al amanecer y al anochecer, es meramente superficial: el resultado de la oxidación del hierro en la roca, habitualmente gris. Efectivamente, al echar un vistazo al interior de alguna caverna vemos que la roca tiene un tono grisáceo, el color original previo a la oxidación. Si se mira de cerca, la superficie más antigua y expuesta a los elementos presenta un aspecto desconchado, parecido al hojaldre, rojo con manchas grises.



En general, esta roca es bastante resistente a la erosión, que ha actuado de manera uniforme, redondeando elegantemente la superficie. Poco a poco, de forma inexorable, Uluru se deshace por la acción del agua y el oxígeno del aire que, juntos, causan la descomposición química del mineral. La presencia de silicio y hierro en la superficie forma una especie de piel, ralentizando el proceso en relación a lo que ocurre en otros tipos de roca. Se podría pensar que la acción de la arena impulsada por el viento juega un papel importante en el proceso erosivo, pero en realidad no es así en el caso de Uluru. El bombardeo de la arena daría como resultado una superficie pulida, no desconchada, y afectaría solamente a la parte de la roca más cercana al suelo, no a toda ella.

Muchos libros, guías y manuales –incluso en Australia- afirman categóricamente que Uluru es la roca más grande del mundo. Pero en realidad y según se sabe desde hace relativamente poco tiempo, ese honor recae en el Mount Augustus o Burringurrah, localizado en una lejana área de Australia Occidental. Es dos veces y media mayor que Uluru y una de las maravillas naturales menos conocidas. Se alza 858 metros sobre el paisaje circundante y su perímetro supera los 8 km. No sólo es mayor y más alta que Uluru, sino que su roca es mucho más antigua. La arenisca gris que resulta visible es lo que queda del suelo marino de hace 1.000 millones de años. El lecho rocoso que se encuentra bajo la arenisca está datado en 1.650 millones de años. En comparación, los 400 millones de años de la arenisca de Uluru parecen de chiste. Y un dato final en esta digresión: Mount Augustus es un monolito –una sola roca-, mientras que Uluru no lo es. Es sólo la punta de una gran formación rocosa subterránea, de quizá unos seis kilómetros de profundidad.

El camino devocional alrededor de Uluru permite descubrir en toda su dimensión la grandeza de este monolito que para el visitante se va convirtiendo en algo más que una roca, atrapado por el magnetismo que emana de este ser inanimado pero que, sin embargo, da vida a cuanto le rodea. Sucede lo mismo que con esas fotos ampliadas de objetos cotidianos. Esa piel suave y tersa que, a medida que el objetivo se va acercando, revela un complejo micromundo de grietas, fisuras, cicatrices, estrías, protuberancias, formas y estructuras en las que se han querido identificar figuras humanas y animales.

De la misma manera, desde la distancia, Uluru parece una estructura uniforme, casi sin rasgos, bella, pero quizá algo aburrida. De cerca, resulta ser un universo complejo, cautivador e increíblemente diverso. Las fotos que de él se suelen ver en revistas y libros no revelan la asombrosa variedad de formas, colores, cuevas, cavernas, torrenteras, estanques, oquedades y depósitos que ocultan los pliegues de su piel. Aquella temprana hora de la mañana hacía que una cara de la Roca estuviera todavía en sombra, mientras que la otra quedara plenamente expuesta a la luz del sol. Lo que en la faceta occidental, donde comencé el paseo, estaba teñido de colores fríos (verdes, naranjas con un toque de azul, rojos oscuros) en la otra estallaba hacia la zona más "caliente" de la escala cromática: rojos agresivos y amarillos cegadores. Era como si el propio color ejerciera una influencia sobre la temperatura de lo que le rodeaba, y no al revés.


Y no solo los colores y los juegos de sombras y luces cambiaban cada cincuenta metros. También lo hacía el propio aspecto de aquel coloso de piedra. Las formas rectilíneas trazadas en negro por las torrenteras y cascadas que se forman tras las -escasas- lluvias, contrastaban con las retorcidas siluetas dejadas por la erosión y que la imaginación del hombre ha bautizado con nombres como El Cerebro, los Labios o el Bastón, creando además historias épicas que explican su origen. Es ahora, curioseando por entre la vegetación que se arrima a la humedad que destila la roca, aprovechando la sombra que proyecta durante la mitad del día, contemplando los pozos de agua y oyendo los sonidos de animales que hacen de Uluru su hogar -verlos era mucho más difícil- cuando se comprende el por qué del carácter sagrado de esta roca. Tras varios días recorriendo las polvorientas pistas del desierto de Australia Occidental, Uluru es un oasis, un lugar donde abundaba el agua, la caza, la sombra, un gigante de roca cuya presencia en mitad de una llanura achicharrada por el sol sin otro relieve destacable, parecía algo milagroso, extraterrestre, obra deliberada de alguna inteligencia superior y no un capricho geológico. Uluru daba la vida en un lugar donde la muerte era una presencia nunca demasiado lejana.

Los anangu han vivido desde hace 22.000 años en Uluru y de milenio en milenio, la historia del enfrentamiento entre las dos serpientes, Lira, la venenosa que habita en los mulgas, y Kuniya, la mujer pitón, que se cobija en el interior de la roca gigante, fue contada por los ancianos y escuchada por los niños en las tranquilas noches del desierto. Conseguían su alimento de la tierra, cazando y recolectando, sin cultivar nada ni criar animales. Sabían leer la tierra. Por eso se desplazaban ligeros por el desierto rojo sin cargar agua ni provisiones. Para ellos el paisaje era el mapa.

Las historias de los blancos relacionadas con Uluru son bastante más vulgares, como aquella de la compañía turística sin escrúpulos que, contraviniendo todas las leyes nativas y regulaciones del parque, se llevó piedras de la Roca para venderlas muy lejos de allí, en ciudades de la costa este tan horteras como Surfers Paradise. Se dice que los compradores de las piedras comenzaron justo después a experimentar una suerte miserable. Ante las protestas de los clientes, la compañía tuvo que volver a Uluru para depositar un cargamento de sobres con trozos de piedras en su interior.

Fue un acierto comenzar el paseo al amanecer. La temperatura fue aumentando rápidamente y cuando recorrí la zona de sombra y pasé a la soleada, comencé a sentir sobre la piel el ataque directo de un sol inclemente. No solamente hay que ir bien embadurnado de protector solar, sino hacer acopio de una buena dosis de paciencia para resistir el insistente ataque de las moscas.

Antes de las diez, cuando el calor amenazaba con ser realmente insoportable, nos ponemos de nuevo en camino a través del desierto. Mientras nos alejábamos del parque nacional, aproveché para mirar por última vez la masa naranja que se alzaba sobre el liso horizonte. Muchas personas se preguntan si merece la pena recorrer tantos kilómetros para ver una piedra grande. Al fin y al cabo, uno podría pensar que coger un avión desde Sydney para bajarse, echar un vistazo a la gran roca, quizá hacer el esfuerzo de escalarla y tomar otro avión de vuelta es gastar tiempo y dinero en balde. Pero desde luego, Uluru es mucho más que eso, no en vano es el símbolo de Australia, su corazón geográfico y, para sus primitivos habitantes, espiritual.
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domingo, 20 de diciembre de 2009

Uluru: el corazón rojo de Australia (1)


Después de llegar al corazón de Australia, ese espacio en blanco del centro del mapa, donde no figuran nombres que señalen accidentes geográficos ni mucho menos pueblos o ciudades, se encuentra uno con un resort de lujo. El becerro de oro del turismo seduce a todos y no perdona a nadie.

Como cualquier asentamiento construido con un fin concreto, Ayers Rock Resort (llamado también Yulara), levantado a un coste de 250 millones de dólares, posee una cierta esterilidad prefabricada, pero no es la monstruosidad que podría haber sido. El complejo está a unos sesenta discretos y respetables kilómetros de la Roca, suficiente para no interferir en el entorno de aquélla. Las primeras instalaciones turísticas en este lugar se levantaron de cualquier forma a escasa distancia de Uluru. Como el número de visitantes no cesaba de crecer, pronto resultó obvio que la ampliación del complejo afectaría a la formación natural y al equilibrio ecológico de sus alrededores. Así que se instaló el nuevo resort que, aunque más alejado, ofrece vistas sobre la Roca.

Consiste en una carretera circular a lo largo de la cual se han construido una serie de alojamientos de todas las categorías, desde campings a hoteles de lujo. Hasta hace unos cuantos años, el complejo era gestionado por el Gobierno del Territorio del Norte que, como suele ser la norma entre las administraciones públicas, se las arreglaba para perder dinero de forma inexplicable. Desde que fue traspasado a una compañía privada y tras realizar varios cambios, las cosas han mejorado bastante. Su "shopping center” es una especie de gran escaparate. De qué, no estoy muy seguro, pero parece una especie de pabellón diseñado para una expo que nunca llegó a desmantelarse. La arquitectura tiene cierto aire ochentero y el césped es tan verde que, a pesar de ser auténtico, parece falso. Lo mejor del lugar es que ninguna de las construcciones se alza a más de dos pisos de altura, por lo que el complejo no resulta visible desde los alrededores y no arruina el paisaje. Ahora bien, lo que pueda tener de agradable la sombra de su carpa y de atractivos los artículos de sus tiendas, lo tiene de caro.

Con todo, en mitad de un desierto feroz, aquello es un oasis desde el que poder abordar la exploración de una de las maravillas de Australia. Y, desde luego, aquí se encargan de que no falten opciones: puedes conducir alrededor de Uluru y verlo por tu cuenta; pagar 100 dólares (australianos) y seguir las explicaciones de un guía/ranger durante un par de horas –comida no incluida-; pagar 140 dólares para hacer lo mismo pero con dos guías y tres horas –incluye un sándwich-; pagar una cantidad indecente de dinero por sobrevolar la Roca en helicóptero o avioneta –incluye, gratis, riesgo de accidente-; pagar una cantidad aún más absurda por conducir alrededor de la Roca en una auténtica Harley-Davidson; o, ya puestos y tirándolo todo por la ventana, puedes beber champagne mientras flotas grácilmente en globo sobre la Roca al amanecer. En resumen: pagar.

El nuevo Uluru-Kata Tjuta Cultural Centre, situado en la carretera de acceso un kilómetro antes de La Roca, fue abierto en 1995 para celebrar el décimo aniversario de la entrega de Uluru a sus dueños tradicionales. El centro, construido a base de madera y barro, totalmente integrado en el paisaje y respetando las formas y colores de la región, también alberga un café, una tienda de recuerdos y una galería. Oculto por biombos de cañizo dispuestos hábilmente, el edificio no se ve desde la carretera de circunvalación de Uluru hasta que uno se da de bruces con la puerta de entrada. El diseño impresionantemente innovador no oculta el hecho de que estamos contemplando un entorno muy suavizado de vida aborigen, esterilizado, limpio y con aire acondicionado.

El primer europeo que vio la Roca fue el explorador Ernest Giles, en 1872, pero fue otro aventurero, William Gosse, quien al año siguiente subió a la cima con su guía afgano y completó la primera ascensión demostrada de un europeo. Fue Gosse quien la llamó Ayers Rock, tomando el apellido del entonces gobernador de Australia del Sur, Henry Ayers. Con el asentamiento blanco en el centro de Australia vino el traslado forzoso de sus ocupantes de sus tierras tradicionales, simplemente para permitir que el ganado de los pastores blancos estropeara sin inconvenientes el frágil medio ambiente del desierto.

En 1904 llegaron los geólogos y geógrafos para medirlo y estudiarlo. Entre 1931 y 1946 sólo lo visitaron 24 personas. Bien entrados los años cincuenta, Ayers Rock era inaccesible a todo el mundo excepto a los más devotos excursionistas. En 1958, el parque nacional fue separado de lo que entonces era la Petermann Aboriginal Reserve, pero más tarde, en 1985, se devolvió ampliado a los grupos Yankunytjatjara y Pitjantjatjara después de una batalla legal de diez años. Rebautizado como Uluru, el lugar no cambió mucho en un principio bajo la dirección aborigen y el turismo continuó sin cambios. Sin embargo, desde entonces, la influencia de los gestores aborígenes ha ido permeando los diferentes aspectos del parque. La comunidad aborigen recibe el 20% de cada entrada al parque, además de una cuota anual de 75.000 dólares por los derechos.

A finales de los años cincuenta no se alcanzaron siquiera los 3.000 visitantes. En 1967 ya eran 19.000 y en 1980 la cifra se había disparado hasta los 80.000 anuales. Actualmente, el parque da cobijo a 300.000 turistas cada año, y la cifra no para de crecer. Incluso tiene aeropuerto propio, y Yulara se convierte en la tercera población más grande del territorio en temporada alta.
El Centro Cultural es también un acercamiento a la vida de las tribus aborígenes que habitan este lugar desde hace milenios. Extendernos sobre la llegada del hombre a Australia, un misterio aún sin resolver, y su desarrollo y adaptación a los diferentes ecosistemas de la isla-continente sobrepasa el propósito de este artículo, por lo que me centraré en la relación de los aborígenes con este lugar. Me limitaré a señalar, para que nos podamos hacer una idea del período de tiempo con el que estamos tratando, que los aborígenes podrían haber llegado hace unos 60.000 años. A esta escala, el período total de ocupación de Australia por los europeos representa un 0,3% del total. En otras palabras, durante el 99,7% del tiempo a partir de su llegada, los aborígenes tuvieron Australia para ellos solos. Están allí desde hace un tiempo que se nos hace difícil asimilar.

Uluru y el gigantesco desierto que lo rodea están relacionados con una mitología que busca unir a sus creyentes con el pasado además de proporcionarles una guía para la vida. Las tribus aborígenes creen en un pasado mítico al que conocen como Tiempo del Sueño, una lejana era durante la que los Ancestros, grandes seres con forma de animales y personalidad y comportamiento humanos, vagaban por la tierra creando, en el curso de sus andanzas, luchas y aventuras, los accidentes geográficos, los animales y los elementos de la naturaleza. Liberaron a los humanos, que dormían en forma de embriones bajo la superficie, les enseñaron a sobrevivir y cómo debían relacionarse entre ellos y con sus ancestros... y luego se ocultaron, regresando a las profundidades de la tierra de donde habían surgido. Así, el aborigen vive entre los restos, las señales y los caminos de aquellos ancestros. Para él, todos los lugares, los elementos topográficos, los animales, guardan una conexión directa con la esencia de los antepasados, renovada una y otra vez a través de sus ritos, sus canciones y sus bailes.

Tradicionalmente, para los aborígenes Uluru fue concebido durante el período de la creación del mundo. Su imponente presencia lo convierte en un punto de referencia esencial a la hora de orientarse y así queda plasmado en la mitología aborigen, que lo considera intersección de varios "dreaming trails" (senderos místicos recorridos por los Ancestros). Desde un punto de vista antropológico, su importancia deriva, además, de su carácter de fuente de agua, comida y sombra.

El mundo aborigen es tan diferente al occidental que se nos antoja inabordable. El corredor de entrada del centro muestra una serie de paneles acompañados de bajorrelieves de inspiración nativa en los que se nos cuenta la concepción tradicional de los aborígenes sobre cómo se formó Uluru. No había nada instructivo en un sentido histórico o geológico.

Después pasamos por una aburrida película que mostraba una inma (ceremonia) anangu, una exposición de objetos cotidianos de hombres y mujeres y grabaciones de testimonios de los ancianos sobre cómo era la vida aquí hace medio siglo. En la siguiente sala se puede jugar con máquinas que nos enseñan la pronunciación correcta de palabras como anangu o Uluru. Uno se marcha un poco saturado del “Dreamtime myths, caring for the land” y las explicaciones, un tanto abstrusas, sobre una vida aborigen que, probablemente, ya no existe tal y como nos la cuentan. En cambio, hay otras cuestiones que me planteaba y que quedaron sin respuesta: ¿qué importancia tienen, si es que la tienen, los valores espirituales antiquísimos para el pueblo aborigen contemporáneo? ¿Cómo es la vida aborigen aquí y ahora? ¿Cuál fue el origen y evolución geológicos de Uluru? ¿Cómo llega una de las rocas más grandes que existen a una llanura vacía? ¿Cómo funciona su ecosistema? ¿Qué relación guardan entre sí los seres vivos que aquí habitan?

Una hora después, otra vez montados en nuestro camión, entramos en el camino de circunvalación de Uluru para contemplarla en todo su esplendor por primera vez. Ocurre algo curioso con Ayers Rock. Da igual donde te encuentres en Australia, no pasa día sin que veas su imagen en un centenar de ocasiones. Camisetas, postales, cubiertas de libros, carteles de agencias de viajes, postales… un bombardeo gráfico que acaba saturando y, en cierta medida, banalizando el icono que pretende ensalzar. Así que uno acaba teniendo la impresión de que ya conoce bien el sitio, que no se va a sorprender cuando se enfrente a la Roca en persona. Y ahí estábamos, después de haber atravesado 2.000 kilómetros de desierto por carretera desde Perth, durmiendo en el suelo en mitad de ninguna parte, soportando las insufribles moscas y atizándonos jornadas de carretera de ocho horas. Y todo para ver un gran pedrusco que has visto retratado mil veces.

Pero entonces, llegas junto a él y te olvidas de todo lo que has visto. Es imposible no sentirse hechizado por esa roca de medidas excepcionales (348 m de altura, 3,6 km de largo, 9,4 km de circunferencia) y color cambiante que se eleva en mitad de una formidable llanura desértica. Es un recordatorio de la antigüedad del continente, el más viejo y erosionado del planeta. La serie de estratos de roca sedimentaria alineados verticalmente que forman Uluru son los supervivientes de una era de grandes montañas y actividad geológica que acabó mucho antes de que comenzaran a formarse los Himalayas o los Alpes.

Nuestro guía Terry nos guió en un corto paseo en la vertiente oriental de la Uluru, un milagroso oasis alimentado por las fuentes de agua que, al abrigo del sol, manan todo el año para dar vida a animales y hombres. En la entrada a una de las pequeñas gargantas que moldean la roca, se abre una caverna en cuyo interior vemos un conjunto de pinturas rupestres. Detrás de esos dibujos hay historias y leyendas que vienen transmitiendo de generación en generación quizá desde hace 25.000 años, fundiendo la naturaleza con la mitología. Muchos salientes, depresiones, protuberancias, rajas y manchas de la roca conmemoran episodios señalados del pasado mítico de la tribu aborigen que ocupa estas tierras. Es por eso que no ellos no han vuelto a subir a la roca: sería como mancillar su recuerdo, pisar a sus propios antepasados.

Nos alejamos un poco de la cueva para tener una perspectiva más amplia de las paredes a nuestro alrededor, de una docena de tonalidades rojas, rosadas y anaranjadas. El sendero se internaba un poco por entre los pliegues de las rocas, que configuraban una especie de cañón donde la presencia de árboles embellecía la vista con un tono de verde que contrastaba con el escarlata. Al final del sendero se encontraba el estanque de agua, la fuente de vida. Las lluvias en este lugar tienen una importancia extraordinaria. De carácter irregular y torrencial, pueden poner punto y final a una sequía y recuperar las reservas de la capa freática, salvando así la vida de plantas y animales. Las precipitaciones de estas características no son algo frecuente, pero cuando tienen lugar, el paisaje cambia de forma espectacular. En marzo de 1989, 500 mm de precipitaciones inundaron la zona de Uluru en tan solo tres días. Durante tres meses fue imposible salir de las carreteras asfaltadas.

Los manantiales que brotan de las laderas de Ayers Rock en épocas de lluvia han hecho posible la supervivencia de los aborígenes y de un centenar largo de especies animales –pájaros en su mayoría- en una zona marcadamente desértica a la que Uluru, como si de un poderoso corazón se tratara, irriga vitalidad. Él y sólo Él permite que esta zona no sea tan árida como podría parecer y que en la llanura que lo rodea coexistan árboles y plantas de una sorprendente variedad de acacias a eucaliptos, de algas a líquenes.

El sol comenzaba a descender cuando llegamos a Sunset Point, el lugar desde el que, teóricamente, mejor se divisaba el efecto del ocaso sobre la roca, con el sol a nuestras espaldas y Uluru enfrente, el punto ideal para disfrutar del cambio de colores, del carmesí al negro. La experiencia resultó algo decepcionante. Cuando uno ve las postales y las fotografías de los libros, se imagina en una especie de comunión mística con la naturaleza, una relación intensa e íntima con el aura espiritual de la Roca. Falso. El lugar hervía de turistas en el sentido más peyorativo del término: autobuses de alemanes densos, italianos gritones, españoles inquietos… los conductores y guías de los rebaños japoneses preparaban mesas con cena regada con champán, los niños se perseguían ruidosamente, los matrimonios gritaban y se hacían estúpidas fotos para no olvidar aquel especial momento, grupos de algo que supuse serían checos y cuya presencia allí era tan intrigante como la de la propia Roca, parecían intercarlarse con todos los demás, jovencitas norteamericanas posaban coquetas para sus teléfonos móviles… en fin, que pasé la mayor parte del tiempo intentando encontrar un rincón tranquilo en aquel zoológico en el que nadie parecía sentir un respeto sereno y admirativo por lo que le rodeaba.



Por otro lado, la publicidad, como suele ocurrir, contribuye a la decepción del personal cuando la realidad no se ajusta a lo que muestran las fotos de los folletos. Muchas de ellas han sido tomadas en circunstancias muy especiales que hacen refulgir a Uluru con una paleta de colores extraordinaria. Y esto no suele suceder con la regularidad que a los turistas les gustaría.

Los colores que el atardecer extrae de Uluru dependen de las condiciones de la atmósfera, la humedad y las nubes. La atmósfera, como si fuera un prisma gigante, se encarga de dividir los rayos del sol en el espectro de colores. Cuando el sol está bajo sobre el horizonte, ya sea al amanecer o al atardecer, el extremo rojo de ese espectro es el predominante. Demasiadas nubes, polvo ambiental o calima, bloquearán los rayos del sol y el ocaso no será demasiado brillante. Los colores más vívidos se pueden disfrutar cuando hay suficientes nubes para que refracten los rayos solares, sin llegar a bloquearlos. El óxido de hierro que cubre la Roca potencia aún más el color rojo.
Dado que estos factores siempre varían, resulta imposible saber cuán espectacular va a ser la puesta de sol. Uluru, así, tiene muchas caras. Con lluvia, adquiere una pátina plateada al tiempo que multitud de cascadas se forman en sus lomos. Tras la lluvia, si el cielo permanece cubierto, la roca se vuelve gris metalizado. Estos colores, dicen, pueden ser tan bellos como el característico rojo. Aquel día en particular, la cosa no fue para tirar cohetes. Crucé los dedos y esperé que el amanecer nos ofreciera una compensación.
Por la noche, en el camping de Yulara, tras la cena, sombras furtivas rondaban a nuestro alrededor, una presencia que sería habitual durante los días siguientes. Se trataba de dingos, que penetraban en el camping buscando apoderarse de cualquier resto de comida. Si se les deja en paz y no se los persigue, no constituyen un peligro. Su aspecto de atléticos perros, sin embargo, no debe llamar a engaño, porque son salvajes y conviene no tomarse confianzas: nada de tratar de acariciarlos o darles de comer.


Pero hay otros invitados, más notorios y ruidosos, cuya visita recibíamos todas las noches: insectos a miles, desorientados por la luz de nuestros faroles de gas o, como aquella noche, de los fluorescentes de la pérgola. No sólo mosquitos, sino bichos voladores de todo tamaño y textura, que a veces teníamos que sacudirnos de la ropa, de la cabeza o que atraían nuestra atención por el sordo sonido de su vuelo, como bombarderos en misión suicida.
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domingo, 13 de diciembre de 2009

Templo del Diente en Kandy - Budismo y política


Mi particular peregrinación en Sri Lanka a la búsqueda de Buda no finalizó en Polonnaruwa. Este país-isla es la nación con la práctica budista continuada más antigua del mundo, ya que esa religión llegó aquí en el siglo II a.C. El corazón geográfico y espiritual del país es Kandy, antigua capital de uno de los diversos reinos independientes en los que estuvo dividida la isla durante 2.000 años hasta que fue finalmente conquistada por los británicos en 1815. Ya entonces la ciudad poseía la más importante reliquia budista del mundo: un supuesto diente del mismísimo Buda. La leyenda dice que cuatro de sus dientes fueron salvados de su pira funeraria en 543 a.C. Tres de ellos se perdieron, pero el superviviente fue introducido en Sri Lanka durante el siglo IV de nuestra era escondido en el cabello de una princesa. Inicialmente se trasladó a Anuradhapura, pero los altibajos de la historia cingalesa hicieron que la reliquia fuera llevada de aquí para allá hasta terminar su periplo en Kandy. En 1283 un ejército invasor la robó y la mandó a la India pero el reverenciado diente acabó encontrando su camino de vuelta a Kandy. En la actualidad, esa minúscula y desgastada partícula, custodiada en el Templo del Diente de la ciudad, es uno de los más importantes símbolos de la identidad cingalesa.

Hay quien dice que Kandy es la única ciudad en Sri Lanka que merece tal denominación después de Colombo, la capital oficial. Sólo 115 kilómetros separan ambas poblaciones pero su aspecto y espíritu son totalmente diferentes. Kandy es una bonita ciudad acurrucada entre colinas cubiertas de jungla y construida a lo largo de un río. El centro urbano está dominado por un pintoresco lago artificial encajado entre montañas. Eso sí, los accesos, que discurren por un entorno montañoso cubierto de espesa vegetación, son una pesadilla de tráfico en la que coches, autobuses y camiones se arrastran fatigosamente por las calles y avenidas entre bocinazos poco budistas y una polucionante humareda expelida por tubos de escape exhaustos.

Sri Dalada Maligawa, el Templo del Diente, está en el corazón de la ciudad y está formado por una serie de edificios de estilo tradicional rodeados por un profundo foso. Como he comentado, el diente fue devuelto a Kandy desde la India a mediados del siglo XVI, pero sus viajes y tribulaciones no habían terminado. En 1594, los portugueses atacaron y tomaron Kandy y el templo fue destruido. Los invasores eran una gente aventurera y pragmática a la hora de hacer negocios pero también poseedores de un celo misionero que no toleraba el paganismo. El diente de Buda fue visto como un peligroso símbolo de la idolatría que había que destruir.

En este punto, la historia se vuelve aún más imprecisa. Según la versión occidental, los portugueses se hicieron con la reliquia, la llevaron a Goa y la quemaron con fervor católico. Los cingaleses, sin embargo, tienen otra versión, según la cual los guardianes del diente consiguieron darles gato por liebre y lo que los europeos finalmente destruyeron no fue sino una réplica.

Y eso no es todo. El diente sigue siendo desgraciadamente un objetivo para aquellos que quieren atentar contra los símbolos nacionales. En 1998, en respuesta a la dominación cingalesa/budista sobre la minoría tamil/hinduista, los Tigres Tamiles detonaron un camión cargado de explosivos en las puertas del templo. Murieron varias personas, resultaron heridas muchas otras y el propio templo sufrió graves daños. Una vez más, ese diminuto diente volvía a convertirse en el punto hacia el que convergían odios e intolerancias, tanto seculares como religiosas.

Me pregunto que es lo que voy a ver y experimentar cuando entro en el templo a ver el servicio matutino durante el cual el diente -conservado dentro de un conjunto de siete recipientes de oro- se expone para la veneración pública. ¿Quedará la ceremonia marcada por el hecho de que el diente esta ahora inserto en el mundo de la política y la violencia? Como no podía ser de otra forma, lo primero que experimento es esto último. Las calles que rodean al templo están cerradas, policías armados patrullan la zona y el acceso al templo está fuertemente custodiado, siendo necesario someterse a un cacheo integral que ralentiza la constante entrada de fieles. ¡Que situación tan grotesca y qué ironía! El Templo del Diente se ha convertido en uno de los sitios más peligrosos de la isla en vez de ser un remanso de paz y tranquilidad. ¿Que diría Buda, el adalid de la tolerancia y el pacifismo, de todo esto?

Entro en la enorme sala principal. He llegado pronto y me siento mientras contemplo cómo la gente se va reuniendo para la ceremonia y realizan ofrendas en los pequeños altares. Tengo tiempo de reflexionar sobre el papel esencial que el budismo juega en la sociedad de Sri Lanka.

Buda enseñó que el sufrimiento es un hecho inevitable de la vida, unido a la propia inteligencia del hombre y al deseo y apego que éste siente por las cosas mundanas. Aunque pueden existir momentos de felicidad, no son sino ilusiones. Nadie escapa al sufrimiento mientras esté unido a los aspectos materiales de la vida. La liberación viene de trascender el mundo sensual a través de la meditación y de una conducta moral intachable. La consecución del máximo grado de desarrollo espiritual será la salida del ciclo de renacimientos, el Nirvana.

También central es la doctrina del karma, la ley de la causa y el efecto: cada renacimiento es el resultado de las acciones que uno ha llevado a cabo en la vida previa. Así, en el Budismo cada persona es la única responsable de su propia vida. Los dioses existen y, de hecho, son representados en muchos templos budistas escuchando los sermones de Buda. Sin embargo, estos dioses no pueden guiarnos hacia el Nirvana y no son inmunes al envejecimiento y la muerte.

El budismo constituye el corazón, no sólo espiritual, sino también social de la isla, tanto en sus manifestaciones culturales o folclóricas como en los pequeños detalles de la vida cotidiana. Ni las invasiones de los soberanos tamiles, ni la llegada de los árabes musulmanes que compraban esclavos y gemas, ni la de portugueses, holandeses e ingleses a la búsqueda de riquezas y conversos; nadie fue capaz de conquistar el alma del pueblo cingalés sustituyendo al budismo por unas creencias extrañas a ellos. En cierto modo, todo Sri Lanka es un inmenso templo.

La religión budista crea una atmósfera muy particular en los países en que está asentada. Sus ritos y costumbres se diferencian mucho de los de otras sociedades. La fe influye en el vestir, en la enfermedad, en la construcción de las viviendas, en el trato entre las personas, en la comida e incluso en la manera de comer.... En materia de sexo, por ejemplo, el puritanismo cingalés es sorprendente. Los novios apenas se atreven a sentarse juntos en los parques, resguardados de las miradas, y aun así jamás se decidirán a besarse. Gran parte de los matrimonios son concertados y el divorcio apenas existe en la práctica. Los hombres ni siquiera miran a las mujeres en las calles y sólo caminan próximas las parejas casadas. Incluso en los frecuentes y multitudinarios baños en estanques y cascadas hay voluntaria separación de sexos. Las mujeres que se lavan al aire libre y que milagrosamente mantienen sus saris indecisamente pegados al cuerpo, no deben inquietarse por presencias masculinas.

Cuando llega la hora de comienzo del servicio, monjes y músicos entran en el piso inferior donde me encuentro mientras suenan trompetas y tambores. Pero lo que les importa a los fieles sucede en la galería superior: una puerta se abre para mostrar el santuario; en esa estancia reluce el joyero exterior de oro en cuyo interior, guardado dentro de otros seis cofrecillos, se encuentra el diente. Eso es todo. El diente es demasiado valioso como para enseñarlo. Pero es suficiente. Los fieles hacen cola y se empujan para ver el cofre, arrancarle una bendición, colocar sus ofrendas o sentarse para meditar en silencio, cantar o rezar en dirección a la reliquia. Yo me limito a observar y pensar. Para mi es un enigma cómo un diente se puede convertir en objeto de tan profunda devoción para una fe que promueve no lo material, sino lo espiritual.

Tras la ceremonia, cuando se cierra la puerta del santuario y el cofre vuelve a estar oculto, paseo un rato por el templo para echar un vistazo a los otros edificios. El actual Templo del Diente fue construido bajo el reinado de los reyes de Kandy de 1687 a 1707 y de 1747 a 1782. Entre sus elementos destaca una torre octagonal construida por el último rey, Sri Wickrama Rajasinha, y usada para almacenar una importante colección de manuscritos en hoja de palma, auténticos registros de la historia nacional. Visito también una moderna sala en cuyo extremo se encuentra un Buda gigante y de cuyas paredes cuelgan pinturas que narran la historia del gran maestro, de la reliquia del diente y de la misma Sri Lanka. Lo que veo no me agrada, y no me refiero a la calidad artística.

En las pinturas se representan imágenes ciertamente violentas y con mensajes que poco tienen que ver con la imagen pacifista y tolerante del budismo. En una de ellas se pueden ver hombres asesinados y edificios quemados. Una etiqueta ilustra de manera parcial e interesada acerca del episodio histórico, la abjuración del budismo de un rey cingalés para convertirse a la fe hinduista antes de entregarse a la tortura, el asesinato -incluido el de su padre- y la persecución de los budistas. De alguna manera se transmitía el mensaje de que en el hinduismo el parricidio es aceptable y afirma que los hindúes martirizaron a los buenos budistas, quemaron sus templos e intentaron destruir el diente sagrado. Desconozco qué hay de verdad histórica y qué de leyenda y propaganda en ese episodio concreto, pero lo que sí vi es cómo un grupo de escolares se sentaban en el suelo de la sala escuchando con atención el discurso doctrinario de su maestro. Si los pequeños son budistas sólo pueden sentirse indignados ante tal imagen; si son hindúes, se alarmarán, avergonzarán y humillarán. Hay aquí cierto tufillo a intolerancia y conflicto religioso provocado.

Ello explica que los monjes no sólo se sientan protagonistas y motores de la historia y de la sociedad de Sri Lanka sino que, en su calidad de conservadores de los registros históricos, se vean como sus verdaderos dueños. Y en cierta forma no andan desencaminados. Los reinos feudales que dominaron la isla durante siglos se apoyaron en los monjes y no escatimaron esfuerzos a la hora de construir templos y monasterios para ellos. Además, el papel que aún hoy desempeñan en la sociedad es fundamental: guías espirituales, maestros, médicos... Los cingaleses adscritos a otras religiones –cristianos, hinduistas y musulmanes- no suelen protestar por esta imposición de la aristocracia religiosa budista que gobierna la isla. En realidad, la mayoría comparte la creencia de que el budismo goza de un estatus superior a las demás religiones, hasta tal punto que una primera ministra, la señora Bandaranaike, tuvo que apostatar públicamente de su catolicismo para recibir el cargo que le dejó su marido asesinado por un monje budista en 1959.

Incluso los no budistas se arrodillan y besan las manos de los monjes de túnica azafrán y se detienen en las encrucijadas de las carreteras para hacer ofrendas a los dioses del camino, que son en realidad divinidades hindúes asimiladas por el budismo. También existe una especie de división de trabajos no oficial de acuerdo a criterios religiosos. Un buen budista no soportaría en modo alguno matar a un animal. Pero la principal fuente de proteínas del país es el pescado por lo que el oficio de la pesca se deja a hinduistas tamiles en el norte y a católicos en todo el litoral occidental.

Sri Lanka es un lugar maravilloso y encantador, pero también tiene un lado oscuro, en buena medida relacionado con la religión y el fervor que manifiestan sus fieles.
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lunes, 7 de diciembre de 2009

Stellenbosch: Sudáfrica blanca


La provincia sudafricana de Boland es una región de muchas caras: grandes cordilleras montañosas, valles esmeralda, suaves pastos, viñedos y huertos de árboles cargados de fruta. No extraña que fuera una de las primeras zonas en ser colonizada por los holandeses que comenzaron a infiltrarse en estas tierras, entonces ocupadas por los pastores San y Khoikhoi. Los blancos no tardaron en convertir el rico suelo aluvial en trigales, pastos y, pronto, viñedos. Las granjas se extendieron y surgieron pequeños asentamientos permanentes construidos alrededor de una iglesia protestante.

A medida que estos pioneros prosperaban, extendían los dominios de sus propiedades, cambiaban los tejados de paja por estructuras sólidas, añadían nuevas alas a las viviendas principales, edificios para los esclavos, establos, patios y un muro para protegerse. A finales del siglo XVII empezó a evolucionar un estilo propio de arquitectura que recogía e integraba tradiciones domésticas de un buen número de países –Holanda, Alemania, Francia, Indonesia- y que se desarrolló a lo largo de varias décadas hasta convertirse en lo que hoy se conoce como Cape Dutch.

Separada de Ciudad del Cabo por tan sólo 50 km, Stellenbosch contrasta con aquélla por su aire provinciano y tranquilo. Es el centro de gravedad de la extensa región vitivinícola de Sudáfrica, conocida como Upland (“tierras altas”) en relación a las dramáticas elevaciones montañosas de 1.500 m en cuyas fértiles laderas se extiende un mosaico de viñedos y cultivos frutales. Fundada en 1679, Stellenbosch es la segunda ciudad más antigua de Sudáfrica tras Ciudad del Cabo. Enclavada bajo las imponentes alturas del Papegaaiberg (“montaña del loro”), en las riberas del río Eerste, ha conseguido desarrollarse armónicamente con el entorno. Conserva todavía muchos edificios históricos de estilo georgiano y victoriano y sus avenidas y calles, nunca demasiado anchas ni congestionadas, se benefician de la sombra de centenarios robles plantados por sus primeros residentes en una clarividente apuesta de futuro.

Era temprano por la mañana y disponíamos de casi todo el día para visitar la ciudad. Aparcamos el camión junto a la coqueta oficina de turismo, un antiguo edificio colonial de una sola planta maravillosamente organizado en la que además del puesto de información, se dispone de un mostrador para contratar todo tipo de viajes de aventura, reservas hoteleras, unos baños limpios, cafetería, conexión a internet, tienda de recuerdos… Se trataba de un lugar cómodo en el que refugiarse del calor de las horas centrales del día, preparar las actividades para la jornada o disfrutar de un bocadillo en el tranquilo y centenario patio interior.



Me dirigí en primer lugar al Toy & Miniature Museum, ubicado en el interior de un edificio histórico. Se trata de un pequeño y recogido museo en cuyas habitaciones y pasillos se han instalado vitrinas con antiguos juguetes y detalladas miniaturas, algunas de ellas extraordinariamente elaboradas.




Pasé el resto de la mañana recorriendo las calles del centro, visité alguna librería y me encaminé al Jardín Botánico, un sitio delicioso en el que perderse por sus muchos rincones y vericuetos. La vida vegetal esculpía acogedoras cuevecillas y oasis sombreados a cuyo abrigo sentarse en un banco y disfrutar de la paz, el silencio y el frescor del lugar en compañía de un buen libro. Muchos universitarios habían tenido esa misma idea y repasaban sus apuntes en silencio mientras sorbían un refresco. La cafetería/restaurante del Jardín, situada en un agradable rincón al aire libre, es un sitio ideal para recobrar fuerzas. Su pequeña cocina esta situada en un antiguo edificio que a principios del siglo XX había funcionado como estación militar de radiotransmisiones. Las mesas se disponían aleatoriamente bajo las sombras que proyectaban los bananos. No era el sitio más barato de la ciudad, pero la variedad de la carta y la calidad de la comida, además del acogedor entorno, justificaban el precio. Los clientes, en su mayoría, no eran turistas sino ejecutivos en su pausa de mediodía, estudiantes de la cercana universidad aprovechando un hueco en sus clases, parejas, grupos de señoras de mediana edad…



Toda la ciudad respiraba un aire sereno donde el apresuramiento, el ruido, los agobios y las multitudes parecían pertenecer a otro mundo. El ritmo era pausado, el tráfico fluido y cortés, las tiendas elegantes y de diseño, las calles sombreadas por hermosos robles centenarios de protectoras ramas, los edificios, ya fueran coloniales o modernos, armoniosos, elegantes y limpios. Galerías de arte, tiendas de caras alfombras u objetos para el hogar, restaurantes bohemios de cuidada decoración…

Al día siguiente, la ciudad se mostraba animada a primera hora de la mañana mientras paseaba por las calles principales y los centros comerciales, contemplando el ir y venir de los locales en sus tareas diarias. Mis compañeros habían optado por apuntarse a un tour de cata de vinos por las bodegas de la región. Los vinos sudafricanos llevan fama mundial y muchas de las bodegas de la zona circundante ocupan desde hace doscientos o incluso trescientos años antiguas instalaciones cuya sola visita ya resulta de interés. De igual manera que los americanos han sacado provecho de sus viñedos californianos, los sudafricanos asentados en estas tierras de suave clima han optado por abrir las puertas de sus haciendas a los turistas y ofrecerles –previo pago- probar una breve muestra de los caldos producto de su trabajo. Como no soy aficionado a la cata de vinos y aun cuando los edificios y plantaciones propiamente dichas podían ser interesantes, juzgué preferible explorar un poco más Stellenbosch, tomarle el pulso y disfrutar de una jornada de descanso tras tres semanas de tragar kilómetros en Sudáfrica.



Saliendo de la Oficina de Turismo, crucé el Braak, una gran extensión cuadrangular de césped que ocupa lo que sería el centro de la ciudad y en cuyos límites se levanta el templo neogótico de St.Mary´s on the Braak (1852) y la VOC Kruithuis (1777) construida como polvorín de la ciudad y hoy sede de un pequeño museo militar.



Hacía un día maravilloso, con una temperatura ideal. El sudoeste del país, alrededor de la península de El Cabo, es excepcional en términos africanos. Aquí, el clima es templado y agradable, ideal para una amplia variedad de cultivos agrícolas. Comparable al entorno mediterráneo, las largas temporadas veraniegas dan paso a otoños e inviernos fríos y lluviosos. El clima aquí en gran parte resultado de la influencia del océano: la helada corriente de Benguela, proveniente de la Antártida, se atempera a su encuentro con la corriente de Agulhas, más cálida, en las aguas del Cabo de Buena Esperanza. No resulta sorprendente que esta región fuera la primera en ser colonizada por los europeos.



Me deleité tanto del sol como de la bienvenida sombra que los frondosos robles regalaban a los peatones, volví a visitar un par de tiendas de libros y me senté a media mañana para darme el capricho de tomar un apetitoso pastel de chocolate y un batido en la terraza de una moderna cafetería abierta a la sombra de un centenario árbol y contemplar a las gentes, la mayor parte blancas. Esto tiene una explicación: el campus universitario.

La universidad afrikaner de Stellenbosch fue fundada en 1918 y continúa jugando un papel activo e importante en la política y cultura blancas. Hay más de 17.000 estudiantes, lo que implica que la ciudad cuenta con una enorme animación nocturna durante el curso escolar y multitud de instalaciones y locales destinados a la gente joven y blanca. El campus era un conjunto de modernos edificios alternados con otros de la época colonial, dispuestos en un extremo de la ciudad y levantados a ambos lados de una ancha y sombreada avenida, integrados entre los árboles y sin destacar en exceso sobre el entorno.

Pasee por allí a la hora del almuerzo, al tiempo que cientos de estudiantes salían de las facultades escapando hacia sus casas para comer. Me llamó la atención que todos ellos eran muy pero que muy blancos. No era de extrañar. Dado su estatus de símbolo de la cultura afrikaner, esta universidad es poco apreciada por mestizos y negros, que han sufrido durante décadas los planteamientos radicales de ese sector de la población y que, por otro lado, no serían muy bienvenidos en estas aulas.

Me encaminé a continuación hacia el río, a cuyas riberas se extendían sendos paseos de ambiente tranquilo y escaso tráfico. Iglesias y edificios construidos hace cien o doscientos años lucían en sus desnudas y austeras fachadas un blanco cegador. Ni un grafitti, calles limpias, jardines cuidados, contraventanas y puertas recién pintadas, tiendas exquisitamente montadas…¿Era ésta la misma Sudáfrica de los ghettos, los criminales, el racismo y la miseria? La tozuda realidad asomaba no obstante por entre las esquinas del espejismo: bancos y oficinas de cambio contaban con guardas fuertemente armados, comercios y viviendas lucían el disuasorio letrero de “Armed Response” y en el Kraal grupos de desheredados y desocupados mataban el tiempo ajenos a la industriosa laboriosidad de los locales.

Sudáfrica es una tierra antigua, pero la nueva Sudáfrica es todavía una recién nacida. Tiene paisajes y entornos naturales tan variados como bellos: montañas, desiertos, praderas, costas, vida salvaje… Pero el brillo de todo ello queda empañado por una sombra de violencia y crimen que asusta a propios y extraños. Es la herencia del apartheid y su política de exclusión y condena a la pobreza y la desesperanza de la mayor parte de la población. Los asesinatos y las violaciones amenazan ahora las aspiraciones de libertad de los sudafricanos: sin seguridad no hay libertad. Aún con todo, es necesario no olvidar que Sudáfrica es un país estimulante, único y hermoso, un lugar de contrastes que harán reflexionar a cualquier espíritu inquieto y cuyo futuro nadie puede aún discernir.
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