span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Namib: Un ensueño de arena y roca

miércoles, 1 de abril de 2009

Namib: Un ensueño de arena y roca





Desde Swakopmund, en la costa namibia del Atlántico, partimos una luminosa mañana para recorrer largos kilómetros hacia el sureste por polvorientas pistas de grava y polvo. El paisaje más allá de las ventanillas del camión en el que viajábamos oscilaba entre lo monótono y lo extraordinario. Las amplias y resecas llanuras cubiertas de rala hierba amarillenta llegaban a saturar nuestra atención, pero pronto comenzaron a aparecer montañas, o, para ser más precisos, grandes colinas rocosas por las que el camión ascendía resoplando en primera. Los pasos elevados proporcionaban una magnífica visión del extenso y desolado entorno. Juegos de luz y sombra caracoleaban entre los intersticios e irregularidades de las grandes rocas. Estas inhóspitas tierras, que parecen desiertas y abandonadas por los dioses y los hombres, han sido, no obstante, objeto de deseo por estos últimos. Y eso sólo ha ocasionado, como de costumbre, desgracias para quien aquí habita.

Guerrillas, incursiones, matanzas, inseguridad, miedo, tensiones y odios encarnizados causaron y fueron causados por más de dos décadas de conflicto con Sudáfrica, que se negaba a desprenderse de un territorio rico en minerales oponiéndose al mandato internacional que así se lo ordenaba. Al final, en 1988 comenzaron las conversaciones multilaterales que llevarían a la promulgación de una constitución en febrero de 1990 y a la independencia definitiva un mes más tarde. Teniendo en cuenta el turbulento pasado del país a lo largo de los últimos veinticinco años, su trayectoria en los siguientes dieciocho ha sido francamente buena, con ausencia de conflictos y un crecimiento continuado y equilibrado.

Pese a sus antiguas inclinaciones marxistas, el SWAPO -que empezó como una guerrilla nacionalista de izquierdas para ascender a fuerza gobernante- no ha resultado ser un partido radical o sectario. Su visión es pragmática en cuanto a la economía doméstica y las relaciones internacionales y ha llevado a cabo una política de reconciliación nacional. En la actualidad, Namibia no es considerado por las Naciones Unidas como un país pobre o subdesarrollado, sino que se considera como una nación de desarrollo medio. Pero aunque su situación es indudablemente mejor que la de otros estados de su entorno, las cifras esconden una gran disparidad de la que no están exentas las tensiones entre razas y tribus. Así, aunque el PIB per cápita asciende a 7.400 dólares americanos (muy alto para el estándar africano) existen profundas desigualdades entre los diversos grupos de población: el 5% de los habitantes controlan el 72% de la economía. El país cuenta con mano de obra cualificada y una clase media competente, pero la mayor parte de los habitantes son muy pobres. Hasta tal punto llegan las disparidades que el 50% de los namibios viven por debajo del umbral de pobreza. (Lo que no quiere decir que exista hambre. Aunque carecen de lo que en nuestras sociedades occidentales consideramos como básico, desarrollan una economía de subsistencia ajena a la economía monetaria, en la que el cultivo y el ganado proporcionan la mayor parte del propio sustento). El 55% de la población viven con dos dólares al día. En términos físicos, es un país rico: sus yacimientos mineros son los cuartos mayores de África; sus caladeros se cuentan también entre los más ricos del mundo y el sector turístico ha experimentado un crecimiento continuado. Una riqueza que no es necesario repartir entre una población numerosa (dos millones de habitantes en una superficie 1,5 veces superior a la española). Esperemos que Namibia se consolide como un país pionero en la salida del caos en el que parece sumido el continente.


A las cinco y media de la mañana salimos hacia uno de los puntos destacados dentro de la parte del desierto accesible al turismo: la Duna 45. El fabuloso Parque Nacional Namib Naukluft tiene una extensión formidable y una belleza sorprendente. Ocupa una superficie de unos 50.000 km2 (el área protegida más grande de Namibia y de mayor tamaño que países como Suiza) al sur del desierto del Namib, el más antiguo del mundo, y se extiende desde Swakopmund hacia el sur hasta la desembocadura del río Orange, que forma la frontera de Namibia con Sudáfrica. Con una longitud total de dos mil kilómetros –de los que 1.400 corresponden a la costa namibia- y una anchura que varía entre 80 y 140 kilómetros, ocupa toda la larga franja costera de Namibia, Sudáfrica y el extremo sur angoleño. Sus inmensos océanos de dunas brotan al pie del Atlántico y avanzan para morir en las planicies pedregosas del interior, que llegan a alzarse mil metros sobre el nivel del mar.

Este vasto mar de arena, con su aire de infinitud y permanencia, es en realidad un universo en movimiento continuo, un movimiento oculto en su mayor parte al ojo del visitante circunstancial. Los campos de gigantescas dunas, de cientos de metros de altura, a diferencia de las que se pueden encontrar en algunas partes del cercano Kalahari, son dinámicas, es decir, el viento las transforma con el pasar del tiempo, las esculpe en una amplia variedad de formas y tonos. Lo que hace a lugares como el circo de Sossusvlei tan especiales son el modo en que las variaciones de luz inciden sobre diminutos granos de cuarcita y cambian las tonalidades del granate al dorado y ocre

La costa de este desierto es desoladora, incluso su extremo occidental, donde muere en el océano Atlántico. Después de su encuentro, en 1850, con esta árida extensión de fantasmales y brumosas dunas de arena, el explorador sueco Charles Andersson escribió: “Difícilmente otro lugar del mundo simbolizaría mejor las regiones infernales. Cuando contemplé su temible desolación, me invadió un escalofrío que rayaba en el miedo. Preferiría la muerte a ser deportado a este sitio”.

La parte septentrional del parque está formada por las llanuras Welwitschia, por donde el río Swakop, totalmente seco, atraviesa un terreno de guijarros salpicado de formaciones rocosas y alineaciones de modestas colinas. Los elementos de relieve llamados inselbergs (o islas-montaña) dominan un paisaje abrasador, hostil, casi yermo, en el que, a pesar de la dureza, viven algunas euforbias y extraordinarias welwischias. Estas últimas plantas, endémicas del Namib, fueron descubiertas por la ciencia en 1859. Aunque no presentan el mejor de los aspectos (parecen unas ensaladas pasadas y resecas), son en cambio unos auténticos matusalenes entre sus congéneres: pueden superar los 1.500 años de antigüedad, cifra que hay que poner, además, en el contexto del duro entorno en el que viven. Hasta que no alcanzan los 20 años de edad, no florecen por primera vez. Su extraordinaria longevidad viene quizá explicada, al menos en parte, porque en ellas se encuentra algún elemento que repele el gusto de los herbívoros. Sus partes exteriores se marchitan bajo el sol ardiente y producen una masa enredada de vegetación de la que sólo sobresalen dos correosas hojas, todo lo que este superviviente del mundo vegetal consigue generar en sus siglos de existencia. Esas hojas no cesan de crecer y el implacable viento se encarga de romperlas en tiras, lo que le da su triste aspecto de planta moribunda. Cuando la niebla se condensa en su superficie, la planta absorbe humedad por los poros de sus hojas, aunque también succiona, a través de sus raicillas, el agua que se filtra al suelo. Su raíz central, que llega a medir hasta 3 metros, le sirve de reserva, pues en ella almacena agua y alimento para las temporadas de sequia.

Aunque las guías suelen decir que el nombre de Duna 45 proviene de la distancia en kilómetros que la separa de la entrada del parque, lo cierto es que no es más que un número asignado a la montaña de arena para su rápida localización sobre un mapa. Dicen esas mismas guías de viaje que es desde lo alto de la Duna 45, donde se contemplan los más espectaculares colores del amanecer en el desierto.



La vista desde lo alto de aquella catedral de arena, una de las más altas del planeta, era magnífica. Desde sus 300 metros de altura dominábamos un valle seco flanqueado por cordilleras de dunas anaranjadas de mayores dimensiones que muchos edificios. Ondulados dedos de arena tocaban el valle a intervalos de un kilómetro.

En las regiones arenosas, el viento sopla y amontona la arena en forma de dunas, que pueden ser de distintos tipos dependiendo de la dirección en que soplen los vientos dominantes. Hay acumulaciones de arena que se deshacen y otras se mueven, crecen y progresan, llegando a cubrir cuanto encuentran a su paso. Aquí, en el Namib, esas formaciones están entre las mayores del mundo. Algunas pueden llegar a medir 300 m de altura. Y son estáticas. El aire arrastra la arena superficial hasta la cima antes de llevársela, por lo que solo mueve la capa exterior de estas montañas. La base de estas dunas puede llevar cinco mil años estática.

El alucinante paisaje causa efectos ópticos que pueden producir sorpresas: las dunas son gigantescas y jamás parecen hallarse tan lejos como en realidad están. Uno se pone a conducir, no digamos a caminar, y siempre parecen retroceder, como si estuvieran vivas. Hasta que se consigue alcanzar su base es difícil imaginar el tamaño que tienen puesto que no hay elementos de referencia familiares (árboles, edificios, personas) sobre los que establecer sus dimensiones excepto otras dunas tan colosales como ellas.

La zona de las dunas se encuentra separada de las grandes llanuras de grava del norte por el cauce del río Kuiseb. A unos 100 km de la costa, en el límite oriental del parque, se encuentran las montañas Naukluft, lugar de nacimiento de muchos ríos fugaces y de dos de mayor caudal, el Tsondab y el Tsauchab. Pero incluso cuando estos ríos estacionales llenan su cauce, unas pocas veces por siglo, éstos nunca llegan al océano, pues terminan por transformarse en unas charcas entre las dunas que sirven de refugio para la escasa pero fascinante fauna de la zona: springboks, oryx del Cabo, cebras, reptiles...

Regresé al campamento a las nueve y media de la mañana para engullir un magro desayuno y salir antes de que las temperaturas alcanzaran su nivel máximo hacia el cañón de Sesriem, una caminata de algo más de cuatro kilómetros por una polvorienta pista de polvo y grava suelta. Dada la distancia de que se trataba, podría pensarse que sería una simple y agradable paseo pero eso es si uno no tiene en cuenta las condiciones reinantes en el desierto. Lo que en Europa sería una marcha sencilla y ligera, se convierte aquí en un ejercicio bastante más exigente. La ausencia total de sombras hace imprescindible un sombrero o gorra y suficiente provisión de agua para no caer víctima del implacable sol africano. Cuando pasaba algún todoterreno llevando y trayendo turistas al cañón, dejaba una nube de polvo espeso que se posaba sobre uno y obligaba a aguantar la respiración, resecando la piel y la lengua. Una larga cinta cuya próxima curva nunca parecía llegar, castigada por el calor y habitada por un ejército de moscas y mosquitos que se lanzaban sin miedo hacia cualquier pedazo de piel descubierta -ojos, boca, nariz y ojos incluidos- ansiosos por hurtar algo de mi sudorosa humedad.

Aparte de los molestos insectos voladores, salieron a mi encuentro numerosos escarabajos de inmenso tamaño y un par de serpientes que atravesaban parsimoniosamente la pista. Las diversas especies de lagartos, serpientes e insectos del desierto del Namib sorprenden por haberse adaptado a la dureza de este hábitat. En las dunas y la llanura, de hecho, viven criaturas que no habitan en ningún otro lugar. Por ejemplo, la víbora enana que dispone de ojos en la parte superior de la cabeza, una característica que le permite permanecer enterrada bajo la arena y estar en guardia por si se aproxima una presa. Para conseguir agua, esta serpiente de pequeño tamaño presiona su cuerpo contra el suelo por las noches y deja que la fría niebla se condense en sus escamas. Otro habitante de las dunas poco común es una araña de gran tamaño denominada “señora blanca” que, cuando quiere realizar una salida rápida, encoge las patas y desciende rodando por la duna. Gran parte de la fauna del desierto del Namib y, sobre todo los insectos y otros organismos, no sobreviven gracias a la lluvia y la maleza (ambas muy escasas y apreciadas aquí) sino a la bruma que llega del océano Atlántico y las brisas que soplan desde el interior y traen trozos de hierba y otros restos orgánicos.

Ante la proximidad de las blancas nubes, los escarabajos “patas arriba” se agitan en el lado de las dunas costeras que se orienta hacia el viento y adoptan la desgarbada posición a la que deben su nombre: se balancean al revés, con la cabeza entre las patas y el dorso contra el viento. Tras condensarse la niebla que ha chocado contra él, el agua gotea hasta la sedienta boca del animalito. Los escarabajos negros y de botón, en cambio, cavan en la arena diminutos surcos en ángulo recto, paralelos a la dirección del viento. Al descender, la bruma se condensa en los granos de arena superficiales, y los escarabajos la sorben. Su alimentación se complementa con desechos orgánicos hallados en las arenas.

Los saurios consiguen agua a través de estos pequeños insectos, pues se alimentan con escarabajos y con grillos de las dunas. El nocturno geco ha desarrollado, además, una lengua muy larga y flexible, con la que lame el rocío de la superficie de sus ojos para “saciarse” de agua. Su peor enemigo es la serpiente ondulante de las arenas, que se desliza sobre las dunas dejando tras de sí huellas paralelas en un ángulo de 45º con respecto a la dirección de su propio movimiento, método lateral de locomoción que le permite desplazarse rápidamente por la arena con un contacto mínimo con la abrasadora superficie. Para cazar, se oculta en la arena, vigilando la llegada de su inocente presa; inyecta veneno a los lagartos que se acercan y los engulle enteros.

Los animales de mayor tamaño no logran adaptarse al desierto. Requieren más agua de la disponible y el intenso calor amenaza con elevar la temperatura de su sangre a grados irresistibles para su cerebro. Con todo, el antílope órix se ha adaptado notablemente: a falta de agua, deja de sudar; antes de llegar al cerebro, su sangre se enfría mediante un sistema capilar en la nariz.

Cuarenta minutos después llegaba al cañón de Sesriem, una grieta irregular que se abre como una enorme cicatriz en el reseco suelo del desierto. Con una profundidad de treinta metros y una extensión de un kilómetro, ha sido pacientemente excavado por el río Tsauchab a lo largo de 15 millones de años. Si bien el lecho estaba seco, durante los años con una precipitación lluviosa extraordinaria arrastra grandes cantidades de agua e inunda las lagunas desecadas de Sossusvlei, setenta kilómetros al sur, creando un espectáculo insólito: a las enormes charcas que se forman al pie del mar de dunas, acuden flamencos y ánades de todo tipo, y un territorio extremadamente árido y desolado, se vuelve puro bullicio de fauna. El cañón debe su nombre a que los primeros pioneros necesitaban ses rieme (seis cuerdas de cuero) para hacer bajar un cubo y extraer agua. Es todavía un lugar donde se puede encontrar el precioso líquido, pero sólo se benefician de él los pájaros y mamíferos de pequeño tamaño que pueden acceder sin dificultades salvando el desnivel. Eso sí, la angosta garganta proporciona una bienvenida sombra en la que recuperarse de la caminata.

Cuando volví al campamento conseguí ponerme de acuerdo con el joven piloto sudafricano que llevaba un negocio de transporte de pasajeros y mercancías en su pequeña avioneta. Nos subimos a su furgoneta y nos dirigimos a la tosca pista de aterrizaje –una lámina de arena roja, apenas una porción de desierto desbrozado y alisado- donde nos aguardaba la Cessna 210 anclada al suelo. El piloto quitó las calzas y los cables de acero que la amarraban al suelo, nos montamos en el pequeño aparato y tras las comprobaciones pertinentes, levantamos el vuelo.

Las nubes habían ido desapareciendo, consumidas por la aridez del día. Sobrevolando el desierto, las dunas parecen pequeñas arrugas sobre una manta multicolor. En realidad, Sossusvlei alardea de poseer las más altas del planeta, hasta 400 metros. Un ondulado mar de arena se extiende cien kilómetros a la redonda. El paisaje era magnífico, alienígena. Se diría que hubiera sido colocado sobre la tierra como parte de un ejercicio práctico de composición para un examen de fotografía. Dunas de todos los colores y formas: anaranjadas, amarillas, escarlata, parabólicas, en forma de estrella, océanos de arena peinados por el viento en la misma dirección. Las nubes iban matizando con su sombra el paisaje, como si fuera un enorme puzzle en movimiento. Desde el aire se consigue tener un destello de la magnitud y diversidad del paisaje namibio.

Allá se veía el seco valle del río Tsauchab, flanqueado por dunas y estirándose hacia Sossusvlei. Más allá, las montañas Uri Uchab. De repente, la costa se abre ante nuestros ojos, barrida por las gélidas aguas del Atlántico. Dos mares se encuentran a muchos metros bajo nuestros pies: uno azul y violento contra uno amarillo y estático. Las montañas de fina arena caen a pico sobre el mar sin dejar espacio siquiera a una pequeña playa. El agua va lamiendo la arena y arrancándola para transportarla hacia el norte siguiendo la corriente de Benguela. Acabará depositándola en la conocida como costa de los Esqueletos más allá de Swakopmund. Juntos, mar y arena, esculpen día a día una costa mutante a la que es difícil seguir la pista con mapas y que supuso la desgracia de muchos navíos.

Los océanos son eficientes acumuladores de calor. Transportan agua cálida o fría por toda la tierra y ejercen una gran influencia en el clima de los continentes. Por ejemplo, los efectos benéficos de la Corriente del Golfo moderan el clima de Europa Occidental, que de otra manera sería mucho más frío. Las corrientes oceánicas se mueven principalmente empujadas por los vientos. La corriente de Benguela -que sube desde los mares australes bordeando la costa occidental africana- es fría y tiende a reducir las precipitaciones en las tierras junto a las cuales discurre (fenómeno que imita su corriente gemela, la corriente ascendente desde la Antártida paralela al continente sudamericano que ha creado el desierto chileno de Atacama): el aire frío que se halla sobre la corriente retiene poca humedad, por lo que no suelen formarse nubes.

Aunque en promedio llueve menos de 25 mm al año en este desértico litoral, la única fuente de humedad de la región –su niebla- permite la supervivencia, como vimos, de diversos animales pequeños. Cada diez días, los húmedos y cálidos vientos del Atlántico soplan sobre la fría corriente de Benguela, generando así una densa neblina que envuelve la costa y buena parte del desierto en una turbulenta y cenagosa nube. Escarabajos, termitas, avispas, arañas y lagartos dependen de la bruma para conseguir agua; como vimos, es entonces cuando todos hacen gala de ingenio evolutivo para obtener la humedad que necesitan.

Desde el aire parecía que aquella desolada porción de la Tierra había permanecido inalterada desde el origen del planeta. Nada más lejos de la realidad. Desde su nacimiento hace ochenta millones de años, el Namib no ha permanecido intacto, como hoy lo conocemos.. Esa arena roja que contemplamos desde el cielo es originaria del desierto del Kalahari. Hace cinco millones de años, el curso del río Orange transportó esa rica mezcla de piedras preciosas y grava desde los alrededores de Kimberley, Sudáfrica. La grava se integró al lecho oceánico desde donde la corriente de Benguela la empujó hacia el norte y la depositó en la costa namibia. A partir de aquí se internó en tierra firme gracias a los vientos oceánicos, que la han hecho avanzar de oeste a este, formando las dunas actuales.

Este complejo, largo y fascinante proceso ha continuado de forma ininterrumpida: los ríos han volcado sedimentos continentales en el mar, y éste los ha devuelto a la costa, desde donde el viento oceánico los arrastra hacia el este, hacia el interior. Las dunas más antiguas, como las de Sossusvlei, son las que más lejos han llegado. Las más recientes ocupan la franja costera. Las tonalidades también marcan la edad de las dunas. El color de la arena, formada principalmente por cristales de cuarzo, depende de su antigüedad. Las arenas de la costa, más jóvenes, tienen tonalidades ocres. En cambio, las del interior adoptan tonos más rojizos a medida que la oxidación tiñe los granos con el paso del tiempo.

Un vuelo sobre el Namib es una experiencia única, que proporciona una perspectiva totalmente nueva de este excepcional desierto, uno de los más antiguos y áridos de la Tierra, un lugar descubierto no hace mucho por productores de anuncios publicitarios, diseñadores, cineastas, fotógrafos y, en último término, operadores turísticos. Hay quien piensa que todos los desiertos son iguales, que son parajes monótonos y aburridos, faltos de vida, perspectivas, atractivos y matices. A ellos les animo a viajar a esta esquina del continente africano, de frías aguas de un azul intenso, arenas rojas y dunas colosales. Jamás volverán a mirar un desierto con los mismos ojos.

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