span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Samarcanda: un pasado resplandeciente (3ª parte)

martes, 2 de junio de 2009

Samarcanda: un pasado resplandeciente (3ª parte)


El último punto de interés monumental de Samarcanda es la tumba del mítico Tamerlán, el Guri Emir. Su nombre había venido surgiendo una y otra vez desde que entramos en Uzbekistán. Hacía un calor intenso y las sombras que proyectaban los muros del mausoleo nos permitieron recobrarnos del paseo antes de penetrar en la sala mortuoria. La primera de las invasiones nómadas que arrasaron estas tierras fue conducida por Gengis Khan, “Rey Universal”, un caudillo mongol menor que pondría a todas las tribus nómadas de Mongolia a su mando. Con la vista puesta en las ciudades allende sus fronteras, inició una campaña de rapiña y conquista que derivó en el establecimiento del gran Imperio Mongol, del mar Adriático al océano Pacífico. Los mongoles eran hábiles jinetes e, inspirados por su líder, demostraron incontenible fuerza. Tras devastar Beijing en 1215, se apoderaron de la Ruta de la Seda y en 1221 sitiaron Samarcanda. Cuando 100 años más tarde el viajero árabe Ibn Battuta arribó a la ciudad, la halló aún en ruinas.

El segundo jefe nómada de importancia para la ciudad, fue Tamerlán, un hombre de raza turco-mongola nacido cerca de Samarcanda en 1336 y que se autonombró soberano de la línea Chagatai de los khanes (dinastía iniciada por el segundo hijo de Gengis Khan) en 1367. Viéndose como descendiente del terrible Khan, decidió encabezar el decadente Imperio Mongol para lograr su restauración. Esa es la versión uzbeca contemporánea, claro.

En realidad, Tamerlán pasó sus años de juventud asaltando las caravanas que transitaban por tierras de Asia Central sin más objeto que el pillaje. En una de estas reyertas Timur fue herido en la pierna y la mano derechas y dejado por muerto. Milagrosamente recuperado del lance, nunca recobraría el total funcionamiento de su extremidad, lo que le valió en adelante el sobrenombre de Timur Leng (Timur el Cojo), que derivaría en el nombre de Tamerlán para los occidentales. El relato de sus hazañas le convirtió en un jefe legendario al que acudían numerosos aventureros y jóvenes idealistas hasta formar un ejército con el que sometió a los diversos jeques y emires en que había quedado fraccionado el imperio.


En cierta manera, la situación en las postrimerías del siglo XIV era muy parecida a la que había afrontado Gengis Khan casi dos siglos antes, al estar rodeado por Estados en decadencia gobernados por dinastías debilitadas. Conquistó Samarcanda e instaló en ella su capital. Dominando amplias extensiones de territorio y controlando el comercio, la riqueza que acumuló le permitió mantener y ampliar un ejército que haría la guerra con éxito hasta destrozar a los turcos y llegar a orillas del Mediterráneo, el mar Negro y el valle del Indo. Si Gengis Khan había sido sanguinario y cruel, Tamerlán no se quedó atrás. Ciudades enteras, millones de personas fenecieron bajo las espadas, lanzas y flechas de sus jinetes y se dice que levantaba pirámides con las cabezas de sus víctimas.

Quizá esa extrema violencia tenga la misma explicación que su amor a la belleza, que le llevó a patrocinar las artes y construir edificios por los que se le recuerda y venera hoy día. Y es que se dice que Timur era un hombre extremadamente feo, cojo, tuerto y con un brazo mutilado. ¿Fue quizás ese complejo lo que condicionó su carácter hasta convertirle en un monstruo temido por millones de personas al tiempo que un mecenas de la belleza?

Timur tuvo un largo reinado. Murió casi a los setenta años, en 1405, mientras preparaba la invasión de China. Había reinado por espacio de treinta años, pero su recuerdo perviviría mil quinientos años más. Con su muerte, el imperio que tanta sangre había costado, no hizo sino declinar, falto de una dirección firme en unos tiempos y unas tierras de continuos vaivenes políticos y militares.

Su cuerpo fue enterrado en Guri Amir (en farsi quiere decir “la tumba del emir”). El exterior era poco llamativo y su emplazamiento, rodeado de edificios modernos sin gracia no parecía digno de un ser tan maligno. Parte del complejo se vino abajo con el tiempo y la medersa que formaba parte del mismo no sobrevivió a la prueba del tiempo, dejando sólo su fachada delantera como prueba de su existencia. Sin embargo, la sala en la que yace el gran conquistador junto a dos de sus hijos y dos nietos –uno de ellos Ulughbek- no solo se halla en perfecto estado sino que luce magnífica.


La estancia, donde un guarda vela porque se mantenga un silencio respetuoso, está en semipenumbra, iluminada por una sugerente combinación de luz artificial y rayos de sol que filtran unos pequeños ventanales.

Es una decoración exuberante, recargada, a base de mosaicos y bajorrelieves con motivos caligráficos. Tampoco la ordenada decoración geométrica propia del arte islámico pareció ser suficiente para Tamerlán aun cuando no tenía previsto que lo enterraran aquí. El propósito del mausoleo era el de honrar los cadáveres de sus hijos y nietos, pero la súbita muerte del conquistador obligó a sus hombres a enterrar su cuerpo aquí en lugar del lugar que había dispuesto para ello en su lugar de nacimiento, Shakhrisabz. Sus restos se hallan bajo la protección de una espléndida cúpula turquesa. En una tarima, frente a nosotros, el mayor bloque de jade del mundo, traído del Turquestán chino y sobre el que se han inscrito versos en escritura árabe, señala el lugar concreto si bien, como sucede en muchos mausoleos asiáticos, los bloques que marcan las sepulturas son solo eso, “marcadores”. Las auténticas tumbas están en una cámara subterránea.

Svetlana no puede evitar su comentario de guía turístico, narrando la siniestra historia según la cual, cuando los rusos abrieron la tumba de Tamerlán hicieron caso omiso de una inscripción que advertía: “Aquel que abra esta tumba será derrotado por un enemigo más feroz que yo”. Al día siguiente, 22 de junio de 1941, Hitler atacaba la Unión Soviética. Historias sobre maldiciones como esta abundan por todo el mundo (la de Tutankhamon es la más conocida). Si tenemos en cuenta que Rusia acabó aplastando a Alemania, no podemos decir que la ominosa advertencia se cumpliera.

Tamerlán se ha convertido en una especie de héroe nacional merced la corriente nacionalista impuesta por el actual gobierno tras la desintegración de la Unión Soviética. Sus estatuas están por doquier, algo que resulta incomprensible por cuanto en muchos casos han venido a sustituir las de Lenin, quien junto a Stalin, fue responsable de la muerte de millones de personas.

Da igual que Tamerlán no fuera uzbeco (quienes llegaron a la región cien años después) o que fuera un personaje que causó dolor y destrucción allá donde extendiera sus garras. El pueblo uzbeco necesita inventarse un pasado. Lo que hoy conocemos como Uzbekistán ha sido territorio de paso de tribus nómadas, árabes, persas, mongoles, grupos turcos y rusos. No parece haber algo estable sobre lo que anclar unas raíces. Ni siquiera sus fronteras responden a un criterio razonable. La propia Samarcanda, donde se oye hablar sobre todo farsi, pertenece culturalmente a Tayikistán, mientras que ciudades como Konya Urgench, hoy en Turkmenistán, estuvieron siempre bajo el control de Bujara. Tamerlán ha sobrepasado su propia figura. Lo han elegido como padre de la patria, quizá, por ser el “uzbeco” más conocido –tristemente, eso sí- de la historia de la región.

Salimos del mausoleo y tomamos la calle que desemboca en la avenida principal. Para mi sorpresa, la placa que marca dicha calle muestra caracteres que me son familiares. Un paisano nuestro ha dado nombre, nada menos, que al camino que lleva a la última morada del héroe nacional: Rui Gonzalez de Clavijo. Fue este castellano un noble de la corte del rey Enrique III de Castilla en un momento en que muy lejos de allí se estaban produciendo acontecimientos trascendentales. El emir otomano Yildirum Bayazid I, conocido en España como Bayaceto, había conquistado toda Asia Menor, vencido los caballeros europeos de la Cuarta Cruzada en 1396 y puesto sitio a Constantinopla. Nada parecía poder detenerlo. Y entonces apareció por el horizonte otro conquistador: Tamerlán.

Haciendo bueno el dicho de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, los monarcas de la cristiandad, desde el emperador de Constantinopla hasta el rey de Francia, se apresuraron a enviar emisarios a Tamerlán, ofreciéndole tratados, hombres y tributos con tal de que pusiera a sus ejércitos a trabajar en la tarea de derrotar al turco. No parecían darse cuenta del carácter del personaje aun cuando solo unos meses antes Tamerlán había pasado a cuchillo a todos los caballeros de la Orden de los Hospitalarios que defendían Esmirna, después de haberse negado éstos por segunda vez a rendirse. Tamerlán, por su parte, contestaba a los reyes cristianos en términos esperanzadores solicitando el permiso para enviar comerciantes a Génova, Venecia y Castilla.

Fue precisamente el rey de Castilla quien decidió enviar a Rui González de Clavijo al frente de una embajada a Samarcanda con el fin de entregar una carta al gran conquistador, quien había acabado venciendo a Bayaceto, tomando el control de las rutas comerciales y ampliando enormemente sus dominios. Tras sus victorias militares, se encontraba de vuelta en su capital.

El 21 de mayo de 1403, el castellano, acompañado por una docena de hombres, embarcó en Puerto de Santa María para atravesar el Mediterráneo, cruzar el Bósforo y navegar por el mar Negro hasta Trebisonda. Desde allí se internó en Anatolia, cruzando montañas, valles, mesetas y ciudades hasta llegar a Samarcanda en septiembre de 1404.

Aunque fue recibido con honores y todo hacía esperar que conseguiría una audiencia con el emperador, lo cierto es que Tamerlán partió hacia China sin recibirle, por lo que la misión diplomática, que pretendía convencer al emperador para que abriera las rutas comerciales que unían Occidente con China, pudo considerarse un fracaso. Tras dos meses en Samarcanda, el grupo español inició la vuelta a casa, un viaje de regreso turbulento y plagado de incidentes, puesto que la muerte de Tamerlán unos meses después generó un clima de inquietud y revueltas políticas.

Clavijo perdió todos los presentes y obsequios que le habían sido entregados y llegó a casa con las manos vacías, sin ni siquiera una carta o un mensaje que entregar a su señor. Uno podría pensar que lo único que dejó Clavijo fue su nombre en la placa de una calle. La Ruta de la Seda, además, perdió importancia con el cierre de las fronteras chinas y la apertura de rutas marítimas con la India, por lo que su viaje aún tuvo menos relevancia. Pero con el transcurso de los siglos, su contribución resultó mucho más importante de lo que nadie hubiera podido pensar entonces: las notas que tomó y el magnífico relato que salió de ellas fue el primer libro de viajes de la literatura española. Su crónica nos da hoy una detallada imagen de un mundo ya desaparecido convirtiendo su aventura en un documento histórico de enorme valor.
Si el legado de Clavijo fue sobre todo inmaterial, también lo fue una de las aportaciones de Samarcanda a la historia de la humanidad. La ciudad, como parte de la Ruta de la Seda, jugó un papel importante en la transmisión del conocimiento del papel desde Oriente. El papel se inventó en el siglo I de nuestra era, y su nombre chino es Zhi, que curiosamente también quiere decir “seda”. Al principio, se servían únicamente de la borra de seda de los capullos desechados para fabricar un papel de seda muy fino, pero demasiado frágil. Buscando una solución, comenzaron a experimentar con las ramas jóvenes de morera cuyas hojas habían servido para alimentar a los gusanos. Un largo procedimiento que incluía el humedecimiento, rascado, baños en sosa caústica y mezcla con trapos viejos y almidón de arroz, escurrido, secado y martilleo, daba como resultado una sólida hoja dispuesta para múltiples usos.

Setenta y cinco años más tarde, los chinos descubrían también el principio de la imprenta. Como el papel era perecedero, con el fin de conservar los valiosos pensamientos de Confucio, éstos se grabaron sobre estelas de piedra. Y así descubrieron el procedimiento del grabado: bastaba con impregnar con tinta (tinta “china”) la piedra grabada y aplicar contra ella fuertemente una hoja de papel, para que el texto se reprodujera en el reverso de la hoja.

La fabricación del papel de morera permaneció secreta durante mucho tiempo. De hecho, el papel sólo fue fabricado en Samarcanda tras la derrota de los chinos frente a los árabes en 751 tras una batalla de cinco días que tuvo lugar cerca de la actual Djambul, en Kazajstán. Miles de soldados chinos fueron capturados, hechos prisioneros y llevados a pie hasta Samarcanda. Entre ellos se encontraban tejedores de seda, orfebres y técnicos de la fabricación del papel. Allí enseñaron a los vencedores la secreta técnica y fue así como Samarcanda se convirtió en el primer centro de esta industria en el mundo musulmán, que a su vez iba a convertirse en el proveedor del mundo cristiano.

Se trata de una revolución cultural más importante que la que supuso la diseminación de la sericultura en el ámbito económico. En primer lugar, por la reproducción cómoda y barata del texto escrito. En segundo lugar, porque únicamente el papel así fabricado permitió el nacimiento de la imprenta y, a partir de ahí, la enorme difusión del libro: libros santos del canon budista, libros clásicos confucianos, anales históricos, libros científicos o médicos, todos los conocimientos humanos en un gran número de ejemplares y con precios relativamente accesibles. Después de los chinos, aprovecharon los beneficios de la imprenta las otras civilizaciones, musulmana, cristiana y el resto del mundo. El secreto acabaría pasando a la España musulmana en el año 950, es decir, casi un milenio después de su invención.

Seis de nosotros decidimos ir a cenar aquella noche a alguno de los restaurantes al aire libre del Gorky Park. Nada más salir del hotel, en la Registanskaya, nos encontramos con una nueva sorpresa: el tráfico había sido cortado y las aceras estaban tomadas por una multitud de gente que esperaba algo, quizá un cabalgata. Conseguimos enterarnos de que estaban esperando el paso de una especie de desfile deportivo, alguien portando una antorcha o algo similar.

Ahmit, de origen y aspecto inconfundiblemente indio, debía haberse reunido con nosotros en el hotel, pero al no aparecer decidimos marcharnos sin él. Mientras esperábamos inmersos en la expectante multitud lo vemos caminando hacia nosotros acompañado de un muchacho vestido con el atuendo tradicional islámico, una túnica blanca de manga corta y el gorrito característico del mismo color. Resulta que Ahmit se había detenido en un cine a mirar la cartelera y el joven, estudiante islámico que se encontraba en la taquilla, lo invitó a ver la película al darse cuenta de que Ahmit era indio...¡de la misma nacionalidad que los populares protagonistas de la película que proyectaban! El joven, encantado de dar salida a su correcto inglés, se ofreció a escoltar a nuestro compañero al hotel después de la película y es entonces cuando nos los encontramos.

Nuestro multinacional grupo (nuestros orígenes, aparte de España, incluían Inglaterra, India, Estados Unidos y Nueva Zelanda) ya éramos objeto de suficiente atención, pero cuando Ahmit se unió a nosotros la situación tomó otro cariz. La gente comenzó a aproximarse formando un corro alrededor de nosotros y un grupo de chicas, acompañadas por una institutriz, rodeaba a Ahmit con ojos embelesados. Sacaron sus cuadernos para que nuestro azorado amigo, que no perdía su, al parecer, cautivadora sonrisa, les firmara un autógrafo. El joven islámico hacía de traductor para ellas: ¿Qué opinas de nuestro país? ¿Qué comida te ha gustado más?... y otras por el estilo. Parecían las típicas preguntas que se les hacen a las misses en los concursos de belleza, y Ahmit daba las respuestas que cabía esperar. Las muchachas se hacían fotos junto a él como si fuera una estrella de cine o un jugador de fútbol. Los demás quedamos totalmente eclipsados por la inexplicable popularidad de nuestro amigo indio. La única razón que se nos ocurría para tal fenómeno era que se debía parecer a alguno de los actores de las películas indias que circulan por todos estos países -por el contrario, Hollywood no había penetrado en la misma medida en estas tierras de indudable perfil asiático, más identificados en su modo de vida con la India que con California-.

El caso es que la situación no fue en absoluto del agrado de las autoridades. El evento principal, la antorcha pseudoolímpica, que a juzgar por el nerviosismo de los policías presentes, estaba aproximándose, interesaba ya menos que el tumulto que se formaba alrededor de nuestro grupo. Así que un policía a caballo que rondaba por allí se acercó y con un gesto brusco acompañado de un semblante malencarado, nos indicó que nos largásemos. No convenía provocar un altercado, así que mientras el corredor que portaba la llamita recorría la avenida escoltado por los preceptivos coches de la policía y jaleado por los aplausos del público, reanudamos nuestro paseo hasta el parque.
Bajo las frondosas copas de los árboles iluminadas con pequeñas bombillas de colores, nos despedimos con un brindis de la mítica Samarcanda, una ciudad de cuyos tiempos gloriosos apenas queda el nombre y un puñado de maravillosos edificios. Resulta paradójico que el brutal Timur fuera a la vez el artífice de un renacimiento artístico e intelectual con importantes aportaciones a la arquitectura y la astronomía. La fortuna de la ciudad había menguado tanto un par de siglos tras la muerte de Timur que a partir de 1720 estuvo deshabitada durante 50 años. En el siglo XIX cayó bajo dominio ruso; como capital de provincia y con el tendido de vías ferroviarias en 1896, inició su recuperación económica, que no artística, para convertirse en un importante centro de exportación de productos agrícolas.

Hay viajeros que todavía consideran Samarcanda como un lugar de leyenda oculto en las entrañas de un reino perdido, pero no hay duda que les vencen sus propias nostalgias. Samarcanda dejó de ser mágica e inaccesible a mediados del siglo XX, cuando los soviéticos se empeñaron en derruir la castigada ciudad antigua e intentaron convertir el lugar en un espacio carente de alma. Pero no se salieron totalmente con la suya. Samarcanda parece inmortal y ha salido con vida de numerosos atentados perpetrados por todo tipo de conquistadores.
Aunque la ciudad no es hoy la misma que mencionó Marco Polo en el siglo XIII, conserva suficiente de su encanto como para merecer una visita. Sobre todo porque aquí, aunque parezca mentira, todavía es posible sentirse viajero. De entrada, no es fácil comunicarse con la población local. A menos que uno domine tayiko, uzbeko o ruso, es casi imposible conversar con las capas más desfavorecidas de la ciudad. Cierta elite local sigue hablando ruso y muchos empiezan a conocer el inglés, al igual que en los bazares del interior de las medersas y hoteles. Pero el turismo masivo aún no ha llegado a Samarcanda. Por suerte o por desgracia, una de las ciudades perdidas de Asia Central sobrevive escondida en el interior de un país de extraño nombre que la mayoría de europeos ni tan sólo es capaz de situar en un mapa.

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