span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Milford Sound: el fiordo encantado

jueves, 16 de julio de 2009

Milford Sound: el fiordo encantado


La proa del barco, impulsada por los silenciosos motores diesel, rompía las aguas de un oscuro azul verdoso que ocupaban lo que hace 20.000 años fue la lengua de hielo de un enorme glaciar. Inmensos farallones de color gris componían los flancos del desfiladero marino por el que el Milford Wanderer se deslizaba bajo un cielo gris y amenazador. Era difícil tomar conciencia de la colosal escala del decorado. Solamente cuando alguno de los barcos turísticos pasaba por delante de las moles de granito se hacía evidente que estábamos cerca de los riscos marinos más elevados del mundo. Se alzan hasta 1.584 metros directamente desde el nivel del mar y sus bases se asientan a 400 metros por debajo de nosotros, en lo que un día fue asiento de un valle glaciar.

Situada a 260 kilómetros al noroeste de Dunedin, en la Isla del Sur de Nueva Zelanda, Milford Sound no es, como su nombre inglés indica, una ría, esto es, un valle fluvial invadido por agua de mar debido a las mareas o la diferencia de relieve. En realidad, la "Sonda de Milford" es un fiordo, un golfo estrecho y profundo que discurre entre montañas abruptas y que fue excavado por un glaciar, una de las mejores muestras de la fuerza erosiva del hielo en movimiento. Como la mayoría de los fiordos, la profundidad va incrementándose desde la embocadura, en el Mar de Tasmania, hasta la punta. Cuando al término de la última glaciación, hace 10.000 años, los hielos se retiraron hacia su último refugio en la Antártida, el espacio que dejaron fue invadido por el mar.


A estas alturas no es necesario recordar que Nueva Zelanda es un bellísimo país cuyo principal atractivo son los maravillosos paisajes, su variedad y su estado de conservación, al que ha ayudado tanto una población relativamente poco numerosa como su grado de concienciación ecológica. La historia del hombre es corta aquí. Los maoríes llegaron desde Polinesia en sucesivas olas migratorias desde el siglo IX hasta el XIII. Cuando los europeos arribaron a estas tierras a finales del siglo XVIII, los maoríes ya habían modificado el ecosistema provocando la extinción de diversas especies. Los nuevos colonos no hicieron sino acelerar el proceso. Una parte importante del paisaje neocelandés, especialmente alrededor de las zonas más pobladas, ha sido profundamente modificado aun cuando sigue conservando una limpia belleza cada vez más difícil de descubrir en otros continentes. Las extensiones de colinas onduladas cubiertas de verdes prados contra el decorado de las imponentes cimas nevadas de los Alpes neocelandeses que se abren desde Christchurch, en la isla Sur, son en realidad el resultado de la tala intensiva y la reconversión de terrenos de bosque en tierras de pasto. Sigue pareciendo idílico, pero no se trata del entorno original.

Sin embargo, en Nueva Zelanda es posible aún encontrar lugares en los que el hombre apenas ha penetrado. Y uno de ellos es la región de Fiordland, en el suroeste del país, una costa de perfil irregular, perforada por numerosos entrantes de formas caprichosas. Los maoríes, por supuesto, conocían estas tierras a las que llamaban Piopiotahi un sonoro nombre que hace inequívoca referencia a un ave, una especie de zorzal ya extinguido. Los europeos tuvieron bastantes más problemas cuando iniciaron un estudio sistemático del litoral con el fin de cartografiarlo, dificultades que tuvieron su reflejo en los nombres con los que bautizaron a los fiordos: Dusk (crepúsculo), Doubtful (dudoso) o Mistake (error). El propio capitán Cook, el primer europeo en llegar a la embocadura del Milford Sound en 1770, no pudo siquiera verlo debido a las nieblas que se posan a menudo sobre la región. Tres años después regresó a este mismo lugar y, de nuevo, los dioses maoríes ocultaron su localización al marino inglés tras una espesa cortina de brumas. Acabó siendo el capitán John Grono quien bautizara al más famoso de los fiordos en recuerdo de su lugar de nacimiento, Milford Haven, en Gales

Y hasta aquí llega la escasa historia del ser humano en la Tierra de los Fiordos. El resto, es Naturaleza. Una naturaleza que medio millón de personas acude a contemplar cada año, ya sea recorriendo el Milford Track, que pasa por ser uno de los itinerarios senderistas más bellos del mundo; o realizando un crucero más o menos largo por los fiordos a bordo de alguno de los muchos barcos que ofrecen sus servicios en el muelle que se abre en la cabecera y al que se puede acceder por carretera o avioneta desde Queenstown. El ajetreo del embarcadero desaparece en cuanto se accede a los barcos y éstos se van desperdigando por la inmensidad del fiordo, dominado en su inicio por el colosal Mitre Peak, un monolito triangular de roca de 1.695 metros de altura.

Las profundas y rutilantes aguas bordeadas por densos bosques y la belleza de los encumbrados farallones justifican su fama. Hay un factor fundamental que condiciona no sólo el paisaje, sino todo el ecosistema de la zona. Fiordland es uno de los lugares más húmedos del planeta. Llueve dos de cada tres días, lo que supone una precipitación anual excepcionalmente alta. La impredecibilidad y variaciones súbitas del clima neocelandés alcanzan su máxima expresión en el Milford Sound. Durante nuestra estancia allí experimentamos todo tipo de caprichos meteorológicos. A nuestra llegada, el cielo estaba encapotado pero sereno, situación que se mantuvo durante parte de la tarde mientras nuestro elegante barco nos internaba en el fiordo, haciendo una parada para que los más entusiastas se pusieran el chaleco salvavidas y se lanzaran a una exploración más cercana sobre alguno de los kayaks que llevábamos a bordo. Más tarde las nubes descendieron sobre las paredes de granito y descargaron una lluvia fina y persistente que nos obligó a buscar refugio en el comedor y seguir contemplando el paisaje a través de los ventanales y las cortinas de agua que durante un rato golpearon con fuerza el paisaje.

La noche transcurrió clara y con una temperatura agradable. El barco echó el ancla cerca de una pequeña playa arenosa. Después de la cena, abandonamos rápidamente el comedor, que se había convertido en el campo de expansión de un grupo de adolescentes australianos en un estado de embriaguez cada vez más alarmante. Subimos a la cubierta, donde el capitán, un barbudo lobo de mar en la más ortodoxa tradición marinera, charlaba con un miembro de la tripulación. Cuando mencionamos el jaleo que estaban organizando los australianos, nos replicó con una mueca, un leve gesto de disgusto y un comentario despectivo. En realidad, por muchos chistes que "aussies" y "kiwis" cuenten a costa de sus vecinos australes y al cortés desprecio que se profesan, encuentran los unos en los otros un grado de identificación cultural y comprensión mucho mayor que con los indonesios, los chinos o los filipinos, que al fin y al cabo también son compañeros geográficos en esta parte del planeta. Los neocelandeses se sienten más europeos, menos americanizados que sus, según ellos, poco refinados colegas australianos. Éstos, tratan a los kiwis de torpes en los negocios y provincianos. Pero en realidad, como me confirmarían repetidas veces amigos de uno y otro país, las relaciones entre ambas nacionalidades eran afectuosamente buenas.

El capitán nos contó cómo había abandonado una larga carrera en la marina mercante para hacerse cargo del Milford Wanderer, propiedad de una compañía turística con diversos intereses en la región de los fiordos. Su tono de voz y sus involuntarias pausas al hablar dejaban traslucir nostalgia por el mar abierto y los puertos exóticos. Sin embargo, nos dijo, con la jubilación ya a la vista en el horizonte, deseaba un trabajo más tranquilo, en el que pudiera pasar más tiempo con su familia aunque eso significara pasear turistas arriba y abajo del fiordo, siempre encerrado entre las paredes de granito y contemplando el océano sólo a través de la estrecha embocadura, como un recluso cuyo único recuerdo de la libertad fuera el recuadro de cielo azul que ve por su ventanuco.

Dándose cuenta de que la conversación tomaba tintes demasiado melancólicos, el capitán nos preguntó sobre nosotros, nuestro viaje y la opinión que nos habíamos formado sobre su país. En ello estábamos cuando un penetrante sonido animal comenzó a perforar la oscuridad que nos rodeaba. Provenía de la cercana cala, oculta tras un muro negro que las luces de posición del barco no conseguían disipar. Éstas formaban un pequeño círculo de luz tenue alrededor del navío, pero fuera lo que fuese la fuente de la creciente algarabía no salía de su territorio para ponerse al alcance de nuestra vista.

- Pingüinos -nos dijo el capitán-. Pasan la noche en tierra. Por la mañana no les veréis. Se esconden entre la maleza al pie de los acantilados o pescan en el agua- Tenía razón. Por mucho que nos esforzamos aquella noche fuimos incapaces de distinguir ni siquiera una triste sombra de pingüino aun cuando la escandalera era notable. Por la mañana no quedaba ni rastro de la fiesta.

Aquella noche los pingüinos no fueron los seres vivos más dinámicos en el fiordo. Los camarotes eran estrechos y los mamparos lo suficientemente delgados como para escuchar al vecino tragar saliva, así que la coexistencia a bordo con un grupo de estudiantes australianos hiperactivos y con suficiente licor en las venas como para fundir un alcoholímetro fue una prueba de paciencia y aguante para los no participantes en la juerga. Al amanecer, cuando las carreras, los gritos apagados, las carcajadas y los portazos se habían desvanecido al tiempo que sus causantes, salí a cubierta para contemplar cómo se levantaba la niebla sobre el fiordo para revelar un mundo silencioso, en absoluta calma. Las embarcaciones turísticas no habían comenzado todavía a surcar las aguas y la oscura superficie del fiordo se había convertido en un espejo perfecto, sin nada que la perturbara.


Después de desayunar continuamos la navegación hacia el final del fiordo antes de dar la vuelta. La travesía es plácida porque la estrechez de su boca lo protege del oleaje del mar abierto. En las rocas que emergen junto a las lisas paredes de granito descansaban grupos de focas, disfrutando del calor de los primeros rayos del sol. También es frecuente ver delfines, aunque aquel día no tuvimos esa suerte. Milford Sound y sus boscosas montañas, protegidas como parte del Parque Nacional Fiordlands, albergan también a una extraña ave conocida como takahe. De talla semejante al pollo doméstico, este animal (que no vuela) exhibe un vívido plumaje azul y púrpura, posee un gran pico y se alimenta de hojas y semillas de una hierba endémica. Se creía extinguida, pero en 1947 se descubrió una colonia de unos 100 ejemplares en las márgenes del lago Te Anau, 55 km al sureste del fiordo; hoy se las protege y cría en el parque. Casi tan extraño como ellas es el kakapo, loro verdusco parecido al búho, que habita en el suelo y se esconde durante el día en su madriguera. Puede volar, pero prefiere no hacerlo. Ni siquiera vivir en estas remotas tierras o su estatus de especie protegida han conseguido salvarle del peligro de extinción. En 2009 sólo se conoce la existencia de 125 ejemplares.



El agua de las abundantes precipitaciones se acumula en las partes superiores de las paredes del fiordo, canalizándose en arroyos y desplomándose por las escarpadas paredes en cataratas que llegan a alcanzar 300 metros de altura, formando al final de su caída una cola de vapor de agua en suspensión en la que, si la luz incide correctamente, nacen arco iris múltiples. Los barcos suelen acercarse a una distancia sorprendentemente corta de la pared para situar la proa justo debajo de la cascada y poder disfrutar así de una perspectiva espectacular.

El fiordo de Milford no es solamente una maravilla de la naturaleza por su valor paisajístico. Su ecología es igualmente extraordinaria debido, precisamente, a la abundancia de precipitaciones. Agua dulce y salada se dan cita aquí para crear un medio biológico que es mar y lago a la vez. En el fiordo el agua se dispone en tres niveles bien diferenciados. La capa superficial posee un bajo contenido de sal porque proviene del agua dulce de la lluvia y de la que fluye por los torrentes y cataratas. Es menos densa que el agua salada que penetra desde el mar y se apoya sobre ella formando una capa de unos 3 metros de profundidad. A medida que esa capa superficial se va desplazando hacia el mar, arrastra con ella algo del agua salada subyacente, lo que crea una zona de transición de agua salobre (parcialmente salada). Este movimiento genera una contracorriente que empuja agua marina hacia el interior del fiordo a una profundidad de 30 metros. Por debajo de ese nivel, el agua es salada, pero permanece prácticamente inmóvil.

El impacto del agua dulce en la vida marina del fiordo es inmenso aunque no pueda percibirse a simple vista. Sólo cuando los naturalistas entendieron la peculiar dinámica hídrica local obtuvieron respuestas a algunos enigmas con los que se habían encontrado. Era la explicación, por ejemplo, a que especies de algas y moluscos comunes en el resto de las costas neocelandesas no vivieran aquí, ya que no son capaces de sobrevivir en las aguas poco salinas del fiordo cuya capa superior está, en cambio, ocupada por especies como lechugas de mar, mejillones azules y percebes, que toleran el agua salobre. Las estrellas de mar se adhieren a los riscos en el límite superior de la capa salada, donde se alimentan de mejillones. Cuando la marea desciende, bajan por la roca para huir de la capa de agua dulce, que no soportan. Al subir la marea vuelven a su antiguo lugar para seguir comiendo. El coral negro, una extraña especie que por lo general vive en colonias por debajo de los 45 metros de profundidad, se halla a menos de 35 metros, y en algunas partes sobrevive a apenas 6 metros, más cerca de la superficie que ningún otro coral en el mundo. En su mayoría, estas colonias de coral semejan arbustos en miniatura de 10 cm de alto; pero algunas, cuya antigüedad es quizá superior a los 150 años, han desarrollado grandes estructuras arbóreas de 4 metros de altura.

Sin embargo, todo eso resulta imposible verlo desde la cubierta del barco y no sólo porque estemos en movimiento, sino porque el agua es de un intenso color que impide vislumbrar lo que guarda bajo su superficie. Esto es debido a que esa capa superficial de agua dulce contiene una gran cantidad de humus y moho arrastrado desde los cauces de los arroyos que fluyen por las montañas. Estas aguas pardas limitan el paso de la luz solar; por eso, varias especies que se desarrollan por lo general en aguas profundas, como el ya mencionado coral negro, las ascidias o las liotirelas, viven en los salientes y fisuras de las paredes rocosas a profundidades de entre 6 y 40 metros, es decir, mucho más cerca de la superficie que su hábitat normal en otras regiones del mundo.

A medida que avanzaba la mañana, el tiempo volvió a mostrarnos sus extremos alternando momentos de brumas, sol y lluvia. Conforme íbamos finalizando nuestra travesía regresando a la sombra del Pico Mitre, el ondulante juego de luces se nos antojaba un majestuoso y camaleónico cuadro de autoría coral en el que cada nube, cada jirón de niebla, cada rayo de sol, cada cascada, se combinaba con los colores del agua, la piedra y la vegetación para componer la imagen de un mundo perdido, un pequeño universo que sólo permite al hombre asomarse a su umbral.

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