span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: agosto 2009

sábado, 29 de agosto de 2009

Sigiriya- Penitencia, hedonismo y espiritualidad



En nuestro tercer día de viaje por el interior de Sri Lanka condujimos por estrechas carreteras abiertas a través de espesas selvas verdes hasta que Sigiriya, uno de los más evocadores lugares de la isla, hizo su aparición de la forma más dramática imaginable: en un claro de la jungla se alzaba una gran roca de doscientos metros de altura en cuya cima se construyó en la antigüedad una fortaleza inexpugnable. Entre los restos de sus murallas, jardines y habitaciones vagan aún los fantasmas de un pasaje histórico que hubiera hecho las delicias de cualquier escritor de fantasía.

La existencia de Sigiriya se debe a una tragedia. En 478 d.C., Anuradhapura, al norte, era todavía la gran capital del reino cingalés y en sus magníficos edificios se tejió una conspiración digna de las mejores leyendas. Kasyapa era hijo del rey Dhatusena pero, nacido de una consorte sin sangre azul, sus posibilidades legítimas de llegar al trono eran nulas. Sabiendo que su medio hermano Moggallana, más joven pero efectivo heredero real, sería el próximo monarca, Kasyapa encarceló a su padre y lo asesinó. Mogallana, viendo cómo se las gastaba su hermano, se apresuró a huir abandonando la isla y cruzando el estrecho de Palk hacia la India para reunir un ejército con el que arrebatar la corona a su hermano. Las cosas fueron despacio y le costó nada menos que 18 años reunir el ansiado ejército, tiempo más que suficiente para que Kasyapa construyera una inexpugnable fortaleza en lo alto de una roca de 180 metros de altura que se elevaba majestuosa sobre el bosque circundante. Como Mogallana no daba señales de vida, el usurpador pasó años añadiendo comodidades y anexos a las instalaciones estrictamente militares: templos, jardines acuáticos, cómodas estancias y eróticos frescos de hermosas mujeres que cautivarían la imaginación de poetas y visitantes.

¿Fue quizá la construcción de este palacio una penitencia autoimpuesta por el asesinato de su padre? ¿O más bien un lugar de hedonismo y placer pecaminoso? ¿Quizá un mundo cerrado de carácter mágico o místico? Sea como fuere, el rey no perdió de vista ni mucho menos el fin último de la fortaleza: rodeó una amplia zona con murallas de un tamaño nunca visto hasta entonces en Sri Lanka, cavó fosos y dispuso diversos artilugios defensivos. En lo alto de la roca se alzaba, totalmente inaccesible, la fortaleza. Los puestos de centinela de la misma se hallaban especialmente diseñados para que los guardias no se durmieran: dar un mal paso suponía despeñarse doscientos metros.

En el año 495 d.C.,cuando Mogallana por fin hizo acto de presencia en la llanura que se extendía frente a Sigiriya, Kasyapa salió a su encuentro montado en su elefante y seguido por su ejército. Las crónicas dicen poco sobre Kasyapa aparte de alabar el modo en que murió. Parece que estaba liderando la carga contra su hermano cuando su elefante sintió que iban directos hacia una zona pantanosa y giró hacia un lado. Las tropas, tomando ese movimiento como una retirada, se dispersaron presas de la confusión. Kasyapa se quedó solo frente a su enemigo y no se sabe si por locura, vergüenza, dignidad o sentido común, se rebanó la garganta con su propia daga para, a continuación, envainarla, desmontar del elefante y morir. Se desconoce si Mogallana quedó tan impresionado como los cronistas que contaron la historia, pero el caso es que liquidó a 1.000 miembros de la corte y trasladó la capital de nuevo a Anuradhapura, convirtiéndose en el nuevo rey de Sri Lanka, aunque eso sí, gracias a un ejército indio. Pero eso es otra historia....

Nos aproximamos a la gran roca y comenzamos a explorar los restos de la ciudad, el palacio y los jardines que se construyeron alrededor. Kasyapa era un loco genial, cruel y sediento de poder, pero también demostró ser un arquitecto de una sensibilidad extraordinaria. La estructura de la ciudad comprendía dos recintos amurallados a ambos lados de la roca. En el occidental aún se podían ver claramente los restos de un jardín acuático: un extenso sistema de estanques, fuentes y piscinas que se alimentaban de un cercano lago artificial. Estos jardines eran una burbuja de paz para el cuerpo y el alma, con aves de vistosos plumajes, nenúfares, estanques reflectantes, suelos de mármol, pabellones, senderos, rumorosos cursos de agua sabiamente canalizados... una mezcla de los Jardines Colgantes de Babilonia y los jardines de estilo chino y japonés. Bajo nuestros pies, aunque invisibles, están enterrados los restos de una extensa y sofisticada red de tuberías, válvulas y depósitos que proveían de agua a fuentes, estanques y arroyos y regulaban cuidadosamente la irrigación de los vastos jardines. En el lado oriental, con la mitad de tamaño que el occidental, se extendía otro recinto del que ha quedado poco y que estaba edificado siguiendo el mismo eje que aquél. El centro de dicho eje lo ocupaba el palacio real construido en lo alto de la roca. Kasyapa estaba utilizando una geometría habitual en los templos hindúes para crear el modelo de un mundo sagrado con él en el centro. Era su propio Monte Meru.

¿Nos encontramos ante una especie de blasfemia? Este tipo de planificación a base de mandalas cuadrados representando el mundo de los dioses estaba reservada para la construcción de edificios religiosos, con el dios o el rey divino ocupando el centro. Pero Kasyapa era un parricida y probablemente un individuo al tiempo siniestro y sensual, amante de la riqueza material y el poder. Sus ideas religiosas son difíciles de desentrañar, puesto que en Sigiriya se utilizó imaginería tanto budista como hinduísta. Se ha sugerido que el genial monarca pretendió emular en Sigiriya al legendario paraíso de Alakamanda, hogar del dios-demonio Kuvera, guardián de los tesoros de la tierra, y que se decía escondido en los Himalayas. De acuerdo con esta teoría, Kasyapa moraba en Sigiriya como una encarnación de Kuvera y gobernaba como un rey-dios, un concepto que, por supuesto, no recibió apoyo alguno por parte del clero budista y que en buena medida explica el por qué la fortaleza no fue posteriormente aprovechada por otros monarcas, mucho más influidos por la jerarquía religiosa. De hecho, Mogallana convirtió la roca en un monasterio y la devolvió a los monjes, quienes permanecieron aquí hasta el siglo XIV.

Descargó un fuerte pero corto chaparrón que nos acompañó hasta la escalinata de acceso al cuerpo principal de la fortaleza. Allí comenzaba una subida vertiginosa por diversos pasadizos excavados en la roca y colgando del vacío donde todavía se conservan algunas sorpresas, restos de la megalomanía de Kasyapa. Lo más destacado son sin duda las llamadas cortesanas de Sigiriya: una serie de eróticos frescos femeninos hábilmente pintados en un repecho interior de la pared rocosa. Originalmente fueron 500 doncellas con el pecho desnudo, de las que hoy, a causa de la erosión, sólo se pueden ver 18. Ya es un milagro que hayan conseguido sobrevivir desde el siglo V. Y su estado de conservación es sobresaliente, contándose entre lo más exquisito que existe del arte budista en el mundo. Superan a los frescos de Ajanta en la India y son consideradas las únicas pinturas no religiosas de Sri Lanka.



Pintados sobre yeso con colores terrosos, muestran seres gráciles exhibiendo sus pechos en perfecta armonía con las bandejas de frutas que ofrendan. De un tamaño algo menor del natural, las mujeres aparecen retratadas en diversas actitudes (sosteniendo una flor o abriendo sus pétalos, portando una bandeja de flores…), poses seductoras en parejas o en solitario y mostrando profusión de lujosa joyería, vestimentas y maquillaje. Son representaciones realistas por cuanto la técnica utiliza efectos de perspectiva y sombreado; pero también se percibe un claro factor de idealización puesto que es poco probable que hace 1.500 años las mujeres del Sri Lanka medieval tuvieran todas grandes pechos perfectamente formados, pequeñas caderas y cuerpos firmes y sugerentes. Estos frescos son una de las razones por las que se suele considerar Sirigiya como una especie de palacio del placer, tomando a esas mujeres como retratos de las damas de la corte, reinas, hijas, criadas o incluso concubinas. Pero parece evidente que no era el caso. Estas deliciosas mujeres son apsaras o ninfas celestiales en la mitología hindú, creadas durante la guerra librada entre los dioses y los demonios, el bien y el mal. Se pueden ver representaciones muy similares en el templo de Angkor en Camboya.

Las apsaras eran seres divinos, consortes de los dioses, los grandes héroes y los reyes. Tuvo que haber sido una visión magnífica la de esta franja de roca de 140 metros de anchura y 40 metros de altura delicadamente pintada y coloreada en la que 500 mujeres flotaban como ángeles a 100 metros del suelo. Semejante concepto parece responder más a un propósito religioso o espiritual que a algo meramente terrenal. Y esto último es especialmente importante por cuanto, como hemos dicho, este lugar fue durante mucho tiempo un monasterio budista y esta religión no ve con agrado el arte por el arte, ya sea pintura, danza o música. Resulta llamativo que tal despliegue de atractivas señoritas con los pechos desnudos, en su tiempo un desafío de Kasyapa al clero, consiguiera sobrevivir intacto a varios siglos de austeridad y celibato monacal.

Descendimos un trecho por la roca pasando por el Muro del Espejo, una pared cubierta de arcilla pulida que refleja como el cristal 1.500 años después de que fuera construida. A continuación llegamos al amplio repecho, a mitad de camino de la cima, conocido con el nombre de Jardines de la Terraza, desde los cuales se acomete el último tramo hasta la cumbre. Aquí se halla la Plataforma del León, una visión asombrosa: un par de enormes garras de león parcialmente talladas en la roca y completadas con una estructura de ladrillos deteriorada por siglos de viento y lluvias torrenciales. Sigiriya significa "montaña del león" y esta creación es el emblema de Kasyapa y su palacio. Originalmente estas garras se completaban con las patas del león y, entre ellas, una gran cabeza con las mandíbulas abiertas. Los visitantes que querían acceder al palacio debían subir las escaleras que atravesaban la boca del león rugiente, una imagen sobrecogedora de poder y majestad.

A partir de aquí, la escalera se estrechaba y se convertía en una estructura metálica angosta, sinuosa y aparentemente insegura que ha sustituido a la original que se anclaba en la roca. Mirábamos con envidia a los monos que se desplazaban por la pared vertical con asombrosa rapidez y sin un segundo de vacilación. Era trayecto sin duda no apto para personas propensas al vértigo o con los pulmones y las piernas poco preparados, pero cuya culminación, ochocientos escalones después, recompensa el esfuerzo realizado. A primera vista los restos de la fortaleza son escasos, tan sólo algunos cimientos, basamentos y muros derruidos. Pero son suficientes para evocar un mundo mágico que se alza sobre las nubes. Incluso a esta altura, el complejo contaba con baños, fuentes impulsadas por molinos de viento, estanques ornamentales, alcantarillado y mecanismos para enfriar el aire. El palacio tenía uno de los sistemas hidráulicos más ingeniosos y sofisticados del mundo: hace 1.500 años Kasyapa y su corte disfrutaban de comodidades asociadas con el siglo XX.


Caminé entre los fragmentos de muralla y los estanques -aún con agua, ahora rellenados por las lluvias- y contemplé la magnífica vista que se extendía en muchos kilómetros a la redonda incluso a pesar de la bruma y de la neblina que se levantaba desde el húmedo bosque, cuya alfombra esmeralda ocupaba prácticamente todo el paisaje dejando tan sólo espacio para alguno de los estanques artificiales que hace tiempo pasaron a ser naturales, y alguna colina cubierta de redondeados arbustos tan verdes como todo lo demás. La cima estaba barrida por unos bienvenidos vientos que nos refrescaban del calor tropical que reinaba al nivel del suelo, pero no debíamos demorarnos mucho. Las tormentas tropicales que tienen lugar cada tarde durante la estación húmeda no tardarían en comenzar y la cima de Sigiriya se convierte en un festival de rayos. Al bajar, pasamos por delante de otras ruinas -templos, quizá un salón del trono- y distinguimos en la oscuridad creciente una gran silueta de 15 metros de altura excavada en la roca. Nos acercamos para verla mejor y descubrimos que se trata de una cobra con su capuchón extendido, preparada para atacar. Debió ser un pequeño altar. ¿Servía quizá para proteger alguna imagen de Siva, el dios hindú de la fertilidad asociado con la cobra? ¿O quizá un Buda, puesto que algunas veces se le representa descansando bajo la caperuza de una cobra?

Sigiriya es, después de todo, un lugar espiritual, incluso aunque se incline hacia la sensualidad. Es una extraña, inseparable y egomaníaca mezcla de elementos militares, místicos, sexuales y sagrados. En la tradición hinduista, el sexo es parte de la vida, de la vida de los dioses, el medio a través del cual se celebra y se consuma la procreación. Quizá es este matrimonio entre lo sagrado y lo profano lo que nos puede poner en la pista para comprender el auténtico significado de Sigiriya, no simplemente la fortaleza de un tirano paranoico, sino el palacio de un gobernante que quiso hacer de su residencia un símbolo de su derecho al trono al tiempo que de su búsqueda espiritual. Su reinado fue breve, pero sus logros han perdurado quince siglos.
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miércoles, 12 de agosto de 2009

Drakensberg: las Montañas Nubladas (2ª parte)



Una vez atravesado el parking situado al inicio del sendero que se dirige hacia la garganta, accedemos a un fantástico entorno protegido por un frondoso y refrescante bosque húmedo, del tipo que se puede ver en Nueva Zelanda o algunas zonas de Escocia, en donde helechos y líquenes son los reyes. Charcos, arroyuelos, cataratas y no pocos barrizales indicaban que nos hallábamos en una zona sometida a intensas precipitaciones. La cadena de las Drakensberg ejerce una intensa influencia sobre las condiciones meteorológicas de todo el país. Se comporta como una especie de canalizador de las lluvias que provienen del océano Índico. En ella descargan las nubes, creando una franja de bosque entre las montañas y el mar que se asienta sobre tierras bien regadas y fértiles. Al oeste de las Drakensberg, el país es considerablemente más árido y cuanto más nos alejamos hacia el norte de las montañas el paisaje va evolucionando, primero hacia la sabana, y luego hasta el desierto del Karoo o del Kalahari, donde las temperaturas llegan fácilmente a los 40º durante el verano. Las Drakensberg son una de una de las pocas regiones del África austral donde las precipitaciones anuales superan los 1.400 mm, con una escorrentía mayor debido al deshielo de las nieves invernales. En realidad, los ríos permanentes más importantes de Sudáfrica nacen en esta cordillera o en sus estribaciones, entre los cuales destacan el Orange, el Vaal, el Tugela, el Pongolo, el Usutu y el Letaba.

Por el momento, sin embargo, el sol castigaba con fuerza los tramos de sendero que abandonaban el frescor vegetal –donde descansaban y tomaban nuevas fuerzas los grupos de senderistas- y que serpenteaban por las laderas del arrugado y cada vez más accidentado relieve. Seguíamos las colinas que esculpían un fantástico valle que desembocaba a nuestras espaldas en una ondulada llanura y cuyo origen, todavía escondido, era nuestro destino. Por el fondo del valle y discurriendo cada vez a mayor profundidad discurría el Tugela. Lo habíamos conocido como una cinta de agua cristalina y cantarina, pero a medida que lo remontábamos y las paredes rocosas lo encerraban, su rumor se volvía más sordo y violento. Aunque el parque es famoso sobre todo por su flora más que por su vida salvaje, tuvimos ocasión de ver desde muy cerca a magníficas aves de presa deslizarse entre las corrientes de aire que recorrían los valles cercanos al Anfiteatro.


Un par de horas después, el camino comenzó a estrecharse con rapidez a medida que se encajonaba entre dos paredes verticales cuyos límites escondía la vegetación. El barro, las raíces y los troncos de los árboles entorpecían la marcha y descorazonaban a los caminantes menos preparados, que decidían dar media vuelta. En un momento determinado, un ramal del río cortaba el camino y obligaba a vadear la corriente haciendo equilibrios sobre ramas y piedras. Tras sortear este obstáculo, nos encontramos con la garganta, The Gorge, un impresionante cañón de asombrosas paredes y que, a medida que nos internábamos en él, iba estrechando sus márgenes hasta que el río que discurría por su centro apenas dejaba espacio en las orillas. Era un terreno difícil, con un suelo cubierto de cantos rodados de variadas dimensiones que iban desde el tamaño de una uña hasta el de un camión, todos intensamente pulidos por la acción de un torrente caprichoso que podía tornarse violento y destructor a tenor de las marcas que el agua había dejado en todos los elementos del paisaje. Los ecos cobraban aquí una extraña sonoridad, apagados por el murmullo del agua al saltar por entre rocas y desniveles.

Las cosas comenzaron aquí a ponerse difíciles. Vadeamos el río dos veces, tarea nada fácil porque a la gélida temperatura del agua había que sumar un lecho áspero compuesto de piedras y cantos rodados que no sólo hacían complicado caminar y mantener el equilibrio sino que se clavaban en las plantas de los pies. Más de uno acabó a cuatro patas en mitad de la corriente, empapando las botas que acarreaba atadas por los cordones al cuello y la comida que portaba en su mochila. Hubo que seguir cruzando el río varias veces siguiendo el mismo ritual: quitarse las botas y los calcetines, atarse el bulto alrededor del cuello, cruzar como mejor se pudiese tratando de no acabar completamente empapado, llegar a la otra orilla y volver a calzarse con los pies mojados, puesto que no nos deteníamos lo suficiente como para dejar que se secasen al aire.

Observamos con inquietud cómo el cielo se iba cubriendo con unas nubes que no presagiaban nada bueno, pero pronto la ascensión nos llevó hasta una escalera de cadenas cuyo tramo superior quedaba ya envuelto por las brumas. Desde el borde de los farallones del anfiteatro, de 850 metros de altura, uno adquiere conciencia de la propia pequeñez. Forman una maciza herradura rocosa semioculta por los frecuentes y cambiantes bancos de nubes. En los valles y laderas que habíamos dejado atrás ya estaba lloviendo, revitalizando los arroyos de montaña y alimentando los prados cubiertos de pequeñas flores. Disfrutamos un rato del bello paisaje en continua transformación antes de descender y sumergirnos en la tormenta.


El tiempo en lo alto de las crestas de las Drakensberg puede ser violento y traicionero: tormentas de proporciones épicas descargan de repente envolviendo los picos en una cortina de lluvia que el viento convierte en una embestida violenta. En los meses más fríos la nieve domina el paisaje, pero sólo los escaladores y los senderistas más intrépidos llegan a sufrir esos fenómenos extremos. Los visitantes como nosotros se limitan a caminar por las estribaciones, donde el clima permanece más contenido, aunque, como vimos, igualmente caprichoso. Truenos, rayos, relámpagos y lluvia nos acompañaron durante buena parte del trayecto. Cuando llegamos al camping unas horas después, cansados y ansiosos por disfrutar de una ducha caliente y una cena alrededor de la hoguera, lucía de nuevo el sol.


Para aquellos cuyos intereses tengan que ver más con el arte y la historia que con la naturaleza, el Parque Nacional Royal Natal también cuenta con lugares de interés. Pinturas y petroglifos adornan las paredes rocosas de los alrededores, testimonio de la antigua presencia humana en estos parajes. Los bosquimanos habitaron en muchos lugares de las tierras altas de las Drakensberg: entre las cavernas y saledizos, estos nativos encontraron protección tanto de los elementos como de los ataques de congéneres más belicosos. Las montañas eran su hogar ideal, con acceso fácil al agua y a la caza. Uno de los sitios más sugestivos es la Garganta de Ndedema, que significa “lugar del trueno” en la que 17 “galerías” contienen más de 4.000 pinturas, muchas de calidad excepcional. Solamente una de las cavernas alberga más de 1.100 representaciones.

Antes del advenimiento de la Sudáfrica moderna, esta región del mundo era una especie de isla separada del resto del continente. Su localización geográfica a los pies de una masa continental gigantesca e inexplorada condicionaban las interacciones entre los habitantes de esta zona y el resto del mundo. Pero esto no quiere decir que no las hubiera. De hecho, se produjeron incesantes movimientos migratorios del norte hacia el sur.

Los restos humanos más antiguos del mundo han sido descubiertos en Sudáfrica. Algunos paleoantropólogos sugieren que el ser humano se originó en África meridional hace unos 115.000 años. Se estima que los bosquimanos o San han residido en las regiones costeras occidentales con anterioridad al primer milenio antes de Cristo. Estos grupos vivían en comunidades pequeñas, de 20 a 80 individuos, deteniéndose en su nomadeo cuando encontraban suficiente comida y agua en la zona. Entonces, establecían derechos temporales sobre la región y cuando agotaban sus recursos, bien por el cambio de la temporada climática o bien porque los agotaban, levantaban el campamento y continuaban buscando comida en otra parte.

Pequeños en estatura pero físicamente muy fuertes y resistentes, estos cazadores recolectores vivían así una existencia nómada, sin establecerse demasiado tiempo en ningún sitio. Construían sus refugios a partir de plantas o bien se asentaban en cuevas. Vestían pieles de animales y su dieta comprendía raíces, plantas, insectos, pescado y caza. Ésta última se llevaba a cabo usando lanzas y flechas envenenadas. La propia naturaleza de su existencia implicaba que los San se enfrentaban a periodos difíciles de hambre y sequía intercalados con otros de abundancia. Una vida difícil en la que los lazos parentales eran débiles y los niños aprendían a valerse por sí mismos desde pequeños. Los viejos y enfermos eran abandonados si no podían mantener el ritmo de marcha del grupo. La comida y provisiones eran de propiedad comunal y el número de individuos se adaptaba a las disponibilidades de recursos en cada momento.

La cultura San estaba basada hasta cierto punto en la mitología que había ido transmitiéndose de generación a generación y que se conservaba de manera oral y en las pinturas de las cavernas. Las más viejas de estas representaciones pictóricas han sido datadas en una antigüedad de 70.000 años. Los pigmentos se fabricaban con polvo mineral fijado con grasa. Son pinturas simples y directas, mucho más antiguas que las que se han encontrado en Europa. No cumplían solamente una función decorativa sino que tenían una significación espiritual como puertas de entrada al mundo de los espíritus.


Hacia el siglo XVI de nuestra era, la forma de vida de los San permaneció inalterada por influencias exteriores. A partir de ese momento comenzaron a aparecer prácticas de pastoreo y agrícolas que implicaron la fijación de la población a la tierra por parte de otros grupos étnicos que habían ido llegando a la región. Por supuesto, los conflictos por el uso de la tierra no tardaron en aflorar pero los San, careciendo de armas para hacer valer sus reclamaciones, acabaron poco a poco arrinconados en los parajes más inhóspitos del desierto del Kalahari, en Botswana, donde continúan hoy día.
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lunes, 3 de agosto de 2009

Drakensberg: Las Montañas Nubladas (1ª parte)


J.R.R.Tolkien nació en Bloemfontein, Sudáfrica, y dicen que cuando escribió El Señor de los Anillos, a la hora de hora de crear uno de los parajes más evocadores de su libro, las Montañas Nubladas, la hostil e infranqueable barrera montañosa en cuyo interior se escondían las siniestras minas de Moria, se inspiró en un recuerdo de su niñez. El modelo que utilizó el famoso escritor tiene también un nombre de fantasía: Las Montañas del Dragón, Drakensberg en lengua afrikaner. Estas montañas de perfil áspero y cumbres a menudo ocultas tras la bruma, están situadas al sudeste de Sudáfrica, separando el gran país africano del pequeño reino montañoso de Lesotho.

Mientras conducíamos por las rectas carreteras de la provincia de Kwazulu-Natal nos acompañaban unos cielos cubiertos de amenazadoras nubes cuya lluvia, por el momento, se contentaba con descargar en los lejanos picos que se alzaban sobre el horizonte. El paisaje era llano, alternando el amarillo de los cultivos con el verde intenso de los campos silvestres extendiéndose en un bordado multicolor de tonos cambiantes. Bordeamos la tormenta, escapando de ella al tiempo que contemplábamos cómo el chaparrón formaba una cortina de tonos púrpura que unía la tierra con el cielo a muchos kilómetros de distancia. De vez en cuando, el manto de nubes se abría permitiendo divisar el brillante azul del cielo. A través de esas ventanas celestes la luz del sol se filtraba, iluminando grandes parcelas de terreno en una estampa casi religiosa.

Una hora después, nuestra visión quedaba totalmente absorbida por la imponente muralla rocosa de las montañas Drakensberg, un farallón rocoso de formas bruscas y agresivas que se asemejaba a las murallas de una fortaleza. Los zulúes llaman a estas montañas uKhahlamba, "barrera de lanzas". Ambos nombres son igualmente gráficos aunque yo me quedo con el primero, más sugerente y menos belicoso. Y la verdad es que se trata de un paisaje que parece directamente extraído de un cuento de hadas, con cascadas que caen desde lo alto de las paredes rocosas, bosques que cubren laderas y valles y arroyos de aguas cristalinas que descienden de cumbres ocultas por un velo de nubes… Esta cordillera, cuya longitud supera los mil kilómetros, rodea al reino independiente de Lesotho como si fuera una especie de ciudadela fortificada. Fue su inusual localización lo que permitió a sus habitantes resistir los embates de los afrikaners y mantenerse alejados del perverso régimen del apartheid. La sección oriental y nororiental de estas elevaciones despliegan una belleza especial que les ha merecido su calificación como Parque Nacional.

Mount-aux-Sources es una enorme montaña que se alza 3.048 metros sobre el nivel del mar en el extremo norte de la cordillera. Una de sus caras mira hacia las colinas del Estado Libre de Orange mientras la otra lo hace hacia las llanuras de KwaZulu-Natal. Su nombre, que significa “montaña de manantiales”, se lo debe a dos misioneros franceses, los reverendos Daumas y Arbousset, que llegaron aquí desde el oeste en 1836, la época en la que la vanguardia boer se ponía en marcha hacia el este a la búsqueda de nuevas tierras. Intentaban atravesar las formidables montañas de Lesotho hasta alcanzar la vertiente de KwaZulu-Natal, donde observaron un inusual número de manantiales que daban origen a arroyos y ríos. La cara oriental del Mont-aux-Sources tiene forma curva y cuando se contempla desde abajo, se asemeja a un anfiteatro –de hecho, ése es el nombre que recibe-. Sobre su cresta se desploma el río Tugela en una serie de espectaculares cascadas, una de las cuales tiene nada menos que 183 metros. Las reservas y las zonas agrestes se suceden una tras otra sin que apenas exista separación alguna y la mayoría forman parte del más amplio Parque Drakensberg.

Thabantshoyana, de 3.482 m de altura, constituye la cumbre más alta y está situada justo en la frontera con Lesotho; otras cimas son Giant´s Castle, Cathedral Peak, Cathkin Peak, Champagne Castle y la ya mencionada Mont-aux-Sources. Son imanes para los turistas, que vienen de lejos para intentar subir a los picos, explorarlos a pie o a caballo, disfrutar de las vistas y el limpio y saludable aire de la montaña y deleitarse con los ríos cristalinos, la nieve de las laderas más altas y la diáfana amplitud de este bello territorio.

El camping Mahai, en el Royal Natal National Park, estaba a rebosar y no resultó fácil encontrar un hueco para nuestro vehículo. Era Semana Santa y el parque nacional, popular incluso fuera de fechas destacadas del calendario, recibía ahora a numerosas familias que acudían a gozar de unos días de descanso en un relajante entorno natural. Uno de los campistas nos contó que venía todos los años al menos en dos ocasiones y que el tiempo era totalmente impredecible, siendo frecuentes los chaparrones. Su afirmación quedaba demostrada por la humedad reinante en el suelo: el césped estaba totalmente empapado y a pesar de que por la noche las temperaturas bajaron, la única manera de moverse por los alrededores era con sandalias si se quería evitar el acabar con las zapatillas de deporte empapadas. De todas formas, se trataba de un camping magníficamente emplazado: una hondonada cerrada por el sur por los impresionantes acantilados rocosos y con abundantes y frondosos árboles que la protegían del calor durante las horas centrales del día. A pesar de que tras el espectacular ocaso las estrellas quedaron veladas por amenazadoras nubes en cuyo interior se libraba una batalla de truenos, relámpagos y rayos, la ira de los cielos no se decidió a caer sobre nosotros y la noche transcurrió seca y tranquila.
A las seis de la mañana salimos de las tiendas para encontrarnos un día espléndido. Un par de horas después, tras un lento y abundante desayuno, comenzamos una de las caminatas más recomendables del parque. Las 7.400 hectáreas del Parque Nacional Royal Natal, que recibe su apelación de Royal desde que la familia real británica visitó la zona en 1947, constituyen una gran superficie de prados ondulados, paredes y riscos de agreste belleza. Existen múltiples posibilidades pero el destino que nosotros elegimos fue un lugar llamado The Gorge, una garganta rocosa por cuyo interior discurría un río bravo y de difícil vadeo. La caminata supondría un total de 22 km, a los que habría que sumar los cinco kilómetros de carretera asfaltada que separaban nuestro camping del inicio de la senda.



Ese primer tramo, sin sombra y por asfalto, fue la parte más aburrida del trayecto aunque hallábamos cierta compensación en la fantástica vista que nos ofrecía el entorno: en cualquier dirección a la que se dirigiera la mirada sólo se veía un manto verde interrumpido por la serpiente plateada de un río de montaña, el Tugela, que descendía del gran anfiteatro rocoso que se levantaba desafiante a cierta distancia delante de nosotros. La vista es tan bella y espectacular que ha pasado a formar parte de los folletos y reportajes sobre el país, un icono turístico repetido una y otra vez. Sobre la parte superior del anfiteatro rocoso comenzaban a acumularse las nubes, provenientes de Lesotho y detenidas por el obstáculo pétreo. Poco a poco, enormes masas algodonosas iban rebosando el muro y condensándose en las alturas, anunciando con su oscurecimiento, del blanco al azul índigo, un empeoramiento del tiempo al cabo de unas horas.
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