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lunes, 20 de diciembre de 2010

Schönbrunn: el corazón de un imperio



Viena es una de las capitales más pequeñas de Europa, pero lo que le falta en tamaño le sobra en esplendor imperial. Y es que durante casi siete siglos, desde 1278 a 1918, la dinastía de los Habsburgo dirigió desde aquí uno de los más ilustres imperios de la Historia.

Como ha sucedido siempre, la arquitectura ha sido uno de los instrumentos preferidos de reyes y emperadores para manifestar al mundo su poder. Y el más perdurable legado de los Habsburgo fue el barroco, un estilo que se adoptó tardíamente en Austria debido a la catastrófica guerra de los Treinta Años, en la que cristianos y protestantes enarbolaron la religión como excusa para un conflicto que tenía mucho que ver con el poder territorial y económico. Tras la Paz de Westfalia (1648), el Sacro Imperio Romano Gérmánico quedó dividido, confesional y políticamente, en casi trescientos pequeños territorios. El emperador residía en Viena y ostentaba formalmente tal título, pero su poder efectivo no se extendía más allá de los dominios tradicionales de la familia Habsburgo.


Austria, a pesar de los duros tiempos que acababa de vivir, entraba en su época dorada. Los turcos, que amenazaban con invadir el centro de Europa, fueron detenidos y obligados a firmar el Tratado de Karlowitz en 1699, en virtud del cual cedieron Hungría y la soberanía sobre Transilvania (territorios a los que en 1718 se incorporaría Temesvár, parte de Valaquia, de Bosnia y de Serbia). A principios del siglo XVIII, tras la firma del Tratado de Utrecht-Rastadt, que puso fin a la guerra de Sucesión española a favor de Felipe de Anjou, Austria recibió los Países Bajos, el Milanesado, Nápoles y Cerdeña.

En este nuevo periodo de auge y orgullo imperial, una vez superadas las consecuencias de las diferentes guerras y conjurada la grave amenaza de la expansión otomana, los príncipes quisieron reafirmar su valía mediante la construcción de palacios y jardines. Y el emperador Habsburgo, Leopoldo I, no se quedó atrás. Un siglo antes, en 1569, Maximiliano II se hallaba cazando en los bosques de los alrededores de Viena cuando encontró un riachuelo. Tras beber un sorbo de agua, dijo: “schönbrunn”, que significa, “hermoso manantial”. Le gustó tanto el lugar que construyó una cabaña de caza cerca de allí.

El pabellón resultó destruido durante el asedio turco de 1683. Leopoldo I encargó en 1696 a Johann Bernhard Fischer von Erlach el proyecto de una nueva y lujosa residencia de verano. Este arquitecto, entonces en la cúspide de su fama, era una de las figuras prominentes en el desarrollo del barroco austriaco. Tras un largo periodo de formación en Italia, Fischer regresó a Austria en 1687, justo a tiempo para la ambiciosa recuperación arquitectónica de la posguerra. Sus trabajos para príncipes y nobles le llevaron a entrar en el ámbito de la corte imperial, convirtiéndose en el tutor del hijo del emperador y futuro José I.

Así, el mismo año en que recibió un título nobiliario (agregando a su apellido el “von Erlach” final)
Fischer presentó un proyecto que pretendía ensalzar como nunca antes el poder de su patrocinador. En su primer diseño dio rienda suelta a sus fantasías hasta tal punto que, de haberse llevado a cabo sus planes, Versalles hubiera parecido un palacete de provincias. El inmenso palacio, siguiendo el gusto medieval, se iba a construir sobre la colina de Schönbrunn, en las afueras de Viena. La entrada, entre dos réplicas de la columna de Trajano de Roma, daría paso a un gran espacio abierto dedicado a los torneos y rodeado por estanques con fuentes. Detrás, habría unas terrazas a las que se ascendería mediante rampas hasta lo alto de la colina, desde donde el palacio lo dominaría todo en un claro símbolo de la monarquía absoluta basada en el derecho divino.

Sin embargo, las arcas de los Habsburgo, tras años de guerras, no estaban en condiciones de soportar el coste de semejante delirio y von Erlach hubo de rebajar sus aspiraciones y presentar un segundo y más modesto diseño que, este sí, fue llevado a cabo, - aunque en terreno llano y al pie de la colina-, finalizándose alrededor de 1711. Puede que el resultado final fuera sólo un fragmento de lo que Fischer soñara, pero sigue siendo un edificio grandioso para los estándares normales, con una fachada que recuerda a Versalles, el salón principal en el centro y dos alas laterales, una para el emperador y otra para la emperatríz, alrededor de un gran patio con dos fuentes.

Leopoldo no llegó a ver su residencia de verano completada. Su sucesor, Carlos VI tenía otras preocupaciones más apremiantes, como la posible extinción de la dinastía ante la falta de un heredero varón. Carlos ofreció todo tipo de concesiones a las potencias europeas, territorios incluidos, a cambio de que aquéllas reconocieran la Pragmática Sanción, en virtud de la cual su hija María Teresa se convertiría en emperatríz. Cuando Carlos murió en Viena en 1740 tras ingerir unas setas venenosas dejó atrás un desolador panorama de deudas, ruina financiera y desastrosa moral en el ejército, que los contemporáneos interpretaron como el final de los Habsburgo.

Viendo la debilidad de la institución imperial, el resto de las potencias europeas, Prusia, Francia,
Inglaterra, Rusia, España... ignoran sus compromisos con el difunto Carlos y avanzan sobre Austria para hacerse con su trono. Pero María Teresa, la primera mujer que lleva la corona de los Habsburgo, reacciona con serenidad. Arenga a los desmoralizados generales con un discurso como no han oído en generaciones y conduce personalmente a las tropas hasta el campo de batalla. Aunque la guerra se prolongará durante años, la emperatriz contiene la invasión y se afianza en el trono. Como prueba de su poder y determinación, decide renovar y ampliar el palacio de verano de su familia, Schönbrunn.

El elegido para el proyecto fue Nikolaus Pacassi, quien entre 1744 y 1749 se encargaría de introducir en el edificio el estilo rococó, añadir nuevas alas y un cuarto piso. El exterior se pintó de amarillo, el color favorito de la emperatriz que a partir de ese momento pasaría a estar asociado con la familia imperial, embelleciendo muchos de sus edificios.

Schönbrunn se convierte en la residencia favorita de la reina. Entre sus paredes pasa los primeros días de lucha sangrienta en defensa de su reino. Y, por fin, en 1748, una tregua en el campo de batalla le da la oportunidad al renovado palacio de convertirse en protagonista y llevar a cabo la misión que cualquier edificio imperial ha soñado con cumplir: impresionar con el poder de su dueño a todo el que se acerque a sus puertas. Efectivamente, los delegados de las potencias europeas llegan a Viena esperando encontrar un reino destruido y asfixiado por la guerra. Pero lo que contemplan les confunde tanto como decepciona: la capital se ha convertido en una gran ciudad y Schönbrunn luce magnífico, renovado y rodeado de unos jardines exquisitamente cuidados que contradicen el rumor de un imperio en decadencia.

Si los negociadores sospecharon que la magnificencia de Schönbrunn se reducía a la fachada, al entrar no dan crédito a lo que ven. Sólo visitan un puñado de las 1.500 habitaciones del palacio, pero la ornamentada riqueza se despliega a base de sedas persas y chinas, paneles de maderas exóticas y kilómetros de adornos rococó finamente tallados.
La disposición interna supera los estándares del barroco europeo: la Gran Galería, con un asombroso techo pintado, enormes candelabros y suelo con incrustaciones; la Sala de los Espejos; la habitación Vieux-Lacque, decorada con una combinación de rococó austriaco y paneles lacados en negro procedentes del este de Asia; o la Sala del Millón, llamada así por el coste de los marcos de oro, los revestimientos de madera de palisandro taraceada con 260 miniaturas indias sobre vitela, y las pinturas de seda que la decoran; su precio, un millón de florines, equivalía a cincuenta veces los ingresos medios de un austríaco en toda su vida.

Los delegados se sienten impresionados e inquietos. Semejante despliegue les indica claramente que la guerra podría prolongarse de forma indefinida. Los consejeros de la reina les ofrecen la Sala Circular China para que puedan deliberar en privado, ignorantes de que sus redondeadas paredes transmiten el más leve de sus susurros hasta una puerta oculta donde el canciller de la reina escucha atentamente. La combinación de espionaje y ostentación da resultado. María Teresa consigue un tratado por el que no sólo se la reconoce como heredera legítima al trono de los Habsburgo, sino que recupera los territorios perdidos durante la guerra. Ha comenzado la época más gloriosa del Imperio, y todo ello gracias a la inteligencia y fortaleza de una mujer… y a su palacio.

Maria Teresa aún reinaría treinta y dos años más, todos ellos desde Schönbrunn. Llevó a cabo reformas administrativas, legales, políticas, económicas, financieras y monetarias, convirtiendo Austria en una monarquía absoluta con un gobierno centralizado. Su devoto marido, Francisco I, aunque emperador nominal, siempre estuvo supeditado a la autoridad de su mujer. Su papel, no obstante, fue fundamental en otros ámbitos: apoyó y financió las industrias manufactureras, las artes y las ciencias, poniendo las bases de un legado cultural que aún perdura.

María Teresa gobierna la vida de Schönbrunn y su ejército de sirvientes y trabajadores como si fuera un reino en miniatura. Y lo hace como Europa no ha visto antes. No sólo emperador y emperatriz comparten cama –algo poco usual en la realeza de entonces-, sino que en sus lujosos
salones se estrenan nuevos bailes. Uno de ellos, en el que los componentes de la pareja danzan abrazados causa un particular escándalo: será conocido como vals. La reina es también una gran aficionada al teatro y encarga la construcción de uno al sucesor de Pacassi, Johann Ferdinando von Hohenberg, de estilo rococó tardío. La corte disfruta en este entorno de representaciones dramáticas y óperas. Haydn desarrollará aquí la música sinfónica y en las salas del palacio un niño prodigio, Wolfgang Amadeus Mozart, avergüenza a su padre cuando, tras terminar su interpretación, en lugar de hacer una reverencia salta al regazo de la emperatriz.

El futuro de los Habsburgo parece asegurado. El matrimonio engendrará dieciséis hijos. La
preferida y más consentida de todos era María Antonieta. Nadie podía pensar que un día, en un futuro no lejano, su malcriada hija llegaría a poner en peligro el imperio. Ella y sus hermanos contaban con un privilegiado patio de juegos: las ciento sesenta hectáreas de jardines y bosques que rodeaban el palacio, una combinación del estilo formal francés con las laderas en terraza típicamente italianas: parterres de flores dispuestos geométricamente, setos tan altos como un edificio de tres plantas y meticulosamente podados en variadas formas, hileras de árboles perfectamente alineados y construcciones y fuentes dispersas por el conjunto… todo contribuye a construir una atmósfera irreal de País de las Maravillas. En esos jardines, Francisco enseña a sus hijos botánica, mitología e incluso zoología: para ellos crea en 1752 uno de los primeros zoos de Europa, enviando expediciones por todo el continente que regresan cargadas de exóticos animales que toda la ciudad viene a admirar.

Pero Schonbrünn, como tantos edificios imperiales, no sólo vio pompa, desfiles y risas. En 1765, Francisco, el querido marido de María Teresa, su principal colaborador y consejero, fallece. Y, con él, no sólo acaba la breve edad dorada del Imperio sino, hasta cierto punto, la vida de María Teresa. Hundida en una profunda depresión, su salud empeora, come en exceso y pasa la mayor parte del tiempo encerrada en sus habitaciones. Dedica todas sus energías a asegurar el porvenir de la dinastía: nombra a su hijo José corregente y casa a Maria Antonieta con su antiguo enemigo, el rey de Francia. Gran error. La caprichosa joven austriaca provoca rechazo tanto en la corte como en el pueblo franceses. Estalla la revolución y la plebe captura a los desconcertados monarcas. Lo último que ve aquella niña que jugaba despreocupadamente con su padre en los jardines de su nunca olvidado Schönbrunn, será la ensangrentada hoja de la guillotina. Pero esa tragedia es algo que ya no habría de sufrir su madre. En 1780, María Teresa contrae un resfriado y muere en el palacio de Schönbrunn.

Del turbulento caos de la Revolución Francesa surgirá un inesperado inquilino del palacio vienés: Napoleón Bonaparte. En 1804, sus ejércitos se adueñan de Europa, toman Viena y llegan a las puertas de Schönbrunn, donde el emperador francés residirá de 1805 a 1809. Su relación con Austria no se limitará al campo de batalla. En marzo de 1810 contrajo matrimonio con Maria Luisa en un intento de ponerse a la altura de las principales casas reales del continente. Su interesado parentesco con la realeza no le salvará cuando sus rivales monárquicos tomen el poder y le expulsen de Francia. Los Habsburgo respiran tranquilos. Desconocen que los días de su imperio están contados.

Pasan los años y la vida se normaliza en Viena. En 1848, Francisco José sube al trono. Junto a su esposa y reina, la bella Sissi, hacen la pareja más romántica de Europa. En las fiestas que celebran en los salones de Schönbrunn cautivan con su carisma y estilo a nobles y plebeyos, monarcas y generales. Durante un tiempo, el palacio revive la época dorada de María Teresa, recobrando su papel de centro de poder. Francisco José, como en su día hizo su antepasada, rompe moldes. Trabaja solo en una oficina espartana en lugar de rodeado de consejeros y colaboradores y dedica largas jornadas, desde el alba al anochecer, a las cuestiones de Estado, recibiendo dignatarios y ministros y llevando a cabo reformas políticas y militares.

Sin embargo, en este caso, el matrimonio modelo sí era más fachada que realidad. Sissi se siente
infeliz y atrapada. Pasa cada vez mas tiempo practicando sus dos pasiones: la equitación y las cacerías, ausentándose del palacio periodos más y más largos hasta que apenas se la ve por allí. Los rumores amargan aún más la situación familiar, pero el emperador nunca perderá la esperanza de que su esposa regrese. Construye en 1882 un gran jardín botánico cubierto por una telaraña de acero que se extiende casi 3.000 metros cuadrados. Como sus antepasados, Francisco es un aficionado a la botánica y pasa largas horas en el invernadero tratando de conseguir en ese retiro algo de serenidad.

El emperador contempla como su familia primero y su imperio después, se derrumban a su alrededor. En 1889, el príncipe Rodolfo mata a su esposa en un arrebato de locura y después se suicida. Pocos años más tarde, la adorada reina Sissi, sola y confusa, es asesinada en Ginebra. En 1914, el sobrino y heredero del rey es asesinado en Sarajevo. Es el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Europa está en ruinas, Austria destrozada por la guerra y el Imperio que encabezaba Francisco José, deshecho y sumido en el caos. El envejecido emperador se retira a Schönbrunn, donde su muerte marca el fin de los Habsburgo. Su sucesor de breve reinado, Carlos I, abdica en 1918 en el Salón Chino Azul del palacio, renunciando al poder y a la propiedad sobre Schönbrunn, que aquel mismo año abrirá sus puertas al público.

Hoy, miles de turistas acuden a Schönbrunn para visitar uno de los palacios barrocos más
espléndidos y suntuosos de Europa central, pasear por sus jardines y admirar la fina decoración y armonía de sus habitaciones. Pero Schönbrunn no es solo uno de los proyectos más grandiosos de la historia de la arquitectura y un fino ejemplo de rococó austríaco. Fue, como hemos visto, escenario y protagonista de dramas familiares, intrigas políticas, ambiciosos planes que cambiaron la historia de Europa, lugar de nacimiento y muerte de emperadores e imperios. Y, sobre todo, símbolo y legado de una dinastía extinta hace ya casi cien años, pero cuya lucha contra el tiempo, la desgracia y la muerte, le ganó un puesto imperecedero en la historia de Europa.
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sábado, 11 de diciembre de 2010

Parlamento de Londres - Símbolo del imperio


A lo largo de los siglos, los arquitectos han buscado la inmortalidad, para ellos y para sus obras, introduciendo en los edificios y monumentos que construían innovaciones estructurales, nuevos materiales o formas llamativas. A menudo incomprendidos en su época, su talento y esfuerzo sólo fue apreciado con el transcurrir del tiempo. El grandioso Palacio de Westminster, sede del Parlamento británico, logró plenamente ese objetivo de continuidad adoptando una perspectiva totalmente diferente: regresar al pasado.

Un edificio como el Palacio de Westminster debe cumplir una doble función: por una parte, ha de servir como entorno en el que desempeñar eficazmente las tareas parlamentarias; por otra, debe simbolizar de forma apropiada la identidad colectiva de los administradores de la nación. Estamos muy familiarizados con esta última misión y prueba de ella es que no tenemos problema alguno en reconocer el edificio como una de las imágenes características de Londres y, por extensión, Inglaterra; pero sabemos menos acerca de su organización interna, compleja pero muy racional gracias a que fue diseñado con vistas a las actividades que se iban a desarrollar en su interior.

El emplazamiento de Westminster tiene una larga tradición como sede del gobierno inglés. En el año 1040, Eduardo el Confesor construyó aquí un palacio, en lo que entonces era una isla, Thorney Island, formada sobre tierra pantanosa por la acumulación de tierra extraída de zanjas excavadas en la orilla del río. Muy cerca estaba la abadía de San Pedro. Se establecia así entre los dos centros, el religioso y el político, un vínculo físico y espiritual que mantendría su vigencia hasta el siglo XVI. En 1066, Guillermo de Normandía conquista Inglaterra y establece en Westminster su residencia. El lugar no era sino un burgo campesino alejado de las murallas de Londres. Su decisión vino motivada por su deseo de avenirse con los nobles locales, garantizando la independencia de la ciudad. Aún habrían de pasar siglos hasta que la ciudad de Londres absorbiera el palacio y lo integrara en su estructura urbana.

La gran sala de Westminster Hall, de 1.500 m2, añadida por el rey Guillermo (y única estructura de aquel edificio que ha llegado hasta nuestros días) fue en su día la estancia más grande de Europa. Siglos después su techo se recubrió con vigas de madera de roble sin soportes intermedios, una hazaña de ingeniería que aún hoy sigue desconcertando a los arquitectos. Durante toda la Edad media, el complejo fue ampliado con capillas, criptas, colegios canónicos y salas diversas hasta que en 1513, el palacio fue pasto de las llamas. En lugar de reconstruirlo, Enrique VIII decidió edificar uno nuevo en Whitehall más acorde con los gustos de la época.

En 1547, aunque el lugar era en su mayor parte un montón de ruinas renegridas, los Comunes se
instalaron en la capilla de St.Stephen y los Lores en una sala situada en los antiguos aposentos de las reinas. Así, de residencia real, el lugar pasaba a convertirse en sede del Parlamento que actuaba como contrapeso al monarca. El incendio que arrasó el lugar en octubre de 1834 hizo imperativo la construcción de una nueva sede parlamentaria. El fuego llegó justo a tiempo. Las instalaciones del antiguo palacio ya no eran las adecuadas para albergar a una institución que se había convertido en el centro de un imperio comercial que dominaba los mares de todo el mundo. Se habían llevado a cabo remodelaciones y ampliaciones, pero el gusto por la tradición había impedido abandonar los antiguos edificios a favor de nuevas construcciones de corte neoclásico, el movimiento imperante a comienzos del siglo XIX.

Así pues, se organizó un concurso para elegir un proyecto cuyo principal requisito según el pliego de condiciones era ajustarse al estilo gótico o nuevo isabelino. ¿Por qué esta elección? Al fin y al cabo, por aquella época, las sedes gubernamentales y legislativas de otras naciones (desde el Capitolio de Washington a las Cortes de Madrid), seguían muy de cerca el Clasicismo. ¿Por qué en Londres se optó por un estilo medieval que había dejado de utilizarse hacía siglos?

En la decisión de los británicos pesó probablemente el lógico deseo de no desentonar con la cercana abadía de Westminster o con la joya superviviente del antiguo palacio, Westminster Hall. Pero también hubo algo más. Como hemos apuntado más arriba, el simbolismo de un edificio gubernamental es independiente de la racionalidad del diseño y su idoneidad como sede de la política nacional. Como en el caso del Clasicismo, la intención era evocar un pasado lejano como forma de demostrar la continuidad de la civilización a lo largo de las eras. El estilo gótico se desarrolló en las catedrales cristianas del norte de Europa, por lo que se veía como más “nativo” que la alternativa más obvia, el clasicismo, con raíces en la Grecia pagana e importada gracias a los invasores romanos. Así, la arquitectura pretendía alinearse con una idea concreta y profundamente enraizada de la identidad británica, recordando la época dorada de Los Tudor y la fundación de las libertades inglesas. Ese simbolismo sigue funcionando por muchos cambios sociales y culturales que hayan tenido lugar desde que el edificio se construyó.

En enero de 1836, se anunció la elección de Charles Barry como arquitecto al frente del proyecto. Aunque Barry, cuyos viajes por el Mediterráneo y Próximo Oriente le habían impulsado a crear un estilo que fundía el gótico, el griego y el neorrenacentista italiano, era un arquitecto muy apreciado en la época victoriana, no resultaba la elección más obvia porque, en último término, sus inclinaciones eran clasicistas. Sin embargo, su propuesta para el nuevo Parlamento era
racional y bien organizada: el edificio está diseñado alrededor de un eje central, con la Cámara de los Lores a un lado, la Cámara de los Comunes al otro y un recibidor abovedado imponente separando ambas secciones. Un corredor larguísimo corre paralelo a la línea del río Támesis, al que se abren los diferentes despachos. La misma planta ofrecía espacios para las diferentes categorías que allí debían trabajar, desde el monarca a los miembros de cada cámara pasando por los funcionarios o el público visitante. Todas las estancias tienen luz y ventilación naturales, ya que cuando fueron construidas no había otra alternativa viable; para conseguirlo, Barry introdujo en los planos diversos patios y pozos de luz.

Ahora bien, Barry se veía incapaz de cumplir satisfactoriamente la condición que exigía un edificio gótico y decidió contratar a alguien que conociera bien el estilo para revestir de aun alzado medieval a su planta de corte clásico. Y el elegido fue Augustus Welby Northmore Pugin, quien desde que era niño había ayudado a su padre en la ilustración de edificios medievales. A los quince años ya había diseñado mobiliario para el castillo de Windsor y su conversión al catolicismo aumentó aún más si cabe si fascinación por la arquitectura que mejor ha reflejado la espiritualidad occidental, el gótico. No cabe duda de que los dibujos y diseños de Pugin –que abarcaban desde detalles arquitectónicos hasta los percheros o el papel de pared-, influyeron de forma decisiva en la decisión última del jurado.

La fusión de ambos estilos, el racionalismo clásico de Barry y el apasionado gótico de Pugin, fue
menos sencillo de lo que pudiera parecer. Se trataba de utilizar un estilo antiguo y ya en desuso para construir un edificio que debía cumplir una función nueva: legislar y elegir a los representantes del pueblo. Hubo que transformar la poderosa verticalidad propia del gótico en una horizontalidad obligada por el empleo que de la estructura se iba a hacer. Y lo curioso es que se hizo siguiendo el canon gótico con una rigurosidad académica que jamás contemplaron los constructores de catedrales. Los edificios neogóticos acabaron pareciendo más góticos que el propio gótico, introduciendo arbitrariamente elementos que no existían en el estilo medieval. Fue esa falta de libertad respecto a un supuesto canon lo que impidió que el historicismo – o “eclecticismo”, como se ha dado en llamar este estilo “pastiche”- fuera una fuente a partir de la cual pudieran nacer nuevas corrientes arquitectónicas o creaciones independientes que estiraran y reinterpretaran sus características básicas.

Además de ajustar un estilo viejo a unas dimensiones nuevas, hubo que reinterpretar la decoración en función de éstas. Si se quería utilizar la ornamentación propia de un palacio del siglo XIV a un edificio con una fachada de más de doscientos metros de largo y cuatro pisos de altura, lo único que se podía hacer era ampliar las proporciones de los elementos decorativos, simplificarlos y repetirlos una y otra vez, perdiendo así delicadeza en favor del recargamiento.

En 1837 dieron comienzo las obras. La construcción del palacio presentó sus propios desafíos, dictados por las dimensiones del edificio (que con más de tres hectáreas era considerablemente mayor que su predecesor) y el emplazamiento en el que debía alzarse. Los primeros dieciséis meses se dedicaron a la construcción de un enorme dique de granito que aislara el terreno de las obras del río. El hormigón utilizado como cimientos del muro requirió nuevas técnicas constructivas por ser la primera vez que se utilizaba a una escala semejante. Los dos incendios que los palacios precedentes habían sufrido a lo largo de la historia hicieron que los materiales utilizados fueran ladrillo, piedra y hierro, utilizando la madera únicamente para los detalles.

La Cámara de los Comunes se terminó en 1847; el Campanario, popularmente conocido como el Big Ben, hacia 1858 y la Torre Victoria hacia el año 1860. Esas dos torres, construidas de ladrillo revestido en piedra sobre las losas de hormigón de los cimientos, son buenos ejemplos de ingeniería estructural en la que se funden el aspecto meramente estético y simbólico con el funcional. La parte inferior de la torre Victoria servía como entrada del monarca mientras que los nueve pisos superiores, construidos a prueba de incendios, albergan los archivos parlamentarios.

Por su parte, la silueta inconfundible de la Clock Tower alberga en su interior la gran campana apodada “Big Ben” (por sir Benjamín Hall, comisario de la obra), que desde su instalación en 1858 no ha dejado de marcar la hora con británica puntualidad.

En una época en la que la mecanización en la arquitectura no era algo ni mucho menos común o
extendido, todo hubo de hacerse a mano y ello implicaba un gran número de obreros (alrededor de dos mil) y una avanzada logística que permitiera coordinar las canteras, el transporte de los materiales, el corte y moldeado en los talleres a pie de obra, el ensamblaje y la construcción propiamente dicha.

Las obras finalizaron en 1860 (aunque la terminación definitiva no llegaría hasta 1888) y en los cincuenta y un años que duraron hubo de todo, desde huelgas y accidentes hasta problemas presupuestarios. El destino de los dos arquitectos que soñaron el proyecto dice mucho de lo duro que resultó la construcción: Charles Barry murió de agotamiento en el mismo año 1860. Augustus Pugin había fallecido antes, en 1840, enfermo de sífilis y enloquecido, tras concluir el diseño de la Torre del Reloj.

Pero mereció la pena. El resultado de sus esfuerzos y los de miles de personas anónimas, fue un edificio que desde su construcción sirvió como símbolo de la nación y ejemplo para otros países. El palacio es un enorme complejo de excelente calidad constructiva, en cuyo interior, profusamente decorado siguiendo las visiones medievalistas de Pugin, se pueden encontrar casi 1.100 salas, bibliotecas y despachos separadas por once patios, cien escaleras y tres kilómetros de pasillos y corredores. Diez mil personas tienen acceso a las instalaciones de este auténtico hormiguero; nobles y comunes, funcionarios y policías, periodistas y visitantes, deambulan por este pequeño mundo en el que el respeto a la tradición y el escrupuloso cumplimiento de las normas no ha impedido que se introduzcan cambios acordes con los tiempos: los primeros parlamentarios con toda seguridad nunca pudieron pensar que sus sucesores dispondrían de algo llamado agencia de viajes o galería de tiro).

La ecléctica e insólita fusión de estilos que Barry y Pugin llevaron a cabo siguiendo las
instrucciones de sus patrones, dio como resultado uno de los edificios más famosos del mundo, estableciendo un modelo tanto para sedes parlamentarias en otros países (Budapest, Ottawa) como para otras construcciones de carácter público. Su larga y ornamentada fachada junto al río, su inconfundible silueta marcada por las tres torres e incluso el sonido de su reloj, consiguieron su doble objetivo: servir de moderna sede para los representantes de una de las democracias más antiguas del mundo y simbolizar la tradición y el espíritu de un pueblo orgulloso.
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domingo, 5 de diciembre de 2010

SNAEFELLSJÖKUL: Un volcán para la leyenda

En 1864, el profesor alemán Lidenbrock descubrió un antiguo documento escrito por un sabio medieval en el que se indicaba el camino al centro de la Tierra. Aquel hallazgo fue el comienzo de un fantástico viaje emprendido a las profundidades de nuestro planeta por el propio profesor, su sobrino y un guía de montaña. Esta fantasía imaginada por Julio Verne e inmortalizada en su libro "Viaje al centro de la Tierra", se iniciaba en la boca de un volcán islandés, el Snaefellsjökul, situado en la punta de una península que se diría nos espera en el fin del mundo.


Aunque Julio Verne nunca estuvo en Islandia, describió perfectamente el cambiante paisaje de la agreste isla, un tesoro geológico de volcanes, géiseres, campos de lava, cataratas y glaciares. En el recortado relieve del oeste de Islandia se alza el misterioso volcán Snaefellsjökull, de 1.446 m de altura y un cráter de 200 metros de profundidad por el que se deslizaron los tres aventureros de Verne sin temor a resultar carbonizados, puesto que este cono de lava lleva dormido 1.800 años. Coronado por un centelleante casquete helado de 7 km2, sus laderas y la llanura circundante están cubiertas de antiguas coladas de lava, petrificadas en extrañas y ásperas formas en su camino hacia el mar


Este impresionante fenómeno geológico, cuya silueta resulta a partes iguales bella y
aterradora, ha sido una continua fuente de inspiración para artistas, poetas, soñadores y entusiastas de la New Age, que acuden hasta aquí todos los veranos a la espera de experimentar algún evento cósmico, para guasa de los endurecidos pescadores locales. Los antiguos vikingos que emigraron aquí desde Noruega, poblaron esta insólita tierra con criaturas extraídas de sus mitos y leyendas: enanos que moraban en las grietas de las rocas, elfos que se escondían entre el espeso musgo, ogros que dejaban sus huellas sobre el hielo... Varias de las sagas islandesas, en las que mito e historia cruzan sus hilos narrando gestas familiares y sangrientos enfrentamientos, tienen como fondo el volcán Snaefellsjökull.

Los más avezados pueden acometer la ascensión del cono. Para aquellos menos intrépidos, la península de Snaefellsness ofrece una riqueza paisajística que difícilmente defraudará al amante de la naturaleza: playas de arenas negras rodeadas por afilados farallones basálticos y sembradas de restos de antiguos naufragios, una costa festoneada de formaciones de lava y espectaculares cavernas sobre las que se estrellan las poderosas olas del Atlántico creando surtidores de espuma, miles de aves marinas, vertiginosos precipicios y cráteres, pequeños puertos pesqueros de casas de madera, un cielo caprichoso e imprevisible y un mar de aguas metálicas sobre las que gaviotas y águilas marinas planean en busca de alimento .

Los islandeses son un pueblo joven que, aun viviendo en una sociedad moderna y tecnificada,
no sólo no han olvidado su pasado sino que están muy orgullosos de él. En las reuniones familiares y de amigos todavía se cantan baladas de amor y destierro que sus antepasados vikingos entonaban junto a las hogueras de sus cabañas; el idioma islandés ha permanecido casi inalterado desde la Edad Media y los habitantes de esta apartada isla conocen bien las leyendas, personajes y criaturas de sus mitos precristianos. El volcán Snaefellsjökul ha sido testigo y protagonista de todos ellos y aún seguirá allí cuando el hombre desaparezca e Islandia retorne a sus habitantes originales: trolls, gigantes, elfos y dioses.
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viernes, 19 de noviembre de 2010

Kata Tjuta: la puerta al mundo del Sueño


Tras cuatro días conduciendo por las polvorientas y solitarias pistas del desierto australiano, nos detuvimos muy temprano por la mañana para contemplar en la lejanía, tras una temblorosa sábana de calima, la silueta rocosa de Kata Tjuta. Aquí comienza la Australia turística, la Australia Central, un lugar que bajo su desolado aspecto esconde un sinnúmero de sorpresas y contrastes, donde la vida salvaje transcurre de noche, las sequías devastadoras se alternan con esporádicas e intensas lluvias que inundan las carreteras y en el que a las sofocantes temperaturas veraniegas suceden en invierno heladas nocturnas.

En un cielo completamente despejado, un grupo de budgerigars (una especie local de periquitos) evoluciona rápidamente dejando una estela de verde y amarillo que contrasta con el rojo de los impresionantes bloques rocosos que ocupan 36 kilómetros cuadrados del Parque Nacional Uluru-Kata Tjuta, el lugar más visitado de Australia. El por qué de su popularidad es fácil de entender: las fenomenales formaciones geológicas de Ayers Rock (Uluru), a 32 km de distancia, con sus texturas, colores e imponente perfil recortado sobre un horizonte vacío, son sin duda uno de los paisajes más impactantes de la Tierra.


¿Cómo ha aparecido este escenario tan espectacular? La historia geológica de esta enorme región –una historia que se extiende a lo largo de 1.000 millones de años- es la clave de la respuesta. Nuestras vidas son meros destellos en una escala temporal de dimensiones que escapan a nuestra comprensión. La escasez de plantas y estratos geológicos en la mayor parte del territorio hacen que las rocas primigenias se encuentren muy próximas a la superficie, tanto que en puntos como Kata Tjuta surgen del suelo de manera espectacular, como ballenas saltando del agua, enseñando cicatrices que nos hablan de su historia de 500 millones de edad.

Pero los cam
bios que ha experimentado esta desértica región no sólo han venido de la mano de la geología y su lento pero imparable proceso. El hombre ha generado transformaciones mucho más rápidas: el movimiento relativamente reciente de población no aborigen a Australia Central supuso la introducción de nuevos animales y nuevas estrategias de organización y explotación de la tierra; gran parte del territorio fue convertido en tierras para el ganado; se descubrieron yacimientos minerales y aparecieron núcleos urbanos permanentes para atender a esta nueva industria. Blancos y aborígenes se encontraron, cruzaron sus caminos, combatieron y se mezclaron, pero el modo de vida de los segundos fue interrumpido. Los últimos en llegar aquí hemos sido nosotros, los turistas, cuya invasión ha propiciado la protección formal del territorio y el establecimiento de la necesaria infraestructura para atender sus necesidades.

Las Olgas (Kata Tjuta, “muchas cabezas” en la lengua aborigen), es un conjunto de 36 rocas en forma de cúpula redondeada cuyo origen era una sola piedra, diez veces más grande que Uluru y cuyas raíces se encuentran a cinco o seis kilómetros bajo la superficie. Con todo lo impresionante que resulta, sus días de vigor juvenil terminaron hace mucho tiempo y desde entonces se ha visto afectada por siglos de desgaste hasta convertirse en un laberinto de simas, valles y redondeadas masas rocosas c
uya altura máxima, el Monte Olga, alcanza los 546 metros.

La visita a esa fascinante maraña de rocas se limita a dos caminatas, en parte debido a anteriores problemas con turistas cuyas aptitudes físicas no se correspondían con su entusiasmo y que acabaron siendo auxiliados. Además, el este de Kata Tjuta, donde se pueden encontrar cuevas decoradas con pinturas rupestres, sigue siendo un lugar sagrado para los aborígen
es cuyo acceso está prohibido al público.

El sendero que atraviesa el Valle de los Vientos pasa por ser uno de los paisajes más fascinantes de Australia. Es un camino de 6 km que recorre un conjunto de formaciones rocosas de tono rojizo con abundante vegetación de un contrastado color verde. La primera parte del camino culmina en un alto (Karingana Lookout) desde el que se domina una preciosa vista del valle. Desde aquí nos damos cuenta de que el nombre que recibe el corazón de Australia, "Red Centre", el Centro Rojo, no está elegido al azar. Las rocas de la zona son rojas a causa del óxido de hierro presente en la arena, la piel de los habitantes “blancos” está teñida de una capa de polvo rojiza, el sol es rojo cuando se pone y cuando se levanta e incluso el pelaje de los canguros tiene ese color. Sólo al llegar al tropical norte del continente el verde sustituiría al rojo en nuestras retinas.

La ruta de Walpa Gorge, el otro acceso para los visitantes no aborígenes, recorre una cañada de un kilómetro entre dos de los afloramientos rocosos más grandes hasta un bosquecillo. El sendero, cómodamente tallado y aplanado (algunas zonas incluso cuentan con pasarelas de madera) se va estrechando a medida que las dos colosales paredes se van acercando hasta terminar en la garganta final, que flanquea el Monte Olga. La más pequeña de esa
s “cabezas” rocosas hubiera podido albergar cómodamente la mayor de las catedrales europeas. Su composición, muy distinta de la roca de fino grano de Uluru, se puede ver claramente en los grandes y a veces cortados cantos rodados que flanquean el camino. Miles de aves habían hecho de las oquedades de las paredes su hogar e iban y venían sabedoras de que los humanos no podrían acceder a sus nidos. Tras las escasas pero torrenciales lluvias, el agua permanece almacenada durante bastante tiempo en canales, grietas y depósitos resguardados del sol entre las rocas, por lo que el lugar se convierte en un refugio para la fauna –y para los aborígenes en tiempos de sequía-.

Ese carácter
de santuario para la vida salvaje y sus consecuencias para los humanos, reviste al lugar de un carácter especial para los aborígenes, que con el tiempo lo convirtieron en sagrado. El curso de la historia ha hecho que los hombres se agruparan para formar civilizaciones, compartir conocimientos y desarrollar tecnología; con ella llegaron los edificios y la vida religiosa que en tiempos lejanos se focalizaba en parajes naturales, pasó a refugiarse en el interior de templos, sinagogas, iglesias o mezquitas. La naturaleza perdió su espiritualidad a los ojos de unos hombres que cada vez vivían más alejados de ella.

Pero en el remoto continente australiano, sus habitantes continuaron habitando en la Edad de Piedra. No vivían junto a la naturaleza, sino con ella; y a ella asociaron sus necesidades espirituales y su interpretación del mundo.

Para los Anangu, la tribu que ha vivido aquí desde hace miles de años y que s
e consideran a sí mismos custodios del lugar, Kata Tjuta es mucho más que un bello paisaje. Cada una de las 36 formaciones pétreas representa un animal totémico, persona o alimento, que emergieron de la tierra durante el alcheringa o Tiempo del Sueño, el momento de la creación. Los narradores de historias anangu hablan de Wananpi, la serpiente ancestral que vive en la cima del Monte Olga, de los Liru, los hombres-serpiente venenosos; de Malu, un hombre canguro, y su hermana Mulumura, la mujer lagarto...

Pasear entre las rocas de Kata Tjuta es algo más que disfrutar de los brillantes colores y formas del Outback australiano. Con los ojos adecuados, el visitante entrará en el mundo espiritual de los pueblos aborígenes de Australia, probablemente el más antiguo de todos los existentes en la Tierra.
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lunes, 1 de noviembre de 2010

FUNICULAR DE TABLE MOUNTAIN: una puerta entre dos mundos


Hay pocas ciudades en el mundo con una localización tan espectacular como Ciudad del Cabo. Encajonada entre una impresionante formación montañosa y el Océano Atlántico, si se quiere disfrutar de la mejor vista de la urbe es necesario subir a la Table Mountain, el pétreo guardián de la ciudad.

El macizo de la Montaña de la Mesa, plano en su parte superior y uno de los accidentes geográficos más reconocibles del mundo, domina la Table Bay y la antigua colonia holandesa. Su punto más elevado, Maclear´s Beacon, alcanza los 1.113 m sobre el nivel del mar. Esta cumbre rectilínea mide unos 3 km de punta a punta y, en días claros, su perfil característico se divisa desde alta mar a más de 100 km de la costa.

La montaña presenta cuatro caras. El escarpado precipicio del norte y sus dos picos adyacentes se precipitan vertiginosamente hasta la ciudad. Por el lado occidental hay una serie de sierras abruptas y picos conocidos como los Doce Apóstoles. La cara del sudoeste, cubierta de bosque, se cierne sobre la pequeña y bella población costera de Hout Bay y su puerto. La vertiente oriental, por su parte, da a los barrios más antiguos de Ciudad del Cabo. La vida de los habitantes de la ciudad está en buena medida modulada por la montaña, puesto que ésta determina la distribución local de las precipitaciones: las zonas más occidentales de la península presentan un promedio de 460 mm anuales; las orientales, en cambio, unos 1.300 mm. Las cinco presas que hay en las zonas superiores son buena muestra de que la propia cumbre constituye un excelente lugar para recoger agua.

Por otro lado, Table Mountain exhibe sin pudor las señales de la erosión causada por los agentes atmosféricos; la barrera montañosa combinada con los vientos que soplan desde el sur crea una densa masa de nubes que cubre a menudo la cima y que los locales han bautizado con el nombre de Table Cloth, el mantel de la mesa.

Todo aquel que venga a Ciudad del Cabo debe realizar su peregrinaje a lo alto de Table Mountain. Existen más de 500 senderos que llevan hasta la cumbre, pero el modo más rápido y sencillo de realizar la ascensión es utilizar el Table Mountain Aerial Cableway, un teleférico que desde su inauguración en 1929 ha transportado a 20 millones de personas. En mi primera visita a Ciudad del Cabo para llegar a la base del teleférico en Tafelberg Road había tomado un pintoresco transporte urbano sólo apto para adictos a la adrenalina, uno de esos velomotores de tres ruedas con una enclenque trasera en la que, apiñados, cabían de manera inexplicable hasta ocho pasajeros en dos filas enfrentadas de a cuatro. Se pagaba por el destino, no por la duración del viaje, lo que significaba que el conductor era libre para dar más y más vueltas por la ciudad recogiendo y depositando nuevos pasajeros mientras su ágil cerebro hilaba rutas y destinos.

El alocado vehículo conducía a una velocidad de vértigo por las calles de Ciudad del Cabo, aparentemente ignorante de semáforos, señalizaciones, normas y tráfico, acometiendo con más optimismo que realismo las duras cuestas que descienden de Table Mountain, Lion´s Head y Signal Hill, los tres centinelas graníticos que dan forma a la ensenada de Table Bay. En una de aquellas cuestas, el motocarro, sencillamente, se caló y el conductor, impasible ante lo que parecía ser un suceso cotidiano, puso el motor en punto muerto y dejó que el vehículo se deslizara cuesta abajo para volver a tomar carrerilla y acometer de nuevo el obstáculo geográfico, esta vez con éxito si bien no con desenvoltura. Con los dientes apretados, rezaba para que de alguna de las calles adyacentes no surgiera un coche ignorante de que cuesta abajo se deslizaba un montón de chatarra relleno de seres humanos.

Y, en llano, el intrépido chófer era igualmente terrorífico: desconocía el significado de la palabra “carril”, circulaba a velocidades que yo jamás hubiera podido imaginar que un vehículo a tres ruedas pudiera alcanzar, tomaba las curvas como si fuera el único conductor de la ciudad, se acercaba a los coches y camiones que le precedían como si manejara un tanque y no una pulga mecánica… Por supuesto, en la parte de atrás no había cinturones de seguridad ni tampoco cierre del extremo posterior, por lo que en las cuestas arriba había que sujetarse con fuerza a alguna de las barras de la estructura para no ser engullido por la fuerza de la gravedad y salir disparado del motocarro. Fue una experiencia encantadoramente terrorífica y llena de sabor local. ¡Y mucho más barata que un taxi! (Siento no poder mostrar fotos de la vivencia, ¡estaba demasiado ocupado agarrándome con fuerza a cualquier cosa que tuviera a mano!)

En 1997, tras la instalación en el teleférico de nuevas y espaciosas cabinas circulares de cristal y un segundo tendido de cables, el viaje de cuatro minutos desde los 302 metros de altitud de Tafelberg Road hasta los 1.067 de la estación enclavada en la punta más occidental de la meseta es una espectacular experiencia que, gracias al progresivo giro de las cabinas sobre su eje, permite a los 65 pasajeros disfrutar de maravillosas vistas de todos los ángulos.

Aunque corto y cómodo, es un viaje que los débiles de corazón o los que padezcan de vértigo deberían pensarse dos veces. Por otra parte, esta fantástica obra de ingeniería no funciona los días de viento y, de hecho, en la meseta hay instaladas sirenas que avisan de la llegada repentina de fuertes rachas de viento y a cuyo sonido hay que refugiarse lo antes posible en el sólido edificio de visitantes por el peligro que suponen.

Aquellos que llegan a lo alto, bien con el funicular o bien a pie, son recompensados con vistas memorables: las calles y plazas de Ciudad del Cabo, el puerto y sus barcos, los Doce Apóstoles, Robben Island, en su día prisión de Nelson Mandela, la extensa abertura de False Bay hacia el este y la lejana cordillera de Hottentots-Holland surgiendo con tonos azul-grisáceos de la llanura costera. Más allá, siguiendo la península del Cabo, un estrecho dedo de centro montañoso que finaliza en los grandes acantilados del Cabo de Buena Esperanza.

Muy a menudo y de manera impredecible, las vistas quedan ocultas por el mencionado “mantel”, un mar de nubes vaporosas que se desploman desde la cima de la montaña hacia la bahía. Es entonces cuando la cima de Table Mountain puede adoptar un aire siniestro, casi amenazador. Se dice que esa especie de manto blanco esconde el espíritu del gigante inmortal Adamaster, derrotado tras rebelarse contra el dios griego Júpiter y desterrado a El Cabo. Otras leyendas sobre la montaña son menos clásicas y más bien producto de la imaginación local con una pizca de realidad. Por ejemplo, los capetonianos hablan de Antje Somers, un malvado “hombre del saco” que, vestido de mujer, asalta y roba a aquellos que osan aventurarse fuera de las sendas, dejándolos desnudos en las laderas barridas por el viento. El personaje de Antje probablemente está basado en alguien real y las abuelas todavía asustan con su nombre a los niños pequeños. Más alegre es Jan Hunks, un viejo pirata holandés que desafió al diablo a una prueba en la que ambos debían fumar sus pipas. El resultado fue la niebla.

La primera vez que visité este lugar, en 2002, lucía un espléndido sol y las vistas eran magníficas. En la segunda, el "mantel" blanco hizo pronto su aparición y apenas media hora después de llegar a la cima, nos encontramos sobre un enorme océano de nubes que hurtaba a la vista el formidable panorama. Caminamos un rato por los senderos abiertos en la meseta entre la vegetación de la cima, tan rica como poco llamativa en esa época del año. Las laderas que se abrían a nuestros pies y en la propia meseta son el hogar de 2.600 especies vegetales (tantas como en toda Norteamérica y casi toda Europa o Asia). La vida vegetal de El Cabo, llamada de manera genérica fynbos (que proviene de “fine bush”) son principalmente plantas de reducidas dimensiones, muy resistentes y de crecimiento lento, bien adaptadas a las sequías estivales y capaces de florecer en suelos pobres en nutrientes. En áreas equivalentes a un pequeño jardín se han llegado a encontrar 120 especies diferentes.

Al comprobar que la niebla se estaba espesando peligrosamente, optamos por tomar el funicular y descender. A diez metros por segundo, la acristalada cabina se zambullía en un inquietante limbo blanco que engullía los gruesos cables impidiendo que los asombrados pasajeros viéramos el punto final del estremecedor descenso.

El funicular de Table Mountain no es sólo una maravilla de la moderna ingeniería civil, sino una puerta entre dos mundos: de la ruidosa agitación urbana de una moderna metrópoli a un nítido entorno natural sometido al impredecible capricho de los elementos solo median mil metros y cuatro minutos.
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viernes, 22 de octubre de 2010

CIUDADES SUBTERRÁNEAS DE CAPADOCIA - Fortalezas en la oscuridad


El hechizante paisaje de Capadocia, único en el mundo, es el producto de miles de años de ininterrumpidas erupciones volcánicas. El monte Erciyes, hoy extinto, sembró durante siglos una gruesa capa de ceniza por toda la región. Ésta ceniza se transformó en una roca blanda llamada toba que condicionaría de manera decisiva no sólo el relieve topográfico, sino la historia y la economía de la región. La erosión del viento y la lluvia esculpieron formas orgánicas surrealistas: conos, muros de suaves colores, columnas redondeadas coronadas por peñascos en imposibles equilibrios... que hoy atraen a turistas de todo el mundo, cuyo dinero supone uno de los principales ingresos para la población local. Además, la ceniza volcánica, junto a la abundante luz solar que recibe Capadocia, han hecho de esta zona una fértil huerta donde crecen las hortalizas, los viñedos y los frutales.

Sin embargo, nuestra visita al antiguo pueblo de Derinkuyu no tiene como meta admirar las chimeneas de las hadas que adornan la superficie, sino entrar en un mundo subterráneo, una ciudad bajo tierra que fue construida en el curso de las generaciones y que forma parte de una de las redes subterráneas artificiales más extensas del mundo. En la entrada a ese espacio secreto, un afloramiento rocoso en el que se ven huellas de otras puertas ahora bloqueadas, nos reunimos con nuestro guía Mustafá, un anciano de corta estatura, pronunciadas entradas en un cabello blanqueados por el tiempo, abundante mostacho turco y un aire de entrañable abuelo contador de historias. Nos dijo con su divertido acento inglés que había nacido en el pueblo y que desde que era un chiquillo había jugado en los corredores y cavernas de la ciudad subterránea de Derinkuyu, mucho antes de que se habilitara para el turismo y se convirtiera en una gran atracción internacional.

Traspasamos el umbral y comenzamos a descender, cada vez más abajo, recorriendo estrechos pasadizos llenos de curvas y requiebros cortados en la roca y a los que se abren multitud de habitaciones y espacios compartimentados con delgados muros. El ruido aquí abajo debió haber sido ensordecedor cuando miles de personas se concentraban en estos túneles, porque cada movimiento, cada voz, produce un sonoro eco.

Enseguida nos llama la atención algo: la temperatura aquí abajo permanece constante: entre 15 y 16 grados, perfecta para almacenar comida sin que se estropee, un aspecto este fundamental, porque debían contar permanentemente con las provisiones necesarias para sobrevivir largos periodos de tiempo. Y es que estas ciudades subterráneas no eran tanto lugares donde vivir como fortalezas en las que refugiarse.

Los humanos descubrieron estos valles en tiempos remotos, Sus suelos fértiles eran ideales para la agricultura y la rocas blandas les brindaban un fácil alojamiento: bastaba raspar la toba de los pináculos volcánicos, vaciarla y tallarla para conseguir una sólida vivienda troglodita que mantenía una temperatura constante y era fácil ampliar cuando venían más hijos o se adquirían más animales o pertenencias: bastaba sacar las herramientas y comenzar a arrancar piedra, quitando la toba que no necesitaban hasta dejar una caverna que se ajustara a sus necesidades. La roca es tan dúctil que puede trabajarse incluso con los metales más blandos, pero se endurece rápidamente en cuanto queda expuesta al aire.

Pero no todo era perfecto en estos valles. Su riqueza fue también su maldición. La situación geográfica de Capadocia, en mitad de las rutas comerciales que conectaban los grandes imperios de la Antigüedad, la ha hecho históricamente lugar de paso de todos los ejércitos invasores, ya vinieran del este o del oeste: hititas, persas, griegos, romanos, bizantinos, árabes, turcos, mongoles, bandas de merodeadores y nómadas de diferente pelaje... Quien controlaba la Capadocia no sólo era dueño de una región de considerable riqueza agrícola, sino que tenía garantizados unos sabrosos ingresos gracias a las riquezas transportadas por las caravanas que iban o venían de China, la India, Egipto, Grecia o Roma. Las batallas, escaramuzas y guerras tribales convirtieron a esta zona en un lugar peligroso para vivir. La población local era masacrada, los pueblos saqueados y las mujeres y niños secuestrados. Era preciso defenderse y desde épocas muy tempranas los capadocios lo hicieron construyendo una ciudad paralela... bajo el suelo.

La más grande de todas esas ciudades, descubierta en 1963, está aquí, en Derinkuyu, nombre que significa “pozo profundo”. Antiguamente llamada Melengübü, se ignora quiénes fueron los primitivos habitantes de la zona, pero sí se sabe que en el segundo milenio antes de nuestra era, algunas tribus indoeuropeas ocupaban la península de Anatolia; el pueblo hatti o hitita, construyó aquí un gran imperio que desapareció siglos después pulverizado por una ola de invasiones. Es a sus gentes a quienes se señala como posibles artífices de las ciudades subterráneas esparcidas por el valle. ¿Qué era lo que temían? Nadie lo sabe con seguridad, pero los testimonios de la época que han llegado hasta nosotros hablan de tiempos difíciles a causa de los misteriosos Pueblos del Mar, a quienes se les atribuye la caída de todas las civilizaciones del Mediterráneo oriental y el Próximo Oriente hacia el siglo XII a.C. Es posible que las poblaciones de esta región comenzaran excavando refugios subterráneos individuales bajo sus casas, uniéndolos progresivamente hasta construir una extensa red que se seguiría ampliando con los siglos. Sea como fuere, los hititas, que dominaron la región durante 500 años, desaparecieron sin dejar rastro hace tres milenios.

La primera mención escrita de estas peculiares construcciones es una descripción del 400 a.C. por el historiador griego Jenofonte, donde contaba que las entradas a las casas eran como pozos y que las familias vivían en ellas con sus animales, almacenando comida y bebida en grandes calderos. Sea cual sea su origen, la ciudad cambió, evolucionó y creció con el pasar de los siglos; lo que hoy podemos ver es el resultado de diferentes épocas, incluso de diferentes culturas y pueblos. Algunas partes pueden ser obra de los hititas, mientras que otras pertenecen a nuestra era, excavadas tras el año 17 d.C., cuando los romanos ocuparon la región, o del periodo de control bizantino, alrededor del 400 d.C.

Hasta el momento se han abierto a los visitantes ocho pisos (hacia abajo), lo que equivale a cuarenta metros de profundidad, si bien se ha revelado la existencia de entre 18 a 20 niveles –éstos últimos parcialmente obstruidos o reservados para la investigación arqueológica-. Las estimaciones acerca de cuánta gente podían albergar varían mucho: de 5.000 a 30.000 personas si se incluyen otras ciudades subterráneas cercanas, cifras en cualquier caso condicionadas a la situación política que reinara en la superficie.

Excavadas como madrigueras, estas ciudades subterráneas fueron diseñadas y adaptadas de forma ingeniosa a la par que práctica. He comentado antes que la temperatura se mantiene constantemente fresca y el aire libre de olores. La explicación la encontramos muy cerca: en uno de los corredores se abre una especie de ventana; me asomo dejando medio cuerpo fuera y me encuentro con un gran túnel de ventilación que hacia arriba llega hasta la superficie y por debajo desaparece en la oscuridad, perdiéndose en los pisos aún inexplorados de esta megalopólis troglodita. Pero incluso en la penumbra pude calcular que medía al menos 85 metros. No solamente era grande, sino que estaba cuidadosamente tallado, con una forma regular y limpia. Es parte de un complejo sistema de 52 canales de ventilación que introducían aire fresco y lo hacían circular por los diferentes niveles, mientras que el aire más cargado subía y era expulsado al exterior.

Seguimos descendiendo, nivel tras nivel. El ágil Mustafá señalaba con su linterna aquí y allá apuntando detalles de las estancias que indicaban su uso: “esta era la cocina, lo sabemos por el techo ennegrecido por el humo. Esto era una prensa para vino: las uvas eran pisadas aquí y el jugo se deslizaba por el caño hasta esta cuba. Aquí hay una prensa para olivas, con el depósito para aceite debajo. Esta roca plana con las pequeñas cavidades en forma de copa era para moler sal..."

Hay quien siente claustrofobia en estos corredores y salas. En los tiempos antiguos, probablemente, era una fobia que te podía costar la vida si no podías superarla y esconderte en el refugio. El lugar es un auténtico laberinto y solo seguir las flechas o los pasos de un guía evitan que los visitantes se extravíen. Algunas salas tienen hasta cinco o seis salidas a diferentes corredores y niveles. Existen también grandes cruces de caminos en los que se encuentran túneles que van en distintas direcciones así como salas de uso comunitario.

Una de ellas, nos dice Mustafá, sirvió de capilla y ciertamente así parece: un altar y un santuario tallados en un extremo, la base de una pila bautismal en el medio y antiguas cruces talladas en uno de los muros. En el siglo I de nuestra era los cristianos empezaron a utilizar los refugios subterráneos para escapar de los soldados romanos. En el año 303, Diocleciano desencadenó la última y más violenta persecución. Miles de cristianos por todo el Imperio fueron asesinados y mutilados. Y las tribulaciones de los capadocios no acabaron ahí porque los ejércitos musulmanes y las luchas entre facciones religiosas cristianas siguieron empujándolos a las profundidades.

Me siento en uno de los bancos tallados en la roca. Las congregaciones cristianas se habrían reunido aquí, quizá a finales del siglo I de nuestra era, escapando a las persecuciones romanas; o en el siglo VII, buscando refugio de los invasores musulmanes; en los siglos VIII y IX esta pequeña iglesia podría incluso haber servido de escondite a clérigos renegados que escapaban del anatema oficial de la Iglesia contra los iconos y que, como rebeldes religiosos, habrían traído sus preciosas imágenes aquí para salvarlas de la destrucción. Esta humilde caverna pudo haber estado entonces totalmente llena de efigies sagradas, con su oro brillando resplandeciente a la luz de las velas y las lámparas de aceite.

Seguimos nuestro camino por el hormiguero, atravesando pasadizos y galerías que parecen estrecharse más y más conforme descendemos. Cuando estuvo habitada, esta ciudad debió ser una comunidad muy avanzada desde el punto de vista organizativo. Si querían sobrevivir aquí todos debían trabajar juntos: para que el aire circulara, para traer y almacenar comida y agua, sacar los desperdicios… Había establos, comedores, salas para el culto, cocinas, prensas para el vino, bodegas, cisternas de agua y áreas residenciales. El agua procedía de fuentes abiertas en la roca. Las diversas zonas se unían mediante calles, las habitaciones se excavaban en la toba, e incluso muebles grandes, como las camas, también fueron tallados en ella. Los nichos eran alacenas y servían para la colocación de lámparas de aceite. ¡Que organismo más asombroso debió haber sido esta ciudad, con gente circulando por sus túneles como sangre, sus salas comunitarias, iglesia, cisternas, bodegas y cocinas funcionando como sus órganos vitales!

De vez en cuando vemos rastros de algo blanquecino en las paredes. Hombres y animales viviendo apiñados aquí abajo durante períodos indefinidos de tiempo requerían no sólo organización, sino algún tipo de protección, aunque fuera básica, contra epidemias y enfermedades. Así, la mayoría de las ciudades subterráneas tenían sus paredes pintadas con cal, sobre todo en las zonas destinadas a cocinar y almacenar alimentos. La toba volcánica que conforma el paisaje de la Capadocia, se deshace con facilidad, sus partículas flotan en el aire y lo cubren todo formando una espesa capa; así que recubrir con cal las paredes de los almacenes subterráneos, las cocinas, las bodegas e incluso las enfermerías, era una medida higiénica que ayudaba a prevenir la contaminación.

Estas ciudades no estaban habitadas de manera permanente, aunque sí se mantenían continuamente abastecidas de agua y alimentos. Porque cuando los enemigos aparecían en el horizonte, la gente abandonaba sus casas en la superficie y se escondía bajo tierra a través de túneles secretos repartidos por todo el pueblo. El enemigo lo encontraba todo desierto. Y no era fácil averiguar dónde se habían metido, puesto que aparte de las bien disimuladas entradas, el único contacto con la superficie de este mundo subterráneo eran las salidas de ventilación, tan camufladas que eran casi imposibles de encontrar.

En caso de que los invasores se dieran cuenta de que la gente se hallaba oculta bajo sus pies, era cuando empezaba la verdadera batalla. Sin embargo, y contra lo que pudiera pensarse, los atacantes llevaban las de perder, porque los escondites habían sido diseñados para resistir un ataque y todo en ellos suponía un obstáculo mortal para quien intentara penetrar a la fuerza. Los túneles son estrechos, tortuosos y empinados. El motivo principal es la ventilación, puesto que las pendientes permiten que el aire circule más rápido y mejor, distribuyéndolo por toda la ciudad. El segundo motivo es que los enemigos no podían entrar todos juntos, anulando la ventaja de la superioridad numérica. Debían hacerlo de uno a uno y agachados, por lo que tampoco podían manejar sus armas con facilidad. Aquellos que conseguían entrar en el laberinto, además de moverse en la oscuridad y no tener ni idea de la distribución del lugar, se encontraban con más sorpresas mortales: los agujeros que aún hoy pueden verse en los techos de algunos corredores servían para golpear a los intrusos con lanzas o arrojarles aceite hirviendo.

Uno de los sistemas más ingeniosos y eficaces de defensa eran las grandes piedras con las que podían bloquearse las entradas en cuestión de segundos. Al entrar en una de las grandes estancias vemos junto al umbral una piedra de una tonelada, redonda y gruesa como una rueda de molino, colocada en lo alto de una pequeña rampa que desciende hasta el propio umbral y sujeta en su lugar con pernos. Se trata del equivalente rupestre a una puerta acorazada. Quitando una simple cuña de madera, un solo hombre hacía que la rueda se deslizara rampa abajo y bloqueara la entrada. Sin embargo, al otro lado, y al carecer de un punto de apoyo, ni un ejército hubiera podido mover la piedra. Una de las tácticas defensivas que idearon los capadocios era dejar que el ejército invasor entrara hasta una sala grande para luego bloquear los accesos y salidas con las grandes piedras, dejándolos atrapados en el interior.

Las ciudades dejaron de utilizarse a partir del siglo XIV, cuando el Imperio Otomano estabilizó la región y los pueblos comenzaron a prosperar en la superficie. Los accesos a las ciudades subterráneas se sellaron o se utilizaron como bodegas y almacenes. Sólo algunos niños, como nuestro guía Mustafá, utilizaba sus corredores como campo de juegos para sus aventuras.

No fue hasta la década de 1960 cuando los vecinos empezaron a explorar en serio los túneles que había bajo sus casas. Habían oído rumores sobre la vida subterránea de sus antepasados, pero no pudieron imaginar tales dimensiones. Los arqueólogos han encontrado doscientas ciudades subterráneas, la mayoría de dos niveles. Sólo unas pocas han sido puestas al descubierto para asombro del mundo moderno. El plano definitivo de este hormiguero humano no se ha trazado todavía, pero se cree que las ciudades estaban comunicadas entre sí. En el caso de Derinkuyu, por ejemplo, un pasadizo de ¡nueve kilómetros! conduce a la ciudad subterránea de Kaimakli, muy similar en dimensiones y disposición.

Cuando salimos a la superficie, entrecerramos los ojos hasta que nos acostumbramos al brillante sol otoñal de Anatolia. Fuera todo es normal, como si la ciudad subterránea continuara siendo un arma secreta, impenetrable, inviolable. Nadie podría imaginar que más allá de la oscura entrada, bajo los pintorescos pueblos, se esconde todo un mundo secreto, una transformación titánica del paisaje y un ejemplo extraordinario de cómo el hombre puede trabajar con la naturaleza para sobrevivir.
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