span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Edificio de la Secesión: A cada Época su Arte, y al Arte su Libertad

jueves, 15 de julio de 2010

Edificio de la Secesión: A cada Época su Arte, y al Arte su Libertad


A mediados del siglo XIX, el Emperador Francisco José I ordenó iniciar un ambicioso plan urbanístico en Viena cuyo objetivo era unir el centro de la capital con los suburbios. Para ello, sería necesario demolir las fortificaciones renacentistas que rodeaban la ciudad y urbanizar terrenos hasta entonces ocupados por bosques. En 1858 un concurso internacional atrajo a ochenta y cinco arquitectos de toda Europa con el desafío de rediseñar la avenida de cuatro kilómetros de largo y cincuenta y siete metros de ancho que rodeaba la urbe, la Ringstrasse, jalonándola de edificios monumentales. En 1859 el monarca dio el visto bueno a la decisión del jurado y se comenzó a construir el primero de tales edificios: la Ópera.

Cuando se inauguró oficialmente el 1 de mayo de 1865 -aunque no se completó totalmente hasta la Primera Guerra Mundial- el Ring se había transformado en un virtuoso despliegue de arte y arquitectura anclado en el espíritu nostálgico del historicismo. El Parlamento mostraba un estilo griego clásico que homenajeaba la democracia ateniense; el Ayuntamiento era gótico tardío; la Universidad, renacentista y el BurgTheater, neoclásico. Como resumen de este ecléctico y desconcertante panorama de construcciones levantadas con materiales de mediocre calidad, los museos de Historia Natural e Historia del Arte, se miran de frente, separados por una plaza presidida por la estatua de la emperatriz María Teresa, símbolo de las apolilladas tradiciones del imperio austrohúngaro.

Y es que el plan de la Ringstrasse llegó tarde. Su aspecto teatral, la ausencia de un estilo propio, la proliferación de fachadas de aspecto anticuado, ya no reflejaban los nuevos tiempos que vivían las ciudades europeas, sino el apego de la burguesía a una época gloriosa que se desvanecía rápidamente.

Europa se estaba transformando al imparable ritmo de la industrialización. Los cambios no se limitaron ni mucho menos a lo estrictamente económico. Como sede de fábricas, talleres y proveedores de los servicios que éstos requerían, las ciudades atrajeron a una población creciente que abandonaba los aperos de labranza y acudía en masa a buscar trabajo en las nuevas factorías. Sin embargo, las ciudades no estaban preparadas para darles cobijo en unas condiciones dignas. Surgieron barrios enteros con bloques de pisos estrechos, mal iluminados y ventilados, superpoblados y carentes de instalaciones básicas como cuartos de baño o agua corriente. No puede extrañar que buena parte de sus habitantes se hallaran aquejados de males como la tuberculosis o la malnutrición.

En un primer momento, la arquitectura no parecía capaz de reaccionar ante los problemas que se estaban planteando y de los cuales no sólo eran tristemente conscientes las clases más humildes. También los más acomodados vieron cómo aquellos cambios sociales y de urbanismo les afectaban de múltiples formas, por ejemplo, en el disfrute de la naturaleza y los espacios abiertos: los suburbios de la ciudad habían crecido tanto que ahora no era posible llegar paseando hasta una zona verde. Había llegado el momento de una renovación.

Diversos grupos y asociaciones por toda Europa buscaban una salida artística al rígido historicismo: el movimiento juvenil alemán Jugendstil, el Modernismo español, el Stile Liberty italiano -cuyo nombre derivaba de los grandes almacenes londinenses que introdujeron nuevos diseños textiles-, el Modern Style británico o el Art Nouveau francés y belga. En Austria, esa corriente de renovación se denominó Secesión.

La arquitectura siempre fue tema de debate público en Viena y el proyecto del bulevar del Ring estuvo en el ojo del huracán desde el principio. El fundador del nuevo pensamiento arquitectónico austriaco fue Otto Wagner, quien en su libro "La arquitectura moderna", escrito en 1895 como texto para sus alumnos, expone su nueva visión, que podría resumirse en una frase: "La necesidad es la única señora del Arte". Efectivamente, los profundos cambios urbanos y las necesidades objetivas de una nueva era exigían dejar atrás manierismos y criterios basados en la pura belleza ornamental. El arte moderno era el arte útil, práctico, funcional, lo que llevaba a la simplicidad del diseño y la utilización de materiales en los que primaba la eficacia por encima de su valor estético. De ahí derivaban sus críticas a la Ringstrasse, cuya grandiosidad vacía era el símbolo perfecto de cómo los cambios sociales habían dejado atrás, desconcertados, a los arquitectos, que habían preferido volver la vista hacia el pasado.

Dos años después, en 1897, los seguidores del nuevo lenguaje artístico de Wagner se reunieron en el movimiento conocido como Secesión, nombre que tomaron del episodio histórico en el que la plebe de Roma se reunió en el monte Aventino enfrentándose a los patricios exigiendo más derechos. De alguna forma, la actitud de los diecinueve miembros de la nueva asociación fue equivalente en el mundo artístico del siglo XIX, separándose del núcleo conservador que se solía reunir en la Asociación de la Casa de los Artistas (Künstlerhaus-Vereinigung) vienesa.

El objetivo de la Secesión -en cuyas filas se contaban Gustav Klimt, Josef Hoffman, Kolo Moser y Josef M.Olbrich - era mostrar al público las tendencias actuales de las artes plásticas y para ello necesitaban un espacio propio que reflejara su ideario antitradicionalista, un refugio para el arte de vanguardia donde éste pudiera disfrutarse en una atmósfera tranquila y contemplativa. Tal misión recayó en Josef Olbrich, un arquitecto alemán que había estudiado en Viena y absorbido el ideario de Otto Wagner mientras trabajaba en el despacho de éste.

Fruto de la aplicación de la nueva teoría arquitectónica fue el Edificio de la Secesión, una construcción modernista de modestas dimensiones, líneas elegantes e interior despejado. Aunque el diseño orientado a la finalidad se convertía en la directriz a seguir y, por tanto, el ingeniero pasaba a ocupar un papel tan importante como el del arquitecto, ello no significaba renunciar a la decoración. Los arquitectos de la secesión se dirigieron a la naturaleza y sus formas orgánicas como contraposición al rígido historicismo: zarcillos cargados de hojas, agua fluyendo por arroyos o los cabellos femeninos largos y ondulados constituían las más apreciadas fantasías decorativas.

En la austera fachada del edificio figura el lema de la Secesión: "A cada Época, su Arte, y al Arte, su Libertad”, una contundente declaración de principios. Sus formas cúbicas están vistosamente coronadas por una escultura esférica de hierro forjado, la Col Dorada, que originalmente simbolizaba la publicación del movimiento, “Ver Sacrum”. Olbrich consiguió combinar los principios utilitaristas de su maestro Otto Wagner -que se traducen en la utilización de formas sencillas- con una elegante decoración, diseñada por otros miembros del movimiento secesionista y muy alejada del sobrecargamiento y afectación tan queridos por los arquitectos contemporáneos. Las impasibles caras que adornan la fachada, con serpientes en lugar de lóbulos en las orejas, no pueden hallarse más alejadas de los gustos historicistas.

No sólo el exterior se distanciaba radicalmente de los museos al uso, habitualmente concebidos como pesados edificios influidos por el barroco. El vestíbulo de entrada simbolizaba el espacio intermedio entre el mundo profano del exterior y el sagrado entorno del arte del interior. Éste es espacioso, elegante y tranquilo, iluminado cenitalmente, un espacio abierto que propicia la contemplación de obras de arte en lugar de simplemente almacenarlas en sus paredes. Las proporciones geométricas le dan cierto aire de templo o panteón, sensación reforzada por la blancura de los muros, color de lo sagrado y lo casto. En su sótano se puede contemplar el Friso Beethoven, de Gustav Klimt, un conjunto de figuras femeninas de espesas cabelleras luchando contra un gran gorila, y que fue expuesto aquí por primera vez en 1902.



Desde el momento del inicio de las obras, el nuevo edificio levantó mucha expectación entre los vieneses, que, mayormente, expresaron su disgusto por aquel atrevido desafío a sus esquemas artísticos. Para ellos, aquella simplicidad de formas era, sencillamente, demasiado exótica. Sin embargo, el nuevo estilo no tardó en ganar valedores entre las clases más acomodadas de la sociedad, que lo adoptarían como signo de elegancia y modernidad.

El movimiento de la Secesión fue tan influyente como breve. En 1905, tras haber celebrado veintitrés exposiciones de gran significación, un grupo encabezado por Gustav Klimt se separó del núcleo principal debido a discrepancias artísticas. Fue el final de la corta edad dorada del modernismo austriaco. El propio Olbrich, que continuó desarrollando su estilo evolucionando hacia formas extrañas, atrevidas e incluso incómodas, murió en 1908 y tras la Primera Guerra Mundial, los conservadores cristianos primero y los nacionalsocialistas después, aniquilaron lo que para ellos era una desviación impura del Arte tradicional. Por si fuera poco, muchos de los artistas de la Secesión eran judíos y los que no se exiliaron tras haber visto apagada su creatividad, fueron asesinados.

Pero el Edificio de la Secesión sobrevivió, símbolo de un movimiento valiente que se enfrentó a los convencionalismos de la época sin renunciar al talento artesanal. En un tiempo en el que los museos eran grandes palacios abarrotados de cuadros y esculturas, esta obra fue pionera en la concepción de nuevos espacios de exposición, introduciendo el concepto de la superficie dividida en zonas de amplitud variable de acuerdo con las necesidades de cada evento. También fue el primer museo que situó los cuadros al mismo nivel, en lugar de llenar la pared de lienzos, desde el techo hasta el suelo. Precursor en forma, fondo y función, el Edificio de la Secesión hizo honor al lema que muestra orgulloso en su fachada.

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