span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: agosto 2010

domingo, 29 de agosto de 2010

BANCO DE HONG KONG Y SHANGHAI: High-tech y Fengsui


Cuando se piensa en el centro de una ciudad vienen a la mente imágenes de edificios oficiales de estilo clásico, museos o plazas en cuyo centro se alza la estatua de algún ciudadano ilustre. En Hong Kong, el protagonismo urbano lo ocupan las sedes de sus bancos, el auténtico poder del territorio y la razón última de su existencia.

Hong Kong es una de las ciudades más densamente pobladas de la Tierra: siete millones de personas se apiñan en 1.104 km2. Es también una de las más activas. Aquí, los negocios no se detienen, el capitalismo y la obsesión china por el dinero parece engullirlo todo: especulación inmobiliaria descontrolada, centros comerciales espectaculares, polución generalizada, tráfico incesante, un hormiguero de gente comprando y vendiendo en incontables tiendas, tenderetes, puestos y carritos callejeros distribuidos por toda la urbe... Sin embargo, bajo ese frenesí capitalista, a poca profundidad, respira la antigua China, la de las nigromancias y esoterismos. La fusión entre ambos extremos, la alta tecnología y las supersticiones más elaboradas, el mundo del dinero y el espiritual, lo tangible y lo inaprensible, coinciden en puntos tan inesperados como un rascacielos: la sede del HSBC, el Banco de Hong Kong y Shanghai.

Los ingleses llegaron a la isla de Hong Kong en 1820. En aquel entonces, habitada por unos cuantos pescadores, carente de recursos naturales, infestada de malaria y sin un adecuado suministro de agua potable, su única virtud era un profundo y protegido puerto natural, un refugio del peligro de tifones y piratas. Tras la Primera Guerra del Opio (1839-1842), los humillados chinos se vieron obligados a ceder la propiedad de la isla a los británicos, cuyos comerciantes y armadores la convirtieron en centro de su infame tráfico de opio.

Hong Kong prosperó más rápido de lo que nadie hubiera podido prever. Protegido por la ley inglesa, pronto llegó a ser el principal puerto comercial del sudeste asiático. Y, con el comercio, no tardaron en establecerse sus primos hermanos, los bancos, haciendo de ella una de las capitales financieras del globo.

Uno de los actores en el ascenso imparable de la isla fue la Hong Kong and Shanghai Banking Corporation (HSBC), cuyas oficinas se abrieron en la isla en 1864 con licencia para emitir divisas. En 1935 se inauguró una nueva sede, construida por los arquitectos Palmer y Turner. Era el orgullo de la institución, reflejada en los talonarios de cheques emitidos por la entidad, una estructura de acero revestida en piedra que presumía de incorporar dos grandes novedades en aquella época: aire acondicionado y ascensores eléctricos.

Pero ni siquiera tan brillante edificio pudo mantenerse al día en el vértigo económico e inmobiliario de Hong Kong. El crecimiento de la corporación y la introducción de nuevas tecnologías hicieron necesario que en 1979, menos de cincuenta años después de su construcción, hubiera de plantearse un nuevo proyecto para la que sería la cuarta sede de la institución financiera en el mismo emplazamiento. El ganador del concurso convocado a tal efecto fue la firma Foster Associates.

La fusión entre arquitectura e ingeniería nació en el siglo XIX, pero fue en la década de los sesenta del siglo XX cuando alcanzó su apogeo en el llamado estilo High Tech, cuyo elemento más característico es la sustitución de los muros exteriores por cortinas de cristal y la utilización de membranas extremadamente finas. Norman Foster fue uno de sus principales representantes y vio en el encargo del HSBC la ocasión para desarrollar buena parte de su ideario arquitectónico. Éste incluye una amplia y cercana colaboración con ingenieros de estructuras -en este caso fue la firma Ove Arup & Partners, responsable de otros famosos edificios como la Ópera de Sydney-, el uso del cristal, el acero inoxidable y las estructuras vistas, la construcción de formas icónicas fácilmente reconocibles, el diseño sostenible y la utilización de la luz natural.


El desafío de construir el nuevo edificio comenzó desde las primeras etapas del diseño y planificación. El concepto básico era el de una estructura a base de resistentes mástiles situados a cada lado del solar sobre los que se apoyaban unos puentes de los que "colgarían" los pisos. Esta idea permitía llevar a cabo una construcción en fases sin necesidad de derribar primero el edificio precedente; esto es, a medida que se iba construyendo el nuevo rascacielos, se iba destruyendo el edificio antiguo, por lo que no solamente no hubo que interrumpir el tráfico rodado, sino que el banco no dejaba de funcionar y se evitaba tener que alquilar nuevas oficinas mientras durasen las obras, aspecto este nada baladí en un lugar de precios inmobiliarios desorbitados como Hong Kong.

El armazón del edificio, el esqueleto por así decir, es perfectamente visible desde el exterior. La ortodoxia estilística de la arquitectura high-tech exigía dejar también a la vista la estructura interna, pero hubo otro tipo de consideraciones -medidas contraincendios, húmedo clima de la región- que aconsejaron la instalación de un revestimiento de gran durabilidad. En este aspecto, los ingenieros desarrollaron una maquinaria de soldadura de gran precisión, controlada por ordenador, que permitió que los paneles protectores tuvieran cualquier distorsión, algo que hasta ese momento había sido habitual en las placas de aluminio. La mayoría de los componentes fueron construidos en el extranjero, traídos a Hong Kong y ensamblados en el lugar

Estéticamente, las soluciones son tan radicales como las estructurales, lo que ha motivado que los locales llamen a este edificio “Robot Builiding”. No es difícil darse cuenta por qué: recuerda a esas maquetas de plástico transparente que dejan ver cómo funcionan las "tripas" del modelo. En este caso, los motores, cadenas y otras partes móviles de las escaleras mecánicas y ascensores son visibles desde el exterior; las escaleras sólo cuentan con un recubrimiento de cristal, lo que permite contemplar a los trabajadores en el interior.

Norman Foster rompió con este edificio el paradigma de la banca como institución fría y anclada en el pasado cuando no hostil. La planta baja, por ejemplo, es de libre acceso y los peatones pueden atravesar la estructura sin entrar en el edificio propiamente dicho, puesto que el acceso al mismo para los clientes (los empleados utilizan unos ascensores situados en los extremos del edificio, entre los mástiles de soporte) se efectúa subiendo por unas escaleras mecánicas. Éstas atraviesan un armazón de catenarias y cristal, la "barriga", cuya función es impedir que el aire acondicionado escape del edificio hacia esa planta baja abierta a la calle.



El visitante, al subir por las escaleras desde el nivel del suelo y atravesar esa membrana de separación, se encuentra con un impresionante atrio central de diez pisos de altura, el resultado del planteamiento estructural a base de mástiles, pisos "colgantes" y acristalamiento de techo a pared. Los amplios espacios abiertos y la ausencia de incómodas medidas de seguridad inspiran un sentimiento acogedor. La inteligente utilización de la luz natural juega un papel fundamental en esta sensación: en la cara sur del edificio hay colgados 480 espejos, cuya orientación controla un ordenador y cuya misión es reflejar la luz del sol hacia el atrio central.

El edificio se finalizó en 1985. El HBSC puede presumir no sólo de tener como sede central una obra maestra de la arquitectura moderna sino también uno de los edificios más caros. Toda esa innovación y sofisticación técnica y estética elevaron la factura hasta los casi 1.000 millones de dólares americanos, convirtiéndolo en su momento en el edificio más caro del mundo. Y aunque sus 178 metros de altura no lo sitúan entre las construcciones más elevadas de Hong Kong, ha soportado bien el paso del tiempo gracias a su calidad.

Los domingos, las emigrantes filipinas que trabajan como empleadas domésticas en la ciudad, se reúnen en parques y plazas de toda la geografía urbana para intercambiar fotos, cartas y noticias de sus casas. Uno de esos lugares es la planta baja del Banco, a cuya sombra organizan sus meriendas vigiladas por Stitt y Steven, dos leones chinos de bronce que fueron colocados aquí no sólo como homenaje a la antigua y desaparecida sede del banco, sino por otros motivos más etéreos, tan ligados al edificio como la alta tecnología y la arquitectura de vanguardia, pero mucho más ocultos.

Vivir rodeados de ordenadores, rascacielos de cristal o redes globales de comunicación no ha erradicado una parte esencial de la cultura y la vida diaria chinas: la superstición. Prácticamente todos los chinos, ya sean ateos, budistas, taoístas, musulmanes o cristianos, creen en la existencia de fuerzas ocultas, invisibles, que nos rodean.

La superstición se manifiesta de muy diversas formas, desde la adivinación del futuro utilizando los más pintorescos métodos hasta la numerología. Una de las más arraigadas es una mezcla de mística, ecología, leyes espirituales, sentido común y estética que goza de gran predicamento también en Occidente: el feng shui o geomancia. Su precepto básico es que la salud, la riqueza, la suerte y la armonía (en una palabra, la prosperidad en todos los ámbitos de la vida) vienen fuertemente condicionadas por el equilibrio de las fuerzas naturales; las casas, centros de trabajo y hasta cementerios, forman parte de una red invisible que los une al relieve del terreno, los árboles, los ríos e incluso el viento o el sol. La disposición y formas internas y externas, orientación y momento de construcción de las estructuras levantadas por el hombre han de integrarse adecuada y armónicamente en esa red si no se quiere desequilibrar las fuerzas opuestas del ying y el yang –de chi, el “aliento cósmico” benéfico, y so chi, el “aliento de la mala fortuna”-, de los que depende la suerte individual. En cuanto a los edificios, el ideal del feng shui es que su parte posterior, orientada hacia el norte, cuente con la protección de colinas o montañas. Su fachada debe dar a un bello paisaje, preferiblemente acuático.

Podría pensarse que este tipo de creencias corresponden a una sociedad medieval y que están desterradas de la Nueva China como protagonista activo del mundo globalizado. Nada más lejos de la realidad. Los geománticos son unos profesionales extraordinariamente bien pagados. Y su tarea no resulta sencilla en una ciudad tan densamente poblada como Hong Kong, donde colocar un edificio de acuerdo con los preceptos del feng shui (que literalmente significa “viento y agua”) puede ser realmente complicado. El resultado de su detallado análisis desembocará en una serie de recomendaciones encaminadas a restaurar el equilibrio: eliminar muros o paredes, abriendo ventanas, trasladando puertas, aconsejando el uso de determinados muebles, de colores propicios (el rojo es uno de los preferidos pues se considera que atrae la buena suerte) o determinados símbolos en forma de animales (dragones, tigres, leones...)

Ni siquiera Norman Foster eludió la supervisión del geomántico chino. Le gustara o no, hubo de realizar modificaciones sustanciales siguiendo las directrices del experto: para maximizar el flujo de energía hacia el edificio, se cambió el ángulo de inclinación de las escaleras mecánicas, dejándolas así bajo la “cola del dragón” que se proyecta desde una colina cercana. Se recomendó también el traslado de los viejos leones de bronce Stitt y Steven desde la vieja sede, un domingo a las cuatro de la madrugada, utilizando dos grúas en funcionamiento simultáneo para situarlos en una posición que armonizaba con el fengshui de las cercanías.

Las características formas y la avanzada tecnología del Banco de Hong Kong que han hecho del edificio un icono de la ciudad, son testimonio no sólo de las capacidades de la arquitectura contemporánea o de la opulencia del banco, sino de la convivencia, no aparente sino real, entre modernidad y tradición
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lunes, 23 de agosto de 2010

Fortaleza de Ishak Pasha: los límites del imperio


Los territorios fronterizos tienen un encanto especial. Son lugares donde la identidad se convierte en un concepto escurridizo, en los que tradiciones y costumbres adoptan formas bastardas y donde parece haber un trasiego permanente, un extraño dinamismo que mezcla elementos de diferentes tiempos y lugares. La ciudad de Dogubayazit, en la reseca llanura anatolia, es uno de esos rincones divisorios.

Dogubayazit se ajusta muy bien al esquema que siguen las ciudades fronterizas de países en desarrollo por todo el mundo: un lugar de aspecto provisional, con edificios de cemento de mala calidad, relativamente recientes pero ya con fachadas ajadas, envejecidas, entremezclados con casas antiguas apelotonadas en polvorientas calles abarrotadas de una mezcla heterogénea de soldados turcos, comerciantes iraníes, kurdos con pantalones bombachos, estudiantes y mujeres de cabezas cubiertas por pañuelos multicolores curioseando en los bien surtidos puestos callejeros.

Era un puzzle caótico, espeso, donde las leyes parecían quedar ocultas por un consenso mutuo que favorecía el desarrollo y la prosperidad por encima de molestas reglas impuestas por un gobierno lejano. De hecho, Dogubayazit ha estado tanto o más vinculado a Irán, del que le separan unos cuantos kilómetros, que a Estambul o Ankara. Durante la guerra Irán-Irak de los ochenta y el desplome de ambas economías a consecuencia del conflicto, este rincón trasero de Turquía floreció a lomos del contrabando de alcohol, tabaco y otros artículos de consumo diario -como pasta de dientes o pañuelos de papel- que los iraníes no podían conseguir. Por su parte, éstos pagaban con drogas. Los planificadores y ejecutores de este "comercio" sumergido fueron los kurdos, buenos conocedores de las montañas, valles y desfiladeros. Aún hoy, este tráfico juega un papel importante en el bienestar de muchos habitantes de Dogubayazit.

Pero no es esta próspera ciudad tercermundista, muy alejada -física y espiritualmente- de los elegantes bulevares de Estambul o Ankara, lo que acuden a visitar los pocos extranjeros que llegan hasta aquí, sino un monumento de dramática localización que el gobierno turco está tratando de izar al rango de icono turístico: el palacio de Ishak Pasha.

Elevado sobre una pequeña meseta al sudeste de la ciudad, el baluarte tiene un ojo puesto sobre la extensa altiplanicie anatólica; el otro, sobre el desfiladero que se interna en las desoladas montañas de las que, nunca se sabe, un día podría aparecer algún enemigo. Y es que esta turbulenta región ha sido históricamente lugar de paso de ejércitos conquistadores, un punto en el que se tocaban los imperios otomano, persa y ruso. Hoy pertenece a Turquía, pero siempre ha sido una especie de tierra de nadie en la que otomanos, rusos y persas avanzaban y retrocedían, combatían y aguardaban el siguiente movimiento del contrincante.

La fortaleza en sí fue construida por un gobernador turco en 1685, Çolak Abdi Pasha y completada por su nieto, un jefe kurdo, casi cien años después. Un militar francés estuvo aquí prisionero a principios del siglo XIX y cuando llegó a casa tras una fuga novelesca, dio cuenta del esplendor, lujo y refinamiento del edificio. Lo que hoy puede contemplar el visitante está muy lejos de aquella leyenda de las Mil y Una Noches. La restauración está siendo tan extensa que los muros amarillos y rosados revisten cierto aire artificial, pero, aún así, su situación en lo que parece el fin del mundo, el perfil de palacio de fantasía y un peculiar estilo artístico, lo convierten en una de las escalas más pintorescas de la Ruta de la Seda. Las paredes, las escaleras, los patios, no tenían molestos letreros para turistas. Sólo había unos cuantos visitantes, la mayoría franceses, una pareja de novios kurdos y una familia turca.

Traspasada la puerta de acceso, el interior consta de dos patios en torno a los cuales se abre el harén, una mezquita, fuentes, salas de recepción, los siniestros calabozos… El pachá se aprovechó de su lejanía de la sede del poder en el palacio estambulita de Topkapi, para llevar una vida de extraordinario lujo que compensara su aislamiento y el peligro inherente al puesto. Trescientas sesenta y seis estancias tenía su magnífica residencia-palacio-fortaleza, decoradas con una suntuosidad digna del mismísimo Sultán. Durante cientos de años la entrada al serrallo tuvo puertas recubiertas de placas de oro. Cuando el ejército ruso, durante la Primera Guerra Mundial, asoló la región y tomó la fortaleza, se las llevó como botín. Hoy se exhiben en el Museo del Hermitage en San Petersburgo.

Una fortaleza construida en los límites del imperio por un gobernador turco, transformada en palacio y finalizada por un descendiente kurdo, cuyas preferencias artísticas vinieron condicionadas por las antiguas tradiciones de la región. Semejante eclecticismo y fusión de culturas y épocas se refleja en la decoración, una variopinta mezcla de relieves, filigranas, mampostería y elementos arquitectónicos selyúcidas, asirios, mamelucos y otomanos, coronado por una cúpula persa visible a kilómetros de distancia. Semejante elección estética fue sin duda producto tanto del aislamiento de la capital y el capricho personal de los sucesivos pachás como de la experiencia vital de estos y los artesanos que contrataban, cuyas vidas se desarrollaban en una zona donde las fronteras apenas tenían sentido para sus habitantes, mayoritariamente kurdos. Su estructura social se basaba, entonces como hoy, en las tribus, no en el moderno concepto de Estado-nación.

Desde las almenas, se tiene la impresión de que el alcázar custodia el límite último del mundo turco, rodeada por laderas escarpadas, con una extensa meseta que se pierde hacia el oeste y un farallón de arenisca a sus espaldas, sólo perforado por un desfiladero extraído de una película de aventuras y que conduce directamente hacia Persia. Esta fortaleza es un monumento a la pervivencia de las viejas culturas y la obstinación de los hombres. Trescientos años después de su construcción, el palacio aún se encuentra en un cruce de caminos. A su sombra, iraníes, turcos y kurdos siguen viviendo, comerciando, y muriendo como han hecho desde hace siglos. En los límites de los viejos imperios, en pleno siglo XXI, ideologías, gobiernos y naciones se diluyen en favor de una anarquía pacífica a la espera del siguiente periodo de sangre y lágrimas.
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sábado, 14 de agosto de 2010

Valle de los Reyes: Pinturas para la Eternidad (2ª parte)


Por desgracia, visitar el Valle de los Reyes no es precisamente una experiencia mística. Lo sería en caso de hallarse uno completamente solo al atardecer rodeado de una tierra hostil y solitaria, con aquellos agujeros asomándose desde las laderas tostadas por el sol invitándote a explorar sus secretos. En lugar de ello, uno se ve obligado a hacer largas colas, emparedado entre un turista italiano hablando a gritos con su mujer y un sudoroso teutón de camisa floreada. La fila se prolonga por los corredores de acceso, continúa en las diferentes cámaras y no finaliza hasta volver al exterior, donde un sol inclemente te empuja a buscar cobijo bajo cualquier sombra de los alrededores, normalmente ya ocupada por un espeso grupo de turistas a los que un esforzado guía trata de inculcar a gritos en sus almas algo de historia.

Así que en lugar que dejarse inundar por el aura de misterio de estas tumbas, el turismo masivo le hace a uno mantener los pies en la tierra y ponerse a pensar en asuntos de índole práctica. ¿Qué sucedió con los miles de toneladas de trozos de piedra resultantes del tallado de las galerías? Y, más curioso aún: tan remoto y salvaje como parece encontrarse el valle, sólo está a medio día a pie desde el centro de Luxor, así que ¿cómo esperaban que semejantes trabajos de construcción pasaran desapercibidos? Incluso asesinando a todos los involucrados en las excavaciones no se resolvería el problema. Está claro que toda Tebas sabía lo que sucedía. Resultado: las tumbas fueron saqueadas, total o parcialmente, desde el primer día. Ya en el año 24 a.C., el geógrafo griego Estrabón exploró el Valle de los Reyes y encontró unas 40 tumbas abiertas y vacías.

La tradición de enterrar a la gente con objetos de valor se remonta a muchos siglos antes de la era faraónica. Y tan pronto como comenzaron a enterrarse reyes y reinas en las tumbas, aparecieron los profanadores. Existe abundante documentación de la época que ofrece testimonio de que los robos no eran algo extraordinario por mucho que el valle y los obreros que en él trabajaban estuvieran estrechamente vigilados. Los castigos a los que los ladrones eran sometidos eran escalofriantes: palizas, empalamientos, mutilaciones, descuartizamientos... y sin embargo nunca faltó gente dispuesta a arriesgarlo todo por el botín. Para comprender por qué, basta con echar un vistazo a los tesoros que se hallaron en la tumba de un faraón modesto como Tutankhamon: oro, joyas, maderas preciosas, gemas, marfil, perfumes y telas de gran valor...

Los historiadores, sin embargo, piensan que los saqueos escondían una red muy extensa que apunta a que no todos los egipcios sentían un respeto reverencial por la religión o la muerte. Para un obrero corriente, cuya vida cotidiana transcurría inmersa en una economía basada en el trueque, no debía resultar nada fácil deshacerse de tesoros de enorme valor sin llamar la atención, por lo que se sospecha que altos oficiales del ejército y miembros de la clase sacerdotal podían estar involucrados en el tráfico de esos artículos.

Desde Estrabón hasta yo mismo, el viajero no ha encontrado en el Valle de los Reyes sino tumbas maravillosamente decoradas... pero vacías. Aunque el robo es la explicación más sencilla a la ausencia de cuerpos y ajuares, hay otra menos evidente. En efecto, en la dinastía XXI, la sede real fue trasladada a la ciudad de Tanis. El Valle de los Reyes quedó entonces aún más expuesto a los saqueadores, que podían actuar con mayor impunidad. Con el fin de preservar las momias, los sacerdotes entraron en muchas de las tumbas hasta entonces intactas y trasladaron los cuerpos, agrupándolos en otros sepulcros considerados más seguros. Sólo los faraones pertenecientes al turbulento período de Amarna, Tutankhamón y el posible cuerpo de Ajenatón hallado en la tumba denominada KV 55, se dejaron en su sitio. Además, en épocas de dificultades económicas, los ajuares reales fueron "reciclados" para acompañar a otros faraones en su viaje al otro mundo.

Con todo, la decoración y atmósfera especial de las tumbas ha atraído viajeros desde mucho tiempo atrás, tal y como demuestran los grafitti tallados en algunas de ellos. Directamente encima de la pequeña tumba de Tutankhamon está la entrada al épico enterramiento de Ramsés VI. Esta tumba fue una gran atracción para los turistas de la antigüedad. Uno de los muchos grafitti en griego que "adornan" sus paredes dice: “Hermogines de Amasa ha visto y admirado las tumbas”. Más adelante, otro viajero de tiempos pasados escribió: “Yo, el portaantorchas de los sagrados misterios de Eleusis, hijo de Minucianus, el Ateniense, he visitado las tumbas mucho después que el divino Platón, el Ateniense, he admirado y dado las gracias a los dioses por el más piadoso de los emperadores, Constantino, que me ha otorgado esto”. Ya hace dos mil años estos lugares hechizaban a la gente. Por supuesto, no faltó quien adoptó un tono más prepotente: “Epifanio no vio aquí nada que admirar excepto la piedra”

Esas inscripciones demuestran que Egipto ha estado recibiendo turistas desde la Antigüedad. Durante el periodo cristiano del país, peregrinó hasta aquí mucha gente atraída por las connotaciones bíblicas de estas tierras. Pero tras la conquista islámica, las cosas cambiaron. Fueron pocos los que podían o se atrevían a viajar por el país del Nilo, y el Valle de los Reyes cayó en el olvido hasta que en el año 1708, el misionero francés Claude Sicard descubrió en este lugar y casi por azar, algunas tumbas. Fue el comienzo de la fiebre arqueológica que ha experimentado Egipto durante los últimos trescientos años.

En el precio de la entrada al recinto arqueológico no se incluye el acceso a una tumba en particular, la predilecta entre los mitómanos de la egiptología, quienes están dispuestos a desembolsar la tarifa adicional: el sepulcro de Tutankhamon. Teniendo en cuenta que fue un faraón más bien insignificante desde el punto de vista histórico, el dinero que ha generado para el país -no sólo por la venta de entradas para ver su tumba o su increíble ajuar en el Museo Egipcio del Cairo, documentales, exposiciones y comercialización de los más horripilantes objetos y souvenirs con la efigie de su máscara mortuoria sino por los miles y miles de turistas que vienen a Egipto seducidos por la mirada solemne del faraón- es sencillamente incalculable.


El hallazgo de su tumba dejó boquiabierta a la comunidad científica de todo el mundo. Su magnífica decoración y las extraordinarias ofrendas funerarias de oro puro, son testimonio tanto de una insuperable habilidad artesanal como de la riqueza del Imperio Egipcio. El 4 de noviembre de 1922, el arqueólogo británico Howard Carter (1874-1939) consiguió penetrar en la tumba de Tutankhamón, encontrándola intacta. El 17 de febrero de 1923, entró en la cámara funeraria del faraón y abrió el sarcófago, pasando no solo a la historia de la arqueología, sino a la cultura popular, si bien por razones muy distintas.

La primera, puramente objetiva y relacionada con el valor histórico y material del tesoro. Carter se pasó cinco años buscando la tumba de Tutankhamon, ocho años despejándola y casi diez catalogando los 5.000 objetos que encontró en su interior. Tanto había que estudiar que nunca llegó a publicar una lista completa de todos los hallazgos. Las siguientes anécdotas y datos sorprendentes nos pueden dar sólo una ligera idea de la emoción que debió sentir Carter al ir abriendo cajitas y desenvolviendo paquetitos:

- La famosa máscara mortuoria de oro pesa nada menos que 10.23 kilos.

- El cuerpo del faraón se encontraba protegido por 3 sarcófagos insertos uno dentro de otro. El interior estaba hecho de oro de 22 kilates y pesaba 110,9 kilos.

- Sólo el valor del sarcófago interior es de 1,5 millones de dólares.

- El mayor de los tres relicarios que cubrían el sarcófago exterior es lo suficientemente grande como para que un coche aparque dentro.

- Entre los objetos que se encontraron en la tumba se cuenta un botiquín de primeros auxilios, que incluía vendas y un cabestrillo para un dedo.

- Carter estimó que había 350 litros de aceites preciosos almacenados en vasijas de piedra. Dos de ellas aún tenían huellas de los dedos de los ladrones que lograron profanar la tumba.

- Tutankhamón no estaba solo en su sepulcro. Los cuerpos momificados de dos hijas no nacidas se encontraron en el interior de pequeños sarcófagos.

- El faraón debía haber sido un seguidor de las últimas modas, porque se encontró un maniquí de madera, quizá utilizado para colocar sobre él la ropa y comprobar su efecto.

- El ajuar incluía más de 100 pares de zapatos de todo tipo, desde cuero y mimbre hasta madera y oro. En la momia se hallaron más de 150 amuletos y piezas de joyería. Había también más de 100 taparrabos y unos 30 pares de guantes así como 30 bumeranes.

- La lista de vinos comprendía muestras de treinta variedades diferentes, almacenadas en tazas con etiquetas en las que se hacía constar el tipo de vino, el año, el viñedo y el bodeguero.

La segunda razón de la popularidad de la tumba de Tutankhamon tiene más que ver con la superstición que con la arqueología. Desde la apertura de la tumba se han contado muchas historias sobre las muertes supuestamente misteriosas relacionadas con la "profanación" y atribuidas a una supuesta maldición. Se cree que sobre la entrada de la cámara funeraria de Tutankhamón figuraba una tabla de arcilla con una amenazante inscripción: “La muerte caerá sobre aquellos que perturben el descanso del faraón”, advertencia que ya figuraba en otros monumentos funerarios del Valle de los Reyes y que, como hemos visto, nunca sirvieron para mantener a raya a los saqueadores.

Aunque es verdad que en los años siguientes al descubrimiento de la tumba se produjeron algunas muertes sorprendentes entre los miembros de la expedición, también lo es que para casi todas ellas existe una explicación lógica y sensata. Así, por ejemplo, la mayoría de la treintena de víctimas tenía entre 70 y 80 años de edad en el momento de su muerte. Lord Carnarvon, por ejemplo, que había financiado la expedición de Howard Carter, falleció a causa de una septicemia provocada por la infección de una picadura de mosquito. Desde el punto de vista científico, la teoría de la maldición del faraón está más que superada.

En 1973, la ciencia creyó haber encontrado una explicación racional de las otras muertes entre los miembros de la expedición. En la tumba de Tutankhamon se encontraron altas concentraciones de esporas del hongo Aspergillus flavus. Los productos metabolizados de este hongo son muy venenosos y peligrosos para el hombre, ya que el Aspergillus flavus puede causar reacciones alérgicas en personas con un sistema inmunitario debilitado o atacar incluso determinados órganos. En la actualidad, el hongo está considerado como el causante de las enfermedades mortales que padecieron los miembros de la expedición.

Tras tantas décadas de intenso trabajo arqueológico, el Valle de los Reyes sigue reservando sorpresas. Hace unos años se descubrió una gran tumba, sin igual en toda la región, en la que hasta el momento se han limpiado más de 150 cámaras. No se han podido desvelar aún los motivos de su tamaño ni su peculiar diseño. Los arqueólogos saben que un tesoro como el de Tutankhamon podría estar aguardándoles escondido bajo las amarillentas rocas del valle.

Esta sed de nuevos descubrimientos, junto con la gloria, fama y prestigio que reportan, ha recibido críticas por parte de no pocos arqueólogos, que denuncian el descuido de otro aspecto fundamental: el de la conservación de lo ya descubierto. Las tumbas reciben la visita de masas de turistas que deterioran las estructuras a un ritmo acelerado, especialmente aquellas con pinturas en las paredes, ya que están expuestas al aire, la luz del sol, la humedad de la respiración humana y los flashes de las cámaras. Se ha intentado limitar el daño prohibiendo tomar fotografías y colocando láminas de plástico o cristal transparente protegiendo las pinturas. Pero, dadas las multitudes que se dan cita aquí todos los días, no es suficiente: la sal en el sudor de los turistas, las vibraciones de las voces y de las ruedas de miles de pesados autobuses moviéndose en las cercanías y, por supuesto, aquellos que no se resisten a tocar las paredes para experimentar el tacto de los jeroglíficos en bajorrelieve son ataques que algunos arqueólogos opinan que serán causa de que muchas pinturas murales se pierdan en un plazo inferior a doscientos años.

Por otro lado, el Valle de los Reyes, está sometido a inundaciones repentinas que se suceden con cierta regularidad y todas las tumbas excepto nueve han sufrido sus efectos, llegando a cubrirse con los detritos dejados por el agua. En 1991, parte del techo de la tumba de Tutankhamon, pintado con maravillosas escenas astronómicas, y parte de un muro, se vinieron abajo. Hay quien responsabiliza de esto a los arqueólogos, ya que la mayoría de esas tumbas se llenaron de agua después de que aquéllos las dejaran expuestas a los elementos. Las excavaciones arqueológicas, especialmente la apertura de los túneles de entrada a las tumbas, han debilitado aún más la integridad estructural de los hipogeos, algunos de los cuales han comenzado a derrumbarse

Y, a pesar de lo dicho, en el Sexto Congreso Internacional de Arqueología de 1991, de 340 trabajos expuestos, sólo 3 eran acerca de preservación. Cuando el director de la Organización de Antigüedades Egipcias subrayó este particular y afirmó que era necesario y urgente un trabajo de conservación, llamando a la acción en este sentido, fue acribillado por el presidente del Congreso, que le recordó que ese foro estaba dedicado a la Egiptología, no a la conservación arqueológica. A pesar del hecho de que los egiptólogos son los que más invierten en antigüedades y que, por lo tanto, tienen mayor responsabilidad en su protección, poco se ha hecho para restaurar y conservar los monumentos. Muchos egiptólogos egipcios se quejan de que los arqueólogos se interesan mucho más por hacer nuevos descubrimientos y continuar excavando que en financiar la restauración y acondicionamiento, aunque este se limite a un sencillo cristal que proteja las inscripciones de las manos y el aliento de los visitantes.

Historias y leyendas protagonizadas por dioses, reyes, aventureros y científicos se sobreponen, unas sobre otras, en el valle de los faraones. De acuerdo con la antigua religión egipcia, sus habitantes originales, sus cuerpos profanados, robados y dispersos, sus ajuares saqueados o exhibidos en museos, no pudieron alcanzar la vida eterna. Sin embargo, la inmortalidad que ellos ansiaron no se ha perdido: permanece unida a las colinas, las rocas, los pasadizos, cámaras y pinturas de un lugar escogido para albergar a los muertos y que hoy fascina y atrae a los vivos de todo el mundo.
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