span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Fortaleza de Ishak Pasha: los límites del imperio

lunes, 23 de agosto de 2010

Fortaleza de Ishak Pasha: los límites del imperio


Los territorios fronterizos tienen un encanto especial. Son lugares donde la identidad se convierte en un concepto escurridizo, en los que tradiciones y costumbres adoptan formas bastardas y donde parece haber un trasiego permanente, un extraño dinamismo que mezcla elementos de diferentes tiempos y lugares. La ciudad de Dogubayazit, en la reseca llanura anatolia, es uno de esos rincones divisorios.

Dogubayazit se ajusta muy bien al esquema que siguen las ciudades fronterizas de países en desarrollo por todo el mundo: un lugar de aspecto provisional, con edificios de cemento de mala calidad, relativamente recientes pero ya con fachadas ajadas, envejecidas, entremezclados con casas antiguas apelotonadas en polvorientas calles abarrotadas de una mezcla heterogénea de soldados turcos, comerciantes iraníes, kurdos con pantalones bombachos, estudiantes y mujeres de cabezas cubiertas por pañuelos multicolores curioseando en los bien surtidos puestos callejeros.

Era un puzzle caótico, espeso, donde las leyes parecían quedar ocultas por un consenso mutuo que favorecía el desarrollo y la prosperidad por encima de molestas reglas impuestas por un gobierno lejano. De hecho, Dogubayazit ha estado tanto o más vinculado a Irán, del que le separan unos cuantos kilómetros, que a Estambul o Ankara. Durante la guerra Irán-Irak de los ochenta y el desplome de ambas economías a consecuencia del conflicto, este rincón trasero de Turquía floreció a lomos del contrabando de alcohol, tabaco y otros artículos de consumo diario -como pasta de dientes o pañuelos de papel- que los iraníes no podían conseguir. Por su parte, éstos pagaban con drogas. Los planificadores y ejecutores de este "comercio" sumergido fueron los kurdos, buenos conocedores de las montañas, valles y desfiladeros. Aún hoy, este tráfico juega un papel importante en el bienestar de muchos habitantes de Dogubayazit.

Pero no es esta próspera ciudad tercermundista, muy alejada -física y espiritualmente- de los elegantes bulevares de Estambul o Ankara, lo que acuden a visitar los pocos extranjeros que llegan hasta aquí, sino un monumento de dramática localización que el gobierno turco está tratando de izar al rango de icono turístico: el palacio de Ishak Pasha.

Elevado sobre una pequeña meseta al sudeste de la ciudad, el baluarte tiene un ojo puesto sobre la extensa altiplanicie anatólica; el otro, sobre el desfiladero que se interna en las desoladas montañas de las que, nunca se sabe, un día podría aparecer algún enemigo. Y es que esta turbulenta región ha sido históricamente lugar de paso de ejércitos conquistadores, un punto en el que se tocaban los imperios otomano, persa y ruso. Hoy pertenece a Turquía, pero siempre ha sido una especie de tierra de nadie en la que otomanos, rusos y persas avanzaban y retrocedían, combatían y aguardaban el siguiente movimiento del contrincante.

La fortaleza en sí fue construida por un gobernador turco en 1685, Çolak Abdi Pasha y completada por su nieto, un jefe kurdo, casi cien años después. Un militar francés estuvo aquí prisionero a principios del siglo XIX y cuando llegó a casa tras una fuga novelesca, dio cuenta del esplendor, lujo y refinamiento del edificio. Lo que hoy puede contemplar el visitante está muy lejos de aquella leyenda de las Mil y Una Noches. La restauración está siendo tan extensa que los muros amarillos y rosados revisten cierto aire artificial, pero, aún así, su situación en lo que parece el fin del mundo, el perfil de palacio de fantasía y un peculiar estilo artístico, lo convierten en una de las escalas más pintorescas de la Ruta de la Seda. Las paredes, las escaleras, los patios, no tenían molestos letreros para turistas. Sólo había unos cuantos visitantes, la mayoría franceses, una pareja de novios kurdos y una familia turca.

Traspasada la puerta de acceso, el interior consta de dos patios en torno a los cuales se abre el harén, una mezquita, fuentes, salas de recepción, los siniestros calabozos… El pachá se aprovechó de su lejanía de la sede del poder en el palacio estambulita de Topkapi, para llevar una vida de extraordinario lujo que compensara su aislamiento y el peligro inherente al puesto. Trescientas sesenta y seis estancias tenía su magnífica residencia-palacio-fortaleza, decoradas con una suntuosidad digna del mismísimo Sultán. Durante cientos de años la entrada al serrallo tuvo puertas recubiertas de placas de oro. Cuando el ejército ruso, durante la Primera Guerra Mundial, asoló la región y tomó la fortaleza, se las llevó como botín. Hoy se exhiben en el Museo del Hermitage en San Petersburgo.

Una fortaleza construida en los límites del imperio por un gobernador turco, transformada en palacio y finalizada por un descendiente kurdo, cuyas preferencias artísticas vinieron condicionadas por las antiguas tradiciones de la región. Semejante eclecticismo y fusión de culturas y épocas se refleja en la decoración, una variopinta mezcla de relieves, filigranas, mampostería y elementos arquitectónicos selyúcidas, asirios, mamelucos y otomanos, coronado por una cúpula persa visible a kilómetros de distancia. Semejante elección estética fue sin duda producto tanto del aislamiento de la capital y el capricho personal de los sucesivos pachás como de la experiencia vital de estos y los artesanos que contrataban, cuyas vidas se desarrollaban en una zona donde las fronteras apenas tenían sentido para sus habitantes, mayoritariamente kurdos. Su estructura social se basaba, entonces como hoy, en las tribus, no en el moderno concepto de Estado-nación.

Desde las almenas, se tiene la impresión de que el alcázar custodia el límite último del mundo turco, rodeada por laderas escarpadas, con una extensa meseta que se pierde hacia el oeste y un farallón de arenisca a sus espaldas, sólo perforado por un desfiladero extraído de una película de aventuras y que conduce directamente hacia Persia. Esta fortaleza es un monumento a la pervivencia de las viejas culturas y la obstinación de los hombres. Trescientos años después de su construcción, el palacio aún se encuentra en un cruce de caminos. A su sombra, iraníes, turcos y kurdos siguen viviendo, comerciando, y muriendo como han hecho desde hace siglos. En los límites de los viejos imperios, en pleno siglo XXI, ideologías, gobiernos y naciones se diluyen en favor de una anarquía pacífica a la espera del siguiente periodo de sangre y lágrimas.

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