span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: octubre 2010

viernes, 22 de octubre de 2010

CIUDADES SUBTERRÁNEAS DE CAPADOCIA - Fortalezas en la oscuridad


El hechizante paisaje de Capadocia, único en el mundo, es el producto de miles de años de ininterrumpidas erupciones volcánicas. El monte Erciyes, hoy extinto, sembró durante siglos una gruesa capa de ceniza por toda la región. Ésta ceniza se transformó en una roca blanda llamada toba que condicionaría de manera decisiva no sólo el relieve topográfico, sino la historia y la economía de la región. La erosión del viento y la lluvia esculpieron formas orgánicas surrealistas: conos, muros de suaves colores, columnas redondeadas coronadas por peñascos en imposibles equilibrios... que hoy atraen a turistas de todo el mundo, cuyo dinero supone uno de los principales ingresos para la población local. Además, la ceniza volcánica, junto a la abundante luz solar que recibe Capadocia, han hecho de esta zona una fértil huerta donde crecen las hortalizas, los viñedos y los frutales.

Sin embargo, nuestra visita al antiguo pueblo de Derinkuyu no tiene como meta admirar las chimeneas de las hadas que adornan la superficie, sino entrar en un mundo subterráneo, una ciudad bajo tierra que fue construida en el curso de las generaciones y que forma parte de una de las redes subterráneas artificiales más extensas del mundo. En la entrada a ese espacio secreto, un afloramiento rocoso en el que se ven huellas de otras puertas ahora bloqueadas, nos reunimos con nuestro guía Mustafá, un anciano de corta estatura, pronunciadas entradas en un cabello blanqueados por el tiempo, abundante mostacho turco y un aire de entrañable abuelo contador de historias. Nos dijo con su divertido acento inglés que había nacido en el pueblo y que desde que era un chiquillo había jugado en los corredores y cavernas de la ciudad subterránea de Derinkuyu, mucho antes de que se habilitara para el turismo y se convirtiera en una gran atracción internacional.

Traspasamos el umbral y comenzamos a descender, cada vez más abajo, recorriendo estrechos pasadizos llenos de curvas y requiebros cortados en la roca y a los que se abren multitud de habitaciones y espacios compartimentados con delgados muros. El ruido aquí abajo debió haber sido ensordecedor cuando miles de personas se concentraban en estos túneles, porque cada movimiento, cada voz, produce un sonoro eco.

Enseguida nos llama la atención algo: la temperatura aquí abajo permanece constante: entre 15 y 16 grados, perfecta para almacenar comida sin que se estropee, un aspecto este fundamental, porque debían contar permanentemente con las provisiones necesarias para sobrevivir largos periodos de tiempo. Y es que estas ciudades subterráneas no eran tanto lugares donde vivir como fortalezas en las que refugiarse.

Los humanos descubrieron estos valles en tiempos remotos, Sus suelos fértiles eran ideales para la agricultura y la rocas blandas les brindaban un fácil alojamiento: bastaba raspar la toba de los pináculos volcánicos, vaciarla y tallarla para conseguir una sólida vivienda troglodita que mantenía una temperatura constante y era fácil ampliar cuando venían más hijos o se adquirían más animales o pertenencias: bastaba sacar las herramientas y comenzar a arrancar piedra, quitando la toba que no necesitaban hasta dejar una caverna que se ajustara a sus necesidades. La roca es tan dúctil que puede trabajarse incluso con los metales más blandos, pero se endurece rápidamente en cuanto queda expuesta al aire.

Pero no todo era perfecto en estos valles. Su riqueza fue también su maldición. La situación geográfica de Capadocia, en mitad de las rutas comerciales que conectaban los grandes imperios de la Antigüedad, la ha hecho históricamente lugar de paso de todos los ejércitos invasores, ya vinieran del este o del oeste: hititas, persas, griegos, romanos, bizantinos, árabes, turcos, mongoles, bandas de merodeadores y nómadas de diferente pelaje... Quien controlaba la Capadocia no sólo era dueño de una región de considerable riqueza agrícola, sino que tenía garantizados unos sabrosos ingresos gracias a las riquezas transportadas por las caravanas que iban o venían de China, la India, Egipto, Grecia o Roma. Las batallas, escaramuzas y guerras tribales convirtieron a esta zona en un lugar peligroso para vivir. La población local era masacrada, los pueblos saqueados y las mujeres y niños secuestrados. Era preciso defenderse y desde épocas muy tempranas los capadocios lo hicieron construyendo una ciudad paralela... bajo el suelo.

La más grande de todas esas ciudades, descubierta en 1963, está aquí, en Derinkuyu, nombre que significa “pozo profundo”. Antiguamente llamada Melengübü, se ignora quiénes fueron los primitivos habitantes de la zona, pero sí se sabe que en el segundo milenio antes de nuestra era, algunas tribus indoeuropeas ocupaban la península de Anatolia; el pueblo hatti o hitita, construyó aquí un gran imperio que desapareció siglos después pulverizado por una ola de invasiones. Es a sus gentes a quienes se señala como posibles artífices de las ciudades subterráneas esparcidas por el valle. ¿Qué era lo que temían? Nadie lo sabe con seguridad, pero los testimonios de la época que han llegado hasta nosotros hablan de tiempos difíciles a causa de los misteriosos Pueblos del Mar, a quienes se les atribuye la caída de todas las civilizaciones del Mediterráneo oriental y el Próximo Oriente hacia el siglo XII a.C. Es posible que las poblaciones de esta región comenzaran excavando refugios subterráneos individuales bajo sus casas, uniéndolos progresivamente hasta construir una extensa red que se seguiría ampliando con los siglos. Sea como fuere, los hititas, que dominaron la región durante 500 años, desaparecieron sin dejar rastro hace tres milenios.

La primera mención escrita de estas peculiares construcciones es una descripción del 400 a.C. por el historiador griego Jenofonte, donde contaba que las entradas a las casas eran como pozos y que las familias vivían en ellas con sus animales, almacenando comida y bebida en grandes calderos. Sea cual sea su origen, la ciudad cambió, evolucionó y creció con el pasar de los siglos; lo que hoy podemos ver es el resultado de diferentes épocas, incluso de diferentes culturas y pueblos. Algunas partes pueden ser obra de los hititas, mientras que otras pertenecen a nuestra era, excavadas tras el año 17 d.C., cuando los romanos ocuparon la región, o del periodo de control bizantino, alrededor del 400 d.C.

Hasta el momento se han abierto a los visitantes ocho pisos (hacia abajo), lo que equivale a cuarenta metros de profundidad, si bien se ha revelado la existencia de entre 18 a 20 niveles –éstos últimos parcialmente obstruidos o reservados para la investigación arqueológica-. Las estimaciones acerca de cuánta gente podían albergar varían mucho: de 5.000 a 30.000 personas si se incluyen otras ciudades subterráneas cercanas, cifras en cualquier caso condicionadas a la situación política que reinara en la superficie.

Excavadas como madrigueras, estas ciudades subterráneas fueron diseñadas y adaptadas de forma ingeniosa a la par que práctica. He comentado antes que la temperatura se mantiene constantemente fresca y el aire libre de olores. La explicación la encontramos muy cerca: en uno de los corredores se abre una especie de ventana; me asomo dejando medio cuerpo fuera y me encuentro con un gran túnel de ventilación que hacia arriba llega hasta la superficie y por debajo desaparece en la oscuridad, perdiéndose en los pisos aún inexplorados de esta megalopólis troglodita. Pero incluso en la penumbra pude calcular que medía al menos 85 metros. No solamente era grande, sino que estaba cuidadosamente tallado, con una forma regular y limpia. Es parte de un complejo sistema de 52 canales de ventilación que introducían aire fresco y lo hacían circular por los diferentes niveles, mientras que el aire más cargado subía y era expulsado al exterior.

Seguimos descendiendo, nivel tras nivel. El ágil Mustafá señalaba con su linterna aquí y allá apuntando detalles de las estancias que indicaban su uso: “esta era la cocina, lo sabemos por el techo ennegrecido por el humo. Esto era una prensa para vino: las uvas eran pisadas aquí y el jugo se deslizaba por el caño hasta esta cuba. Aquí hay una prensa para olivas, con el depósito para aceite debajo. Esta roca plana con las pequeñas cavidades en forma de copa era para moler sal..."

Hay quien siente claustrofobia en estos corredores y salas. En los tiempos antiguos, probablemente, era una fobia que te podía costar la vida si no podías superarla y esconderte en el refugio. El lugar es un auténtico laberinto y solo seguir las flechas o los pasos de un guía evitan que los visitantes se extravíen. Algunas salas tienen hasta cinco o seis salidas a diferentes corredores y niveles. Existen también grandes cruces de caminos en los que se encuentran túneles que van en distintas direcciones así como salas de uso comunitario.

Una de ellas, nos dice Mustafá, sirvió de capilla y ciertamente así parece: un altar y un santuario tallados en un extremo, la base de una pila bautismal en el medio y antiguas cruces talladas en uno de los muros. En el siglo I de nuestra era los cristianos empezaron a utilizar los refugios subterráneos para escapar de los soldados romanos. En el año 303, Diocleciano desencadenó la última y más violenta persecución. Miles de cristianos por todo el Imperio fueron asesinados y mutilados. Y las tribulaciones de los capadocios no acabaron ahí porque los ejércitos musulmanes y las luchas entre facciones religiosas cristianas siguieron empujándolos a las profundidades.

Me siento en uno de los bancos tallados en la roca. Las congregaciones cristianas se habrían reunido aquí, quizá a finales del siglo I de nuestra era, escapando a las persecuciones romanas; o en el siglo VII, buscando refugio de los invasores musulmanes; en los siglos VIII y IX esta pequeña iglesia podría incluso haber servido de escondite a clérigos renegados que escapaban del anatema oficial de la Iglesia contra los iconos y que, como rebeldes religiosos, habrían traído sus preciosas imágenes aquí para salvarlas de la destrucción. Esta humilde caverna pudo haber estado entonces totalmente llena de efigies sagradas, con su oro brillando resplandeciente a la luz de las velas y las lámparas de aceite.

Seguimos nuestro camino por el hormiguero, atravesando pasadizos y galerías que parecen estrecharse más y más conforme descendemos. Cuando estuvo habitada, esta ciudad debió ser una comunidad muy avanzada desde el punto de vista organizativo. Si querían sobrevivir aquí todos debían trabajar juntos: para que el aire circulara, para traer y almacenar comida y agua, sacar los desperdicios… Había establos, comedores, salas para el culto, cocinas, prensas para el vino, bodegas, cisternas de agua y áreas residenciales. El agua procedía de fuentes abiertas en la roca. Las diversas zonas se unían mediante calles, las habitaciones se excavaban en la toba, e incluso muebles grandes, como las camas, también fueron tallados en ella. Los nichos eran alacenas y servían para la colocación de lámparas de aceite. ¡Que organismo más asombroso debió haber sido esta ciudad, con gente circulando por sus túneles como sangre, sus salas comunitarias, iglesia, cisternas, bodegas y cocinas funcionando como sus órganos vitales!

De vez en cuando vemos rastros de algo blanquecino en las paredes. Hombres y animales viviendo apiñados aquí abajo durante períodos indefinidos de tiempo requerían no sólo organización, sino algún tipo de protección, aunque fuera básica, contra epidemias y enfermedades. Así, la mayoría de las ciudades subterráneas tenían sus paredes pintadas con cal, sobre todo en las zonas destinadas a cocinar y almacenar alimentos. La toba volcánica que conforma el paisaje de la Capadocia, se deshace con facilidad, sus partículas flotan en el aire y lo cubren todo formando una espesa capa; así que recubrir con cal las paredes de los almacenes subterráneos, las cocinas, las bodegas e incluso las enfermerías, era una medida higiénica que ayudaba a prevenir la contaminación.

Estas ciudades no estaban habitadas de manera permanente, aunque sí se mantenían continuamente abastecidas de agua y alimentos. Porque cuando los enemigos aparecían en el horizonte, la gente abandonaba sus casas en la superficie y se escondía bajo tierra a través de túneles secretos repartidos por todo el pueblo. El enemigo lo encontraba todo desierto. Y no era fácil averiguar dónde se habían metido, puesto que aparte de las bien disimuladas entradas, el único contacto con la superficie de este mundo subterráneo eran las salidas de ventilación, tan camufladas que eran casi imposibles de encontrar.

En caso de que los invasores se dieran cuenta de que la gente se hallaba oculta bajo sus pies, era cuando empezaba la verdadera batalla. Sin embargo, y contra lo que pudiera pensarse, los atacantes llevaban las de perder, porque los escondites habían sido diseñados para resistir un ataque y todo en ellos suponía un obstáculo mortal para quien intentara penetrar a la fuerza. Los túneles son estrechos, tortuosos y empinados. El motivo principal es la ventilación, puesto que las pendientes permiten que el aire circule más rápido y mejor, distribuyéndolo por toda la ciudad. El segundo motivo es que los enemigos no podían entrar todos juntos, anulando la ventaja de la superioridad numérica. Debían hacerlo de uno a uno y agachados, por lo que tampoco podían manejar sus armas con facilidad. Aquellos que conseguían entrar en el laberinto, además de moverse en la oscuridad y no tener ni idea de la distribución del lugar, se encontraban con más sorpresas mortales: los agujeros que aún hoy pueden verse en los techos de algunos corredores servían para golpear a los intrusos con lanzas o arrojarles aceite hirviendo.

Uno de los sistemas más ingeniosos y eficaces de defensa eran las grandes piedras con las que podían bloquearse las entradas en cuestión de segundos. Al entrar en una de las grandes estancias vemos junto al umbral una piedra de una tonelada, redonda y gruesa como una rueda de molino, colocada en lo alto de una pequeña rampa que desciende hasta el propio umbral y sujeta en su lugar con pernos. Se trata del equivalente rupestre a una puerta acorazada. Quitando una simple cuña de madera, un solo hombre hacía que la rueda se deslizara rampa abajo y bloqueara la entrada. Sin embargo, al otro lado, y al carecer de un punto de apoyo, ni un ejército hubiera podido mover la piedra. Una de las tácticas defensivas que idearon los capadocios era dejar que el ejército invasor entrara hasta una sala grande para luego bloquear los accesos y salidas con las grandes piedras, dejándolos atrapados en el interior.

Las ciudades dejaron de utilizarse a partir del siglo XIV, cuando el Imperio Otomano estabilizó la región y los pueblos comenzaron a prosperar en la superficie. Los accesos a las ciudades subterráneas se sellaron o se utilizaron como bodegas y almacenes. Sólo algunos niños, como nuestro guía Mustafá, utilizaba sus corredores como campo de juegos para sus aventuras.

No fue hasta la década de 1960 cuando los vecinos empezaron a explorar en serio los túneles que había bajo sus casas. Habían oído rumores sobre la vida subterránea de sus antepasados, pero no pudieron imaginar tales dimensiones. Los arqueólogos han encontrado doscientas ciudades subterráneas, la mayoría de dos niveles. Sólo unas pocas han sido puestas al descubierto para asombro del mundo moderno. El plano definitivo de este hormiguero humano no se ha trazado todavía, pero se cree que las ciudades estaban comunicadas entre sí. En el caso de Derinkuyu, por ejemplo, un pasadizo de ¡nueve kilómetros! conduce a la ciudad subterránea de Kaimakli, muy similar en dimensiones y disposición.

Cuando salimos a la superficie, entrecerramos los ojos hasta que nos acostumbramos al brillante sol otoñal de Anatolia. Fuera todo es normal, como si la ciudad subterránea continuara siendo un arma secreta, impenetrable, inviolable. Nadie podría imaginar que más allá de la oscura entrada, bajo los pintorescos pueblos, se esconde todo un mundo secreto, una transformación titánica del paisaje y un ejemplo extraordinario de cómo el hombre puede trabajar con la naturaleza para sobrevivir.
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lunes, 11 de octubre de 2010

CASTILLOS DEL DESIERTO DE JORDANIA- Vida y muerte en el desierto


El desierto jordano comienza justo en las afueras de Ammán. Es una vasta llanura, amarillenta y rala que, hacia el este, extiende su horizonte hasta Arabia Saudí e Irak. Pese a sus duras condiciones, hoy, como ayer, continúa siendo el pasillo a través del cual se intercambian los productos de Oriente y Occidente. Las antiguas caravanas de dromedarios han sido sustituidas por camiones cargados de mercaderias, pero muy especialmente cisternas llenas de petróleo. La cuarta parte de las transacciones comerciales jordanas se realizan con Irak, lo que ha puesto al país en una incómoda situación económica y política desde hace veinte años dados los problemas que han venido acosando a su vecino.

Resulta chocante que este inhóspito desierto se halle en mitad de un hervidero en el que se mezclan el petróleo, las intrigas diplomáticas de Oriente Medio, los palestinos, los intereses de las potencias extranjeras y las guerras que en el último medio siglo han venido sucediéndose casi sin interrupción en toda la región. Demasiados vecinos para un páramo vacío. Y es que, como suele suceder en los desiertos, éstos rara vez hacen honor a su nombre. Testigos de la continuidad de los esfuerzos del hombre por sobrevivir y medrar en este entorno hostil, las ruinas de un conjunto de castillos puntean este desierto. Sus funciones servían a los más variados propósitos: desde relajarse lejos de la ajetreada vida de la gran capital hasta defender las caravanas de los asaltos de los beduinos. Cada uno de ellos cuenta su propia historia y muestra un estilo arquitectónico particular.

Tras la muerte de Mahoma, en el año 632, sus seguidores, llamados musulmanes, iniciaron una guerra santa de conquista que les llevó a dominar amplios territorios, entre ellos todo el Próximo Oriente. El Islam se convirtió rápidamente en la religión mayoritaria entre la población de estas tierras que, además, adoptó el árabe como lengua. La capital del joven imperio se encontraba en la ciudad santa de Medina, en la actual Arabia Saudí.

Pero desde sus inicios, el mundo musulmán se encontró desgarrado por sangrientas rivalidades internas. La ascensión de Alí, cuarto califa (sucesor) tras el profeta Mahoma, desencadenó un cisma entre las facciones suní y chíi. El gobernador sirio, Muawiya, sucedió a Alí en el año 661, fundando la dinastía Omeya con sede en Damasco. Los omeyas levantaron magníficos monumentos urbanos, como la mezquita de Damasco, la mezquita de Omar y la Cúpula de la Roca en Jerusalén. Sin embargo, nunca perdieron el contacto con el desierto del que provenían y los castillos a cuya búsqueda salimos aquella mañana eran buena prueba de ello.

Qasr Kharana es el primero de esos castillos, a 60 kilómetros de Ammán. La palabra "castillo" en este caso puede llamar a engaño. A primera vista, este sólido edificio de dos plantas, con torretas aparentemente defensivas a sus lados y saeteras abiertas en sus muros, puede parecer que cumplía funciones militares. Sin embargo, su forma y altura no parecen ser las más indicadas para disparar flechas y algunos expertos se inclinan a pensar que servían para ventilar impidiendo el paso de demasiado polvo o excesiva luz. La disposición interior -un patio central alrededor del cual se abren sesenta estancias en dos niveles de altura, un estilo influenciado por la tradición romana y bizantina- tampoco responde a las necesidades de una guarnición.

Su función como caravasar o posada para caravanas es también dudosa, puesto que se encontraba algo alejado de las rutas comerciales habituales y no parece existir una fuente de agua en las proximidades, algo fundamental en ese tipo de instalaciones. Es más probable que se tratara de algún tipo de albergue temporal o espacio de reuniones entre los beduinos y las autoridades omeyas. Aunque su tamaño es reducido, el edificio se halla muy bien conservado y su laberíntico interior, con escaleras entrecruzadas, corredores y salas abovedadas le dan cierto aire a cuadro de Escher. Desde el tejado se domina una extraordinaria vista de los desolados alrededores, sólo rota por los postes de alta tensión y la cinta de la carretera.

No mucho más lejos se levanta el que quizá sea el castillo del desierto mejor conservado y también más inusual: Qsair Amra. Construido a principios del siglo VIII fue no solo una fortaleza y residencia para los califatos omeyas, sino el centro de una pequeña ciudad, hoy devorada por el desierto. Fue este un lugar de refugio y escape de las tensiones de la capital. En la actualidad no queda rastro visible de ello, pero los alrededores estaban tapizados de abundante vegetación gracias a un complejo sistema de regadío a partir de pozos subterráneos. Formaba parte de un plan de creación de oasis artificiales con los que iniciar una misión colonizadora en este duro desierto.

La puerta de acceso nos da paso a un mundo interior, alejado del calor y la intensa luz y al que nuestros ojos tardan un poco en acostumbrarse. El rigor y desnudez del paisaje exterior debió contrastar increíblemente con el interior de este palacio, sumamente lujoso y profusamente decorado. Estamos en una gran sala dividida en tres naves por dos arcos longitudinales que da acceso a otras dos pequeñas estancias. Los suelos fueron de fresco mármol en la sala principal, mientras que en las habitaciones menores lo eran de mosaico, un arte tomado de los bizantinos. También se han conservado los baños, otra herencia romano-bizantina (y un extraordinario lujo en mitad de un desierto), compuestos del apoditerium o vestidor, el tepidarium y el caldarium.

No tardamos en darnos cuenta, observando las paredes, de que estamos en un palacio dedicado al placer y a la satisfacción de los sentidos: los muros están profusamente decorados con murales figurativos, los frescos más antiguos que se conocen de la civilización musulmana. Y no sólo en la mera antigüedad reside su excepcionalidad, sino en los temas representados: danzas y músicos, ángeles, desnudos femeninos, artesanos trabajando, escenas alegóricas de la caza y la vida social en palacio... En los muros de la sala principal, el soberano se sienta en su trono, rodeado de pájaros y seres marinos. En los laterales aparecen representados todos los enemigos del Islam en aquel momento: Cosroes, el rey de la Persia sasánida, el negus de Abisinia y el emperador de Bizancio. Los baños están cubiertos de figuras de animales, escenas acuáticas con mujeres y niños y, en la cúpula, un magnífico zodiaco con los astros que permitían a los beduinos guiar las caravanas de noche y descansar de día en oasis y manantiales.

¿Cómo es esto posible? ¿No se han encargado de repetirnos hasta la saciedad los propios musulmanes la ofensa que supone la representación de figuras humanas o animales en el arte islámico? ¿No ha descansado éste sobre los motivos geométricos, siendo más decorativo que figurativo? Pues parece que no ha sido siempre así.

De hecho, muchos estudiosos ven en Qsair Amra la prueba de que el Islam primitivo no prohibía la figura humana en el arte, teniendo su origen esta censura en interpretaciones posteriores y más rigoristas. Sencillamente, en sus orígenes, no existía el arte islámico como tal. Carecía de tradición propia más allá de los motivos decorativos que empleaban en sus alfombras o piezas de joyería. Al entrar en contacto con civilizaciones con una intensa y desarrollada vida artística, como los griegos, los romanos o los bizantinos, absorbieron parte de sus técnicas, hábitos y simbología. De hecho, los califas omeyas contrataron a arquitectos y artistas bizantinos para muchos de sus proyectos de construcción. Los frescos de sus muros, los mosaicos de sus suelos, la forma de sus columnas o la decoración de sus estancias, demostraban el sincretismo artístico que estaba teniendo lugar.

En el año 747, un terremoto devastó gran parte de Jordania, debilitando el poderío de la dinastía Omeya, que fue finalmente apartada del poder por los abasíes en el 750. Éstos seguían una interpretación más ortodoxa y menos tolerante del Islam y, estableciendo su sede en la lejana Bagdad, se encontraron mucho más lejos, espiritual y artísticamente, de la influencia cristiana. Sus conflictos con los fatimíes de Egipto y con los bizantinos primero y los turcos selyúcidas después, desplazaron al Próximo Oriente de los principales teatros de operaciones, al menos hasta las Cruzadas.

Con la caída de los omeyas, el vínculo del pueblo árabe con el desierto comenzó a diluirse, transformándose principalmente en una civilización urbana y dejando estas áridas extensiones a los pueblos beduinos. Aquellos magníficos oasis artificiales y los castillos y palacios erigidos en ellos se abandonaron, convirtiéndose en refugio ocasional de los nómadas, que no sólo los utilizaban para cobijarse con su ganado, sino que llevaron a cabo un minucioso expolio de todo lo que quedó en su interior, desde los mármoles de los suelos hasta las maderas y azulejos. El humo de las hogueras que encendían para calentarse en las frías noches estropearon los frescos, ennegreciendo las paredes y borrando los colores. Aislados en una región impracticable para los cristianos y peligrosa incluso para los árabes debido a la ferocidad de las tribus beduinas, los castillos permanecieron en el olvido hasta que un estudiante austriaco, Alois Musil, los redescubrió, recogiendo minuciosas anotaciones y dibujos de los frescos tal y como estaban en aquel momento y que han resultado de un valor inestimable, ya que éstos han continuado deteriorándose y perdiendo nitidez.

Nuestra última parada del día fue Qasr Al-Azraq, a 100 km de Ammán y cuyas piedras cuentan historias muy diferentes de las de los otros castillos del desierto. Se trata de una estructura mucho mayor que las otras fortalezas que hemos visitado, con unos muros de ochenta metros de longitud, una torre en cada esquina, delimitando un amplio patio en cuyo centro se alza una mezquita de la época omeya. Está claro que este lugar registró actividad durante más tiempo y hasta época más reciente que los otros castillos aunque no sea mucho lo que se sabe de él, excepto que es muy antiguo.

La elección de su emplazamiento es perfectamente lógica: el cercano oasis es la única fuente de agua potable en cientos de kilómetros a la redonda, por lo que se trataba de un enclave extraordinariamente importante que debió mantener una población estable desde hace quizá tres mil años. En algunas piedras del castillo se pueden leer inscripciones en griego y latín, que datan del año 300 d.C., tiempos de dominio romano. La fortaleza fue renovada en el período bizantino y el califa omeya Walid II la utilizó como base para sus expediciones militares y sus partidas de caza. Los mamelucos lo reconstruyeron en el año 1237 utilizando piedra basáltica, lo que le da un aspecto oscuro que lo diferencia de otras construcciones similares de la región. Los turcos otomanos instalaron una guarnición en el siglo XVI.

Una de las características más peculiares de la construcción es la puerta, ejemplar muestra de la adaptación de la arquitectura al entorno. Una fortaleza necesita puertas y éstas, en otras latitudes, solían ser de madera. Sin embargo, la disponibilidad de ese material en el desierto es, como mínimo, escasa y lo único que podía utilizarse era madera de palmera, demasiado blanda y con la que resulta muy difícil construir, no digamos ya tallar estructuras resistentes. Así que los ingenieros utilizaron piedras para bloquear las entradas. Dos enormes rocas talladas de una tonelada cada una formaban los "batientes" de la puerta. Lubricando con aceite de palma los surcos por donde se deslizaban resultaba más fácil de lo que parece mover semejantes bloques.

Pero con toda la larga historia que registra el castillo, para la mayoría de los visitantes, su atractivo reside en su relación con Lawrence de Arabia. El soldado británico y el jerife Hussein ibn Alí invernaron aquí en 1917, mientras participaban en la revuelta árabe contra los turcos. Lawrence fijó su cuartel en la habitación situada sobre la entrada sur, en tanto que sus hombres utilizaron otras zonas del fuerte, cubriendo los agujeros del techo con ramas de palmera y barro para protegerse del intenso frío. Fue una dura experiencia que Lawrence (quien, aunque paradigma del aventurero romántico en Occidente, es considerado por los musulmanes como un traidor) reflejó en su obra "Los Siete Pilares de la Sabiduría". En aquellos días, pese a los siglos transcurridos, el castillo de conservaba en mejor estado que el ruinoso conjunto que hoy se extiende ante nuestros ojos, ya que la mayor parte del edificio se hundió en un terremoto en 1927.

Los castillos del desierto de Jordania no atraen tantos visitantes como otros tesoros nacionales (Petra, Wadi Rum o el Mar Muerto), pero si se mira más allá de los desgastados muros y las estancias vacías, de los montones de escombros y los baluartes hundidos, se descubren historias fascinantes que nos hablan del surgimiento de una nueva arquitectura islámica, de la vida en el desierto y de cómo sus habitantes se relacionaron unos con otros a través del comercio, la guerra y la religión.
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