span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: 2011

lunes, 26 de diciembre de 2011

Devil´s Marbles: arte natural en el desierto rojo

Lo mejor de conducir por un desierto es que cuando llegas a algo –lo que sea- que pueda considerarse una distracción, te animas de forma desproporcionada. A media tarde, a 500 km de Alice Springs, vimos una señal que anunciaba un lugar llamado Devil´s Marbles. Nos desviamos y seguimos un par de kilómetros por una carretera secundaria hasta un aparcamiento. Y allí nos topamos con algo realmente fabuloso: bloques enormes de granito liso, grandes como casas, amontonados en pilas desordenadas o desparramados por una zona inmensa (1.800 hectáreas según un rótulo). Cada uno tenía una forma característica, pero eran inmensos y algunos estaban apoyados sobre bases insignificantes. Imaginad un bloque de unos nueve metros de alto y casi esférico apoyado sobre una base poco mayor que una tapa de alcantarilla, por ejemplo. No hace falta decir que no había ni un alma. Si tuviéramos esas piedras en Europa, serían mundialmente famosas. Se organizarían viajes en autobús hasta aquí y no habría familia que no tuviera en sus álbumes fotos sonriendo estúpidamente con este fantástico panorama de fondo. En Australia no era más que un trozo del infinito desierto interior. Los conductores de los enormes camiones de cuatro remolques o de los turismos que recorrían ochocientos kilómetros por jornada tenían demasiado asfalto por delante como para entretenerse en estas cosas.

Y esa es la explicación al aparente olvido que sufre el lugar. A pesar de que las fotos de estas “canicas del diablo” aparecen en postales, libros y guías, los grupos organizados no llegan normalmente hasta aquí porque para ello es necesario recorrer grandes distancias por carretera mientras que el turista medio prefiere ajustarse al cómodo itinerario habitual: volar de Sydney a Uluru y de allí a la Gran Barrera de Coral. El Top End, por su clima tropical y su alejamiento físico del resto de Australia, es mucho menos visitado que la costa este de la isla-continente

Paseamos por allí una hora, tan abrumados por la soledad como por las piedras, subiendo a las sorprendentes formaciones rocosas y tomando fotos peculiares gracias al juego de perspectivas que ofrecían aquellas grandes canicas de granito rojo, levantadas de una manera aparentemente sobrenatural, como grandes huevos erectos sobre un cielo azul. Como muchos parajes cuyo aspecto y morfología se aparta de la monotonía del desierto circundante, reviste un carácter sagrado para los aborígenes, que creen que esas enormes bolas son los huevos de la Serpiente del Arco Iris. Los milenios han disuelto los mitos, historias y ceremonias relacionadas con el lugar, pero así y todo continúa siendo importante para la tribu Kayteye. Esto lo convierte, sin ninguna duda, en uno de los lugares religiosos más antiguos del mundo.

La versión geológica se queda muy corta respecto a la aborigen. Estos restos fragmentados y redondeados, en algunos casos partidos como si se hubiera utilizado un cincel mastodóntico, en realidad han emergido del subsuelo. Son piedras que hace 1.800 millones de años estaban enterradas y el agua ha ido desgastando la superficie hasta hacer desaparecer su paraguas arenoso. En fin, la consabida acción de los meteoros y el tiempo, una explicación mucho menos inspiradora que la de la serpiente mitológica.

En el parking sin asfaltar donde estacionamos el vehículo y a nosotros mismos, comenzamos a preparar la cena mientras el sol va descendiendo y el calor, aunque aún intenso, da un respiro. A la hora del ocaso, subimos hasta lo alto de una de las mesetas rocosas de los alrededores para disfrutar de la puesta de sol sobre la inmensa extensión de terreno que dominamos. En ese momento del día, como sucede desde hace miles y miles de años en este entorno inmutable, las sombras de las rocas se van prolongando mientras ellas mismas adquieren un intensísimo color rojizo que parece surgir de su interior.

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miércoles, 30 de noviembre de 2011

Basílica de la Cisterna: los sótanos de la historia


Poco ha quedado del mundo bizantino en Estambul, al menos en lo que a arquitectura se refiere. Un puñado de iglesias en su mayoría en pobre estado de conservación (con la llamativa excepción de Hagia Sofia), las famosas murallas de Constantinopla levantadas por Teodosio, el acueducto de Flavio Valente, algunos mosaicos y poco más… Ni una casa, ni un palacio… todo fue borrado o tapado por una alfombra otomana que no reconocía a Constantinopla, sus grandes emperadores, su arte o su religión como tradiciones propias.

Hay un pequeño reducto que ha conseguido llegar hasta nuestros días pasando desapercibido. Paradójicamente, es algo que ninguno de los monarcas bizantinos, obsesionados por el lujo, la pompa y la grandiosidad, pensaron que sobreviviera a los grandes templos o los impresionantes palacios construidos para durar hasta la eternidad: la hoy conocida como Basílica de la Cisterna.

El cobro de una entrada nada barata y la poca vistosidad del acceso -una simple construcción de piedra con una taquilla seguida de escaleras descendentes-, hace que no sean muchos los turistas que se aventuren en este refrescante oasis subterráneo en el que un bosque de antiguas columnas se pierden en la oscuridad, semisumergidas en una laguna que refleja la tenue iluminación hábilmente dispuesta para crear un ambiente atemporal, una especie de imagen que no hubiera desentonado en una película de fantasía.

Esta cisterna, la más grande de las sesenta construidas en Constantinopla jamás estuvo pensada para convertirse en uno de los símbolos de su gobierno imperial en la ciudad. Se terminó en pocos meses, en el año 532, empleando 336 columnas romanas procedentes de templos paganos de Anatolia, la mayoría de origen corintio y que yacían por doquier abandonadas tras los saqueos, los terremotos o la ausencia de creyentes. Ocupa un área de 10.000 metros cuadrados y tiene 8 metros de altura con una capacidad para 30 millones de litros. Su función original era evitar la vulnerabilidad que significaba para la ciudad depender durante un asedio del acueducto de Valente. Se utilizó hasta finales del siglo XIV como cisterna de agua y a mediados del siglo XIX se restauró después de ser usada como almacén de madera.

No era más que una obra de ingeniería, como hoy podría considerarse una subestación eléctrica o un colector de agua. No pretendió ser un monumento perdurable, un símbolo. Durante muchos años, ya antes de la conquista otomana de la ciudad, la cisterna fue olvidada, lo que probablemente la salvó de ser derruida para reutilizar sus materiales en nuevos trabajos de construcción. Toda la porquería y el cieno que cubría el depósito fue limpiado y hoy su exhibición puede ser considerada como un triunfo en la presentación de monumentos antiguos. Las hileras de antiguas columnas surgen de la oscuridad a medida que el visitante camina por las pasarelas de madera tendidas sobre el agua, envuelto en una penumbra poblada de ecos que hace que uno sienta que es la primera persona que descubre el lugar.

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viernes, 11 de noviembre de 2011

Ashgabat: espejismo en el desierto (4)


(Continúa de la anterior entrada)

Volvimos al hotel caminando bajo el intenso sol. A nuestra izquierda, en el sur, se vislumbraba una cadena de montañas, una alfombra fabulosamente intrincada de color té, que se extendía hacia las cumbres en pliegues delicados. Era el Kopet Dag –literalmente, “conjunto de montañas”- que alcanzaba más de tres mil metros de altitud y formaba la frontera entre Turkmenistán e Irán, entre los desiertos calinosos, llanos y monótonos de Asia Central, en el norte, y las impresionantes montañas y altiplanicies de Oriente Próximo, en el sur.

La amplia avenida de salida de la ciudad -a pocos kilómetros se encuentra la frontera con Irán- sólo soportaba el tráfico de un puñado de automóviles, Ladas soviéticos que expulsaban ruidosamente un denso humo. Aquella misma tarde vi un camión ruso cuya resistencia había llegado a su final tras años de mínimo o nulo mantenimiento, un clima duro y un uso ininterrumpido. Un grupo de obreros se esforzaba empujando el pesado cacharro ante la impávida mirada del soldado que montaba guardia cerca de uno de los edificios oficiales. Una oxidada máquina soviética, símbolo del pasado más reciente, sufriendo un colapso ante uno de los símbolos del joven país. Toda una metáfora.

En el hotel, aproveché para sentarme en la soleada terraza de mi habitación para disfrutar de la brisa que venía de las montaña. Encendí la televisión. No tardé en apagarla tras descubrir horrorizado que la programación estrella era una de las reuniones televisadas del consejo de ministros de Turkmenbashi. Niyazov las presidía con el aire de un maestro de escuela. Los ministros se ponían en pie nerviosamente cada vez que su líder les interpelaba. Si lo juzgaba oportuno, no dudaba en reprenderlos en público. Hacía poco, había expulsado a uno, gritándole amenazadoramente frente a las cámaras de la televisión: “¡Y jamás volverás a encontrar trabajo en este país!” (no pude evitar pensar lo refrescante que resultaría ver eso en nuestros canales de televisión con nuestros propios ministros). Últimamente, había decidido teñirse el pelo y hubo que sustituir de la noche a la mañana los más de 250.000 carteles que ocupaban todos los lugares estratégicos del país, incluidos carreteras, aeropuertos y ciudades. En algunos de ellos parecía un gordo y burlón Dean Martin; en otros, tenía el aspecto de un consejero delegado de mal carácter con una sonrisa desafiante. La más común, barbilla sobre su mano, con una engañosa e insincera sencillez, como un cantante de variedades. Tenía facciones italianas y algunas veces posaba con un montón de libros, como un insufrible escritor de gira promocional. Para muchos, ese hombre tenía todas las trazas de aspirar a formar parte del club del surrealismo mágico internacional, junto a Castro, Gadafi y compañía.

Era todavía pronto, así que decidí salir y darme otro paseo hasta el mercado. Descubrí otra
sección, la que daba nombre al Mercado Ruso, compuesta de pequeños puestos alineados uno junto al otro formando estrechos pasillos, donde se vendían principalmente ropa, calzado, compact-discs, material escolar y algunos libros en ruso, principalmente religiosos. Los puestos estaban atendidos por rusos y era evidente, a tenor de la ropa que vendían, que sus clientes eran exclusivamente de esa etnia. Una situación difícil la de esta gente, apartados de los turkmenos no solamente por sus costumbres y raza sino por la decisión oficial de exaltar todo lo “turkmeno” y excluir lo ruso. El resultado ha sido un éxodo de población rusa desde la promulgación de la independencia, ya que, a todo lo dicho se suma el que cada vez es más difícil encontrar trabajo sin hablar turkmeno. El delirio nacionalista llega hasta el punto de que, si un extranjero quisiera casarse con una turkmena, por ejemplo, ¡está obligado a pagar un impuesto de 30.000 euros! La política de pureza racial y aislamiento alcanza límites enfermizos.

De vuelta al hotel, volví a detenerme en la horrible estatua "taurina" de la plaza, donde una chica turkmena se me acercó para preguntarme en perfecto inglés si quería que me hiciera una foto junto al horror parido por Turkmenbashi. Le respondí amablemente que no e intenté trabar conversación con ella, pero aparte de decirme que su inglés provenía de sus estudios en Estados Unidos, se mostró reacia a iniciar cualquier charla, alejándose rápidamente con un ojo puesto en los guardias de los alrededores. La juventud en Turkmenistán no lo tiene fácil. Esta chica, para estudiar fuera, debía disfrutar de contactos dentro de la administración. Tienes que sobornar a mucha gente para conseguir entrar en la universidad, pero sólo se les permite el acceso a los turkmenos. Un ruso, uzbeco o coreano no tienen la más mínima oportunidad. El Líder paralizó la enseñanza en los niveles básicos para la mayoría de la gente. Una vez un político extranjero le preguntó sobre esto y respondió: “La gente sin educación es más fácil de gobernar”.

El gobierno, paranoico hasta el final y heredero de algunas de las peores costumbres del régimen soviético, enviaba a sus jóvenes con becas a Estados Unidos para que cursaran allí sus estudios. Su vuelta estaba asegurada por cuanto las familias pasaban a ser rehenes no oficiales. A su vuelta, el gobierno los empleaba como funcionarios de diferente cualificación y entre sus tareas se encontraba el leer todos los emails que entraban y salían de los servidores del país y escuchar y leer conversaciones y correspondencia.

Turkmenbashi demostraba a cada momento con su estilo de gobierno que se acercaba más a las maneras de la mafia que a las de una democracia, con extorsiones, policía secreta, torturas, prohibición de la libertad de expresión… y así hasta hacer enrojecer a algunos dictadores que a su lado no son más que aprendices. Tan sólo sus familiares y los más allegados gozan aquí de privilegios, como su hijo, a quien regaló el lujoso hotel en el que estábamos alojados y que acabó apostando y perdiendo en el casino. El presidente, herido en su orgullo, lo recompró en un ataque de ira con sólo sabe él qué dinero. La población, amedrentada por tal concentración de poder, tan sólo podía continuar subsistiendo, obviando todo cuanto sucedía a su alrededor.

Aquella noche, antes de regresar al hotel, me quedé atónito ante otro de los horrores urbanos de aquel chiflado: en un parque, iluminado tenuemente, sobre una plataforma se alzaba lo que parecía ser una gran losa de unos 20 metros cuadrados en cuya parte frontal, en grandes letras, se leía Rukhnama, bajo un busto de perfil de nuestro ya viejo conocido Turkmenbashi. Pues bien, se trataba de una especie de monumento-libro que se abría en los días señalados y en cuyo interior se ocultaba una gran pantalla desde la que el líder arengaba y arrojaba sus plúmbeos discursos contra la multitud.

El Rukhnama es un pesado libro sobre historia personal, extrañas tradiciones turkmenas, genealogías, cultura nacional, sugerencias culinarias, propaganda soviética, fanfarronerías megalomaníacas, promesas enloquecidas y sus propias poesías, una de ellas comenzando como “”Oh, mi loca alma…”. El libro contiene más signos de exclamación que un anuncio de “¡hágase millonario en diez días!”, con el cual tiene mucho en común. Parece que lo consideraba como una especie de Corán, una guía personal para los turkmenos que, como diría Mark Twain, no era más que “cloroformo impreso”, un tostón insoportable.

En esta exposición confusa y ecléctica, Niyazov retrocedía 5.000 años (o eso decía) y afirmaba:
“La historia turkmena puede ser rastreada hasta el Diluvio Universal”. Después de ese episodio, cuando las aguas se retiraron, el antepasado de los turkmenos, Oguz Khan, apareció. Los hijos y nietos de Oguz dieron lugar a los 24 clanes que existen en Turkmenistán. La figura de Oguz es una de las claves del Rukhnama: Niyazov nos explica cómo los turkmenos llamaron a la Vía Láctea, el Arco de Oguz, al río Amu Darya, el río Oguz; y a la constelación del carro u Osa Mayor, las estrellas de Oguz….

El subtítulo del Rukhnama (entonces llamado el Sagrado Rukhnama) podría ser “La Segunda Venida”, aunque su auténtico subtítulo es “Reflexiones sobre los valores espirituales de los Turkmenos”. Niyazov enfatiza que él es una especie de reencarnación de Oguz Khan, poderoso y sabio, y para probarlo ha bautizado ciudades y montañas, ríos y calles, con su nombre. Ha ordenado que el turkmeno sea escrito en caracteres latinos y afirmado que, como ha dedicado su vida a hacer de Turkmenistán una gran nación, debería ser su presidente por el resto de su vida.

Más tarde en el Rukhnama, se pone sentimental sobre su madre y las madres en general, lo que acaba convirtiéndose en un programa para venerar la maternidad. “La madre es un ser sagrado… Uno puede comprender el valor de lo sagrado sólo después de haberlo perdido” (él era huérfano). Después pasa a explicar que el padre proporciona soporte material, pero que la madre da amor.

¡Sonríe!” era una orden de Turkmenbashi. Destacaba que los turkmenos debían sonreír. Escribió: “Como dice un antiguo dicho: “Nunca habrá arrugas en un rostro que sonríe”. Y después: “A menudo recuerdo a mi madre. Su sonrisa aún aparece ante mis ojos. La sonrisa es visible para mi incluso en la oscuridad de la noche, incluso aunque tenga mis ojos cerrados”. Una sonrisa es poderosa: “Una sonrisa puede hacer que un enemigo se convierta en un amigo. Cuando la muerte te mira a la cara, sonríele y puede que te deje libre”. Incluso la naturaleza sonreía: “La primavera es la sonrisa de la Tierra”. Incluso puede ser un lenguaje: “Sonreíros… Hablaos con sonrisas”.

Páginas y páginas de esto, la mayoría autolaudatorias. A su sonrisa debía Niyazov mucho de su
éxito como líder nacional. “Esa sonrisa que heredé de mi madre es mi tesoro”. Esto era por lo que, quizá, la mayoría de los retratos de Niyazov por todos sitios en Turkmenistán lo mostraban sonriendo, aunque nunca parecía menos honesto y feliz que cuando lo hacía. Su sonrisa –y esto es igualmente cierto para todos los líderes políticos- era su más siniestra característica.

A la orden de Niyazov, su libro era estudiado en todas las escuelas de Turkmenistán. Se exigía un profundo conocimiento del mismo para entrar en la universidad y para progresar en el funcionariado. Aquellos oficiales de inmigración que atemorizaban a los recién llegados al país en el aeropuerto difícilmente comprendían los entresijos de lo que hacían, pero probablemente podrían haber citado: “Una sonrisa puede hacer que un enemigo se convierta en amigo”. También es cierto que nadie sonreía en el aeropuerto.

Una significativa omisión de todas las ediciones del libro (del que se imprimieron más de un millón de copias en más de treinta lenguas, incluyendo zulú y japonés) es cualquier mención al intento de asesinato que sufrió en 2002. En aquel año, en lo que pudo haber sido un golpe de Estado fallido, casi murió cuando le dispararon en su comitiva motorizada a través de la ciudad. Esto resultó en una ola de represión, los responsables y sus colaboradores fueron arrestados, ejecutados o encarcelados. Familias enteras fueron a parar a las cárceles y nunca se volvió a saber de ellos. Los rumores decían que habían sido sus propios ministros los que habían planificado el magnicidio y el plan hubiera sido secuestrarlo, tomarlo como rehén y deponerlo en lugar de matarlo.

¿Cómo es posible que no haya un movimiento de oposición, una resistencia que llame la atención del mundo sobre su causa? En primer lugar, claro, está el miedo. Un caso típico del que informaron fuentes extranjeras, fue el de Ogulsapar Muradova, 58 años, madre de dos hijas y reportera de Radio Free Europe. Fue arrestada, juzgada sin abogado en una sesión secreta y condenada a seis años de cárcel. En septiembre de 2006, un mes después de ser encerrada en Ashgabat, Muradova fue encontrada muerta en su celda (“herida en la cabeza”, dijeron los informes oficiales) y su cadáver devuelto a sus hijas.

Pero hay más que el simple temor. El disidente que se centra en valores universales como los derechos humanos requiere una sociedad urbana, y los turcomanos eran un pueblo nómada, tribal. Aún vestían ropas tradicionales y ni siquiera conocían los nombres de las calles; tal vez porque conocer los nombres de las calles requiere un razonamiento abstracto e impersonal que no se basa en los hábitos. Las personas que sabían distinguir una calle de otra eran por lo general empleados de hotel rusos, taxistas armenios, comerciantes azeríes… o sea, extranjeros urbanizados.

A Turkmenistán le acechaba la desintegración. No era ni siquiera una “nación fósil”, como la cercana Georgia. Con cuatro quintas partes de su territorio invadidas por el desierto, la población del país está compuesta exclusivamente por clanes de invasores nómadas: los tekke en el centro (a los que pertenecían Turkmenbashi y sus ministros), los ersri en el sureste y los yomuts en el norte y el oeste. Pero vale más el actual estancamiento que el caos.

Y, ciertamente, a pesar de la aparente fiebre inmobiliaria, había estancamiento. El canal de Karakum se estaba obstruyendo por acumulación de sedimentos, lo que ponía en peligro el abastecimiento de agua del país. Se había reducido la educación obligatoria. Se habían cerrado todos los hospitales fuera de Ashgabat, reemplazando a miles de profesionales de la salud por conscriptos del ejército y había ordenado a los médicos del país jurarle lealtad a él en lugar de realizar el juramento hipocrático. No se gastaba dinero en infraestructuras; a pesar del espectacular despliegue en edificios hipermodernos, muchas casas y carreteras se hallaban en estado ruinoso. Si uno abría un pequeño negocio, al momento acudía un enjambre de recaudadores de impuestos que exigían sobornos a cambio de autorizaciones. No se veían multitudes, tráfico ni vida callejera. Pero, en cambio, había casinos y nightclubs nuevos, llenos de extranjeros que trabajaban en la industria petrolera y de mujeres rusas. Estas últimas probablemente pretendían salir del país a través del matrimonio.

A pocos kilómetros se hallaba Irán, un país con una fuerte tradición monárquica. Los ayatolás constituían una autocracia organizada, evolucionada e impresionante comparada con la de Turkmenistán. En Irán la democracia –en su imperfecta forma- fue posible porque la sociedad iraní era ya una sociedad refinada y avanzada. En cambio, los turcomanos nunca conocieron una forma de gobierno. Era la tierra de la anarquía.

Históricamente, las monarquías han demostrado ser una forma relativamente estable y benigna de tiranía en regiones donde no había clase media para proveer de personal a las instituciones democráticas. Por eso en Asia Central, donde aún no existen clases medias, los kanes medievales como Turkmenbashi volvieron tras el colapso del comunismo. El fundamentalismo islámico de Teherán horroriza a los turcomanos y, por este motivo, aquí la influencia de Irán es limitada.

El Turkmenistán de Niyazov merecía otros nombres. Quizá Absurdistán; o Chifladistán, un enorme manicomio dirigido por su interno más desequilibrado. Su capital, una mezcla de Las Vegas y Pyongyang, era un ejemplo de lo que ocurre cuando el poder político, el dinero, el nacionalismo, el vacío tradicional y la enfermedad mental se combinan en una sola paranoia.


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lunes, 24 de octubre de 2011

Ashgabat: espejismo en el desierto (3)


(Continúa de la anterior entrada)

El presidente llamaba a su política internacional “neutralidad positiva”, en honor de la cual estaba levantado aquel hortera Arco de la Neutralidad. En la práctica, además de la expulsión de las tropas rusas que debían defender las amenazadoras fronteras de Irán y Afganistán (algo que no gustó nada en el Kremlin) esta política significaba un aislamiento que reflejaba la xenofobia y la suspicacia de los antepasados nómadas. Las restricciones en la obtención de visados hacía difícil que los extranjeros, incluidos los ciudadanos de otras antiguas repúblicas soviéticas, visitaran el país, mientras que los nativos que querían viajar al extranjero se encontraban con grandes barreras burocráticas. Eran pocos los periodistas extranjeros y miembros de organizaciones benéficas a los que se permitía entrar y no vi occidental alguno en Turkmenistán aparte de nuestro reducido grupo. Turkmenistán es uno de los lugares en los que me sentí más aislado del mundo exterior, más extranjero.

“Neutralidad positiva” también significaba enfrentar a un país con otro país o a una compañía con otra compañía. Aquí todo el mundo –los israelíes, los iraníes, las compañías de petróleo, etc.- trabajaba en proyectos y contribuía activamente a fomentar la egolatría de Turkmenbashi. Turkmenistán era el único país donde israelíes e iraníes trabajaban juntos en proyectos de petróleo y construcción. Se decía que el presidente tenía 12.000 millones de dólares en cuentas privadas de bancos europeos por motivos de “seguridad nacional”. "El presidente es un niño de oro como el de la estatua. Vive en un mundo imaginario. No tiene vida personal. Su esposa vive en Moscú. Sus hijos también residen en el extranjero. No se sabe si quiere realmente a alguno de los que están junto a él" leí en una declaración de un funcionario anónimo en un artículo sobre el país en la página web de la BBC.

Su "neutralidad" convivía con su odio a las ONG –de hecho, las prohibió- y su expulsión de todos los grupos pro derechos humanos, asociaciones religiosas y de defensa del medioambiente. Rechazó la ayuda del FMI o préstamos del Banco Mundial, porque si aceptara el dinero tendría que poner sobre la mesa su propia información financiera. Y ese es su gran secreto.

Jo y yo nos encaminamos hacia el Mercado Ruso, una insulsa construcción de hormigón a dos niveles, pintada de blanco y en cuyo interior los comerciantes turkmenos de los alrededores ofrecían sus mercancías en hileras de mostradores ocultos bajo el peso de una rica variedad de productos. Los mercados asiáticos son simplemente espectaculares, una explosión de colores, formas, sonidos y olores. Y el de Ashagabat, además, constituía el único signo de vida, de realidad, que hasta el momento habíamos visto en la capital. Mujeres de rostros moldeados por la edad y la vida, vestían sus atuendos tradicionales y envolvían su cabeza en un pañuelo (sin significado religioso en absoluto) multicolor. Panes, frutas, carne, dulces, hortalizas, caramelos, yogures, tartas... se exhibían con gusto y vistosidad sobre los mostradores de cemento soviético. Por supuesto, tampoco faltaban varios tenderetes dedicados exclusivamente a la venta de alcohol, principalmente en la forma de vodka.

La mezcla de gentes era también llamativa. Junto a los turkmenos puros, deambulaban los rusos
que habían permanecido aquí tras la independencia. Así, las chicas turkmenas, de delicados rasgos a mitad de camino entre lo turco y lo mongol, se cruzaban con esbeltas rusas de pelo rubio, mejillas sonrosadas y ojos azules. Patriarcas de barba canosa y llamativo gorro de lana de oveja observaban indiferentes a enormes rusos de mirada inyectada de vodka. Las mujeres vestían los largos trajes tradicionales, de color rojo vino o verde, largos hasta los tobillos, de escotes cuadrados. Incluso las chicas jóvenes y las estudiantes hacen gala de ese atuendo por encima de las ropas occidentales, con sus largos cabellos de un negro brillante cuidadosamente recogidos en largas trenzas. Me pregunto si es algo espontáneo, un deseo voluntario de conservar las tradiciones, o producto de la política de creación de una identidad turkmena por parte del Gran Padre Turkmenbashi. Al mismo tiempo, las rusas deambulaban con vertiginosos escotes y faldas o pantalones que apenas eran suficientes para cubrir unos pocos centímetros de carne, luciendo sus encantos sin vergüenza alguna.

Acerca de quiénes son los turcomanos, hay una gran laguna entre el hecho histórico y literario y lo que el gobierno de aquí declara. Aunque los intelectuales nativos conocen la verdad, tienen que seguir recitando otros “hechos” que a veces son disparates, como que los turcomanos son el principio de todas las cosas, o que los turcomanos descubrieron América, por ejemplo. La verdad es que, como los turcomanos eran nómadas, siempre estuvieron en estrecho contacto con otras culturas: la helenística, la parta y la persa. Así, es imposible saber exactamente qué elementos de su idiosincrasia son turcomanos y cuales no.

Bajo un sol de justicia seguimos recorriendo el centro de esta extraña ciudad, en la que, fuera del mercado, no parecía haber actividad. Todo parecía nuevo, reluciente. El amplio monumento a los caídos en la II Guerra Mundial estaba precedido por una avenida de luminosos baldosines y flanqueado por fuentes de agua azul celeste que ayudaban a refrescar el ambiente. Unas mujeres de edad, caminando encorvadas y armadas tan solo con unas escobas hechas de ramas secas unidas por una cuerda, se esforzaban en limpiar hasta la última brizna de hierbecita del suelo. Los azulejos estaban tan limpios que sus reflejos les hacían parecer mojados. Ni un grafitti, ni una mancha, ni un papel arrugado arrojado por alguien, ni un chicle.... en definitiva, ni una huella de presencia humana.

El monumento en sí era bastante feo, heredero de lo peor de la estética soviética: una especie de concha metalizada en cuyo interior se alzaba un conjunto escultórico de bronce oscuro, presidido por un adusto soldado de formas rotundas, a cuyos pies temblaba la inevitable llamita. A ambos lados, se habían levantado unos delgados pilares de estilo islámico rematados por una media luna dorada. Al menos, habían tenido el detalle de rodear el complejo con estanques, surtidores de
agua y jardines. El horizonte, en cualquier dirección, estaba presidido por grúas y edificios, unos en construcción y otros flamantemente nuevos. Turkmenbashi estaba derribando, literalmente, la ciudad soviética y construyendo su propia maqueta utópica, un escaparate que pretendía impresionar a los ejecutivos y hombres de negocios de otros países. Y lo cierto es que aquello resultó ser totalmente inesperado. Cuando se menciona a alguien Turkmenistán, se piensa inevitablemente en guerras, minas, soldados por doquier, montañas resecas, paisajes inhóspitos, ciudades decrépitas... Esto es debido a que asociamos el nombre de todas estas repúblicas con el de Afganistán. Pero Ashgabat, sin duda, se acercaba más a Las Vegas que a Kabul, aunque el entusiasmo y la vitalidad del pueblo no pareciera cumplir las expectativas del desvarío arquitectónico de Turkmenbashi.

Atravesamos grandes avenidas arboladas. “Construiré un bosque en el desierto”, había prometido Niyazov. Durante su estancia en Rusia, le habían fascinado los bosques de pinos, y en ellos había recibido su inspiración; los echaba de menos aquí, entre las piedras y las dunas. Turkmenistán –un país de llanuras azotadas por el viento del desierto y barrancos calcinados por el ardiente sol- merecía un bosque.

Había ordenado plantar cientos de miles de árboles jóvenes; y aunque ya tenían un metro y medio de altura y el plan continuaba, por el momento había sido un fracaso. Existen especies resistentes a la sequía –ciertos cipreses, álamos, esos árboles retorcidos que se pueden ver en Patagonia o la provincia china de Xinjiang-. Pero los abetos Douglas y los pinos blancos, tan queridos por Niyazov en sus días rusos, lo estaban pasando realmente mal. Se habían plantado en larguísimas filas en el centro de Ashgabat y en grandes concentraciones en las afueras de la ciudad. Se habían construido sistemas de irrigación para mantenerlos bien abastecidos, pero, sencillamente, eran las especies equivocadas. Habían sido cocidos por el sol, azotados por el viento y un tercio de ellos ya mostraban ese color rojizo que anuncia la muerte vegetal.

No solamente los árboles luchaban por sobrevivir. Tras los edificios de hormigón se parapetaban los turkmenos, huyendo de una nebulosa existencia. Tras aquellos muros de aspecto deshabitado sobrevivían ancianos rusos conscientes de que su vida no había servido para nada, familias turkmenas hacinadas en pequeños y decadentes apartamentos, hombres y mujeres que preferían olvidar su existencia escondiéndose en el vodka o la droga, dispuestos a vagar en un espacio entre el vacío y la cruda realidad, restos de un naufragio ideológico colosal.

Más allá, entramos en un amplio parque con fuentes, canales por los que el agua se desliza suavemente en pequeñas cascadas, estanques cristalinos, farolas de diseño y escalinatas regias. La ironía era que en ninguna parte parecía haber un sitio donde sentarse, algún banco. El sutil mensaje era: sigue andando, no te pares. Destacando sobre el resto se levantaba un espectacular conjunto arquitectónico dedicado a otro símbolo del nuevo Turkmenistán, una nueva muestra de afirmación nacionalista en un país que jamás ha tenido una: los caballos turkmenos, los llamados caballos Ahalteke, tenidos por los mejores del mundo. Antepasados de la famosa raza árabe española, eran capaces de cabalgar sin parar de la mañana a la noche sin apenas comer ni beber.

Son animales espléndidos, de una alzada espectacular. No me extraña que, cuando Stalin impuso las granjas colectivas, muchos criadores prefirieran liberar a sus caballos antes que entregarlos a la Administración soviética. Los animales cabalgaron entonces en busca de pastos y algunos lograron readaptarse a la vida en libertad. Al parecer, aún quedan algunas pequeñas manadas galopando libremente por los valles más altos y perdidos de las montañas de Asia Central.

Además de ser formidables atletas, rápidos y nerviosos, están dotados de una gran inteligencia y su piel es lustrosa y brillante. No es de extrañar que siguieran siendo, igual que hace dos mil años, codiciados regalos de Estado al más alto nivel. Mandatarios como John Major, François Mitterrand o Boris Yeltsin poseían ejemplares de esa raza, que las tribus turcomanas han criado siempre con el mayor esmero. En la actualidad, se les alimenta de forma totalmente natural, a base de hierba y avena, están sometidos a una rigurosa selección por líneas, linajes y edades. Los mejores ejemplares pueden alcanzar precios muy altos en el mercado internacional, de hasta 30.000 euros.

Sobre una plataforma levantada en lo alto de un conjunto de seis estanques escalonados, una decena de caballos aparecen representados en diferentes poses. Es una estatua bonita, inusual por cuanto su motivo es un ser vivo diferente del líder político, el prohombre de rigor o el general victorioso. Desde lo alto de la colina en la que se alza el conjunto, dominamos el panorama circundante. Resulta difícil de creer, pero no se ve ni una sola persona. Ni una madre paseando a sus hijos pequeños, ni un trabajador de paso, un cuidador, un borracho solitario, o un jubilado. Nadie, ni un alma. Era como una ciudad fantasma, con preciosos jardines y edificios sacados de una deformada visión de las Mil y Una Noches, pero sin nadie para disfrutarlo.

En la parte trasera del monumento, una rampa con escaleras flanqueada de mástiles coronados
por la bandera turkmena, llevaba directamente a una horrenda estatua del presidente Turkmenbashi, una figura recubierta de oro situada sobre un pedestal de mármol rosa del que surgían cascadas de agua. La egomanía de este sujeto parecía no conocer límite alguno.

(Finaliza en la siguiente entrada)

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domingo, 11 de septiembre de 2011

Ashgabat: espejismo en el desierto (2)


(Continúa de la entrada anterior)

Era un día soleado, caluroso. Por las orillas de los bulevares despoblados y sin árboles, los escasos viandantes, algunos vestidos con trajes de poliéster, otros con las tradicionales túnicas aterciopeladas y los casquetes asiáticos, deambulaban en fila por la estrecha franja de sombra que proporcionaban unos tenderetes. Algunos ejecutivos -eso parecían, aunque probablemente fueran funcionarios- ataviados con camisa azul y corbata y con un maletín en la mano, paseaban por las interminables aceras, increíblemente limpias. Las mujeres vestían todas, sin excepción, con el precioso vestido largo turkmeno, de colores púrpura, verde o rojo oscuro. Tenían una elegancia y un orgullo natural especial, con su pelo cuidadosamente peinado y recogido en coletas negro azabache y su manera de andar, erguida y majestuosa.

Los edificios, como he mencionado, son de difícil descripción. Algunos parecen mausoleos griegos, con un zócalo en su base sobre el que se levanta una estructura cuadrangular rodeada de columnas cilíndricas y, rematando el conjunto, una cúpula de estilo persa y botón dorado. Otros eran colosales construcciones que recordaban los peores excesos comunistas, matizados, eso sí, por el deslumbrante color blanco de sus fachadas y los adornos decorativos azul celeste. No se había descuidado el verde, y por todas partes se habían plantado jardines y parterres que aliviaban el sofoco irradiado por el hormigón y el cemento. Todo parecía nuevo, recién construido, exprimido de los petrodólares sobre los que Turkmenistán estaba navegando.

El oasis de Margiana fue el centro de una avanzada sociedad agrícola hace unos nueve mil años y se cree que su nivel de desarrollo igualaba al de Egipto, India, China y Mesopotamia. La tierra que se extiende entre el mar Caspio y el río Amu Darya fue terreno de paso para incontables ejércitos. Alejandro Magno fundó a poca distancia de la moderna Ashgabat la ciudad de Merv. La región en la que nos encontramos fue el corazón del Imperio parto desde el siglo II a.C. hasta el siglo I d.C. La capital del imperio se encontraba en Nisa, a tan solo diez kilómetros de distancia de lo que entonces no era sino una pequeña población agrícola. En el siglo I un terremoto la destruyó por completo, aunque el oasis en que se asentaba, un codiciado lugar de paso de la Ruta de la Seda, hizo que los comerciantes la fueran reconstruyendo poco a poco, hasta convertirla otra vez en una próspera ciudad denominada Konyikala, que los mongoles se encargaron de destruir de nuevo en el siglo XIII, cuando ya estaba ocupada por un nuevo pueblo venido del noreste, los turcos selyúcidas.

Se desconoce con precisión cuando aparecieron los modernos turcomanos, pero se cree que fue
alrededor del siglo XI, al tiempo que los turcos selyúcidas. Se trataba de tribus nómadas, originarias de las montañas Altay y dedicadas a la cría de caballos, que encontraron nuevos pastos en los oasis exteriores del desierto de Karakum, Persia, Siria y Anatolia. Como nómadas que eran, no tenían interés alguno en el concepto de Estado o el modo de vida urbano y por ello permanecieron ajenos a los vaivenes dinásticos e imperiales que han marcado la historia de esta parte del mundo.

Como ya vimos en otra entrada, cuando los rusos se presentaron en el siglo XIX en la región para “civilizarla”, se dieron de bruces con un pueblo temible en la guerra. Capturaron miles de soldados eslavos para venderlos como esclavos en los mercados de Jiva y Bujara, lo que, naturalmente, provocó la ira de los zares rusos, que acabaron por entrar a saco y masacrar a miles de turcomanos en 1881. Después de esto, toda la región fue anexionada al Imperio Ruso, algo de lo que todavía Turkmenistán está intentando recuperarse.

Cuando los rusos llegaron a Ashgabat en 1881, no encontraron más que un villorrio. Aunque la ciudad más importante de la región era entonces Merv, los enviados del zar decidieron establecer aquí la nueva capital regional, tal vez por su estratégica situación, próxima a la Persia dominada por los ingleses. A finales del siglo XIX, Ashgabat relucía con modernos hoteles y tiendas de corte europeo, una estación de ferrocarril de impresionante arquitectura y una efervescente vida social, disfrutada principalmente por la mayoritaria población rusa, con los oficiales del ejército a la cabeza. Tras la revolución bolchevique en Rusia, Ashgabat fue ocupada por los comunistas en 1919, pasando a convertirse en la República Soviética Socialista de Turkmenistán, en 1924.

La historia de Ashgabat sufriría un revés brutal la noche del 6 de octubre de 1948, cuando la ciudad entera desapareció en menos de un minuto a causa de un violento terremoto que alcanzó los nueve grados en la escala de Richter. Era la época de la férrea propaganda estalinista, cuando en la Unión Soviética no podían ocurrir desastres, y las cifras oficiales hablaron entonces de 14.000 muertos. A pesar de que durante cinco años el acceso a la zona quedó herméticamente cerrado para que no trascendiera ninguna información mientras se retiraban los cuerpos y se iniciaba la reconstrucción de la ciudad, estimaciones de expertos independientes elevaron el número real de víctimas por encima de los 100.000 muertos, lo que equivale a unos dos tercios de la población de la época.

La consiguiente reconstrucción convirtió a Ashgabat en una ciudad de moderno diseño, con rectas avenidas y nuevos edificios de escasa altura en previsión de los frecuentes terremotos que suelen sacudir la zona. Y después, llegó Turkmenbashi, el Líder, el Padre...

Llegamos a la enorme plaza de la Independencia, donde saqué una foto -ilegal- del palacio presidencial, un gran edificio coronado por una gran cúpula dorada y rodeado de verjas tras las cuales vigilaban soldados. Era una plaza de dimensiones sobrecogedoras, preparada para acoger a las vitoreantes multitudes que se reunían para aclamar los soporíferos y egocéntricos discursos del líder. O quizá fuera para dejar espacio libre a los tanques en el caso de que hubiera que echar mano de ellos para aplastar a esas mismas multitudes.

La plaza tenía espectaculares fuentes aquí y allá, situadas en diferentes niveles y expulsando una cantidad obscena de agua en un país que es básicamente un desierto. Extensos cuadrados de césped intentaban ofrecer un contraste al gris amarillento del hormigón.

En aquella misma plaza, tan desierta de gente como si hubiera caído una bomba de neutrones, vimos por primera vez al líder, una fotografía a gran tamaño colgada de un edificio ministerial. Un tipo de mediana edad -la foto lo mostraba tal y como era años atrás, porque en realidad pasaba de la sesentena-, con ojos ligeramente almendrados y cara algo rechoncha. Una foto totalmente oficial.

En el vistoso anuncio colgado del Ministerio de Justicia, se exhibían tres de los libros escritos por el presidente, todos ellos acerca de la gloriosa historia turkmena y su valeroso pueblo. Y, enfrente de nosotros, el horrible Arco de la Neutralidad, un edificio de mármol con ascensores de cristal instalados en los lados. Se asemejaba a una especie de Sputnik de 75 metros de altura en cuya cúspide descansa la estatua alada y dorada del propio presidente, de doce metros, que gira siguiendo la trayectoria del sol. Y, algo más allá, un busto dorado de Turkmenbashi en mitad de una plazoleta ajardinada. Era imposible sustraerse a la aviesa mirada del líder en muchos metros a la redonda. Todas las construcciones de la ciudad están dedicadas al líder turkmeno, tan sólo una tímida estatua de Lenin, escondida en un parquecillo, sobrevive al colapso de la URSS. Se la había conservado como a un recuerdo kitsch del pasado, decorando el pedestal de su estatua con motivos turkmenos, convirtiendo lo que había sido una muestra de respeto al líder espiritual del comunismo soviético en una ridiculización del pasado.

Aunque teóricamente se trata de un país libre y democrático, el miedo salta a la vista. Mis
intentos de trabar conversación intrascendente con gente que encuentro por la calle se encuentran con expresiones de preocupación, miradas en derredor y huidas rápidas y silenciosas. El dictador de facto tiene ojos y oídos en todas partes. La omnipresente policía lo controla todo, a menudo sin ser vista. A partir de las diez de la noche piden la documentación a cualquiera que circule por la calle, y quien quiera viajar fuera de la ciudad tiene que sufrir exhaustivos controles policiales, como si atravesara una frontera. El aparato represivo del antiguo régimen soviético ha sido heredado en su integridad, así como la insufrible burocracia. A Turkmenbashi las divisas del turismo le traen sin cuidado. Lo que le importa es el escrutinio riguroso de todos cuantos entran o salen del país, que de inmediato se convierten en sospechosos. ¿Por qué querría nadie visitar un lugar como éste?, parece ser la pregunta que se hacen en el Ministerio correspondiente cada vez que alguien solicita un visado. La respuesta a esa pregunta es el interminable calvario de trámites, pesquisas y tiempo que transcurre hasta que uno paga el abusivo visado que le concede el dudoso privilegio de recorrer aquel secarral y degustar sus excelentes tomates y pepinos.

El nombre real del líder era Saparmunat Niyazov, aunque él mismo se ha rebautizado como
Turkmenbashi, que significa “Padre de los Turkmenos”. Su lema preferido, tan omnipresente como su efigie, definía su política y la idea que tenía de cómo se debía gobernar un país: “Halk, Watan, Turkmenbashi”, o lo que es lo mismo: “Gente, Nación, Yo”. ¿De dónde salió este oscuro elemento, olvidado por las organizaciones proderechos humanos de todo el mundo pese a su evidente –aunque silenciosa- mano de hierro?

No lo tuvieron fácil los soviéticos para subyugar a Turkmenistán y encajarlo dentro de su programa de exterminio de las tribus y colectivización agrícola forzosa. La resistencia continuó hasta 1936 en forma de guerra de guerrillas y más de un millón de turkmenos huyeron de los principales centros urbanos internándose en el desierto del Karakum o trasladándose a Irán o Afganistán, donde podían continuar con sus costumbres nómadas. La campaña antirreligiosa de Moscú también influyó en ellos: de las 441 mezquitas que existían en Turkmenistán en 1911, sólo cinco permanecían activas en 1941.

Al mismo tiempo, comenzó una inmigración constante de rusos que comenzaron a llegar en la década de los veinte y que fueron clave en la modernización de Turkmenistán y en la orientación de su economía hacia el algodón. El clima árido del país hubiera hecho que cualquier agrónomo medianamente competente se diera cuenta que semejante cultivo era una locura, pero los planes quinquenales estalinistas no tenían en cuenta pequeños detalles como la naturaleza o la geografía
. Así, se dedicaron a construir un gigantesco canal de irrigación, el Canal de Karakum, de 1.100 km de distancia, que atraviesa toda la república de norte a sur y que desangra el río Amu-Darya para alimentar una franja fértil en la que cultivar el ansiado algodón. Aparentemente, el plan tuvo éxito: la producción de algodón se cuadruplicó. Pero no se tuvieron en cuenta las catastróficas consecuencias sobre el Mar de Aral y la insostenibilidad del proyecto a largo plazo.

Turkmenistán vivió una existencia tranquila durante la época soviética. Su reducida población, la ausencia de industria pesada y su alejamiento geográfico hicieron que Moscú los apartara de su malvada mente. En 1985, un desconocido Saparmyrat Niyazov fue elegido Secretario General del Partido Comunista de Turkmenistán. Inicialmente considerado un reformador, pronto se hizo evidente que aunque Niyazov no ponía inconvenientes para llevar a cabo los cambios que se aplicaban desde Moscú, no tenía interés alguno en formar parte de ese proceso de manera activa. El 27 de octubre de 1991, un fax desde Moscú les anunció que a partir de ese momento eran independientes. Había llegado el momento de navegar solos.

En ese momento, Niyazov demostró que era muy capaz de dar órdenes además de obedecerlas. Decidido a conservar el poder, renombró al Partido Comunista como Partido Democrático de Turkmenistán como paso previo a la eliminación de cualquier competidor político y el cultivo de un monstruoso culto a la personalidad.

Niyazov había nacido en 1940 en Kipçak, un pueblo cerca de Ashgabat. Su padre murió en combate en la Segunda Guerra Mundial y su madre y hermanos fallecieron en el terremoto de 1948 que destruyó la ciudad. Sus padres pasaron a formar parte del culto público al líder –en especial su madre, cuyo nombre, Gurbansoltan Elje, pasó oficialmente a designar el mes de abril-.

El joven presidente creció en un orfanato y cursó estudios de ingeniería en el prestigioso Instituto Técnico de San Petersburgo, regresando a Ashgabat para trabajar en una central eléctrica. Se unió al partido comunista en 1962 y su primer éxito político llegó cuando fue nombrado cabeza del partido en el comité de la capital. Desde ese puesto, puso en práctica sus ideas en urbanismo (un hobby que acabó degenerando en auténtica adicción). Un año después fue nombrado por Gorbachov –pese a que apenas lo conocía- secretario general del Partido Comunista de Turkmenistán. Seguramente, su perfil gris y obediente le facilitaron tal privilegio en una época en la que el líder ruso intentaba cambiar las cosas. Pero tampoco pudo ser ajeno a la decisión de Moscú el que, criado en un orfanato, careciera de afinidades hacia ningún clan tribal de los que todavía habitaban en la desértica república.

Poco tiempo después de convertirse en presidente de la recién nacida república, se hizo nombrar Turkmenbashi, esto es, “líder de los turkmenos”. Escribió un libro guía espiritual titulado Rukhnama (Libro del Alma), que se ha convertido en lectura obligatoria en las escuelas y materia de examen para aquellos que quieren entrar en la universidad. Cerró los cines, el ballet, la ópera y todo aquello relacionado con las artes que no fuera “turkmeno” –esto es, poca cosa más allá de los bailes tradicionales-.

Junto al Arco de la Neutralidad estaba el Toro Sagrado, estatua de un gigantesco toro sobre un
plinto de mármol. El animal parecía querer quitarse de encima una esfera colocada sobre su lomo, pues en la tradición turcomana el toro embravecido es el símbolo de los terremotos. De pie delante del toro, una mujer mostraba su hijo al sol. La mujer era la madre de Turkmenbashi, el niño era él mismo. Monumentos más pequeños, de oro y mármol, en honor del presidente ocupaban los lados de la plaza.

¿Egomanía? Esperen, aún hay más. El Camino de la Salud era uno de los proyectos más queridos por Niyazov. Se trata de una escalinata de cemento excavada en las laderas de la cordillera de Kopet Dag. Hay dos caminos hacia la cima, uno de 8 km y otro de 37 km. Una vez al año, en un ritual deliciosamente humillante, el presidente hacía subir a sus ministros y miles de funcionarios los interminables escalones. Él se desplazaba en helicóptero hasta la cima para saludarles y felicitarles mientras intentaban recuperar desesperadamente el resuello.

¿Cómo era posible ese carísimo despliegue de edificios de estilo neocomunista-oriental en un país con un banco central insolvente, sin clase media, con pensiones mensuales de diez dólares y una fuerza laboral en su mayor parte en paro? La respuesta son dos palabras: petróleo y gas. Ambos recursos han permitido embolsarse a Turkmenbashi millones en concepto de primas por contrato y anticipos por la exploración.

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martes, 6 de septiembre de 2011

Ashgabat: espejismo en el desierto (1)


Tras un vuelo de tres horas y media, aterrizamos en el viejo y lúgubre aeropuerto de Ashgabat a las doce de la noche. Cuando descendía por la escalerilla del avión y seguía cansinamente al resto del pasaje hacia el único edificio iluminado, recibí la primera bocanada de un aire extraño, seco y preñado de los inquietantes olores del desierto. En la terminal –por llamarla de algún modo generoso- unos funcionarios de aspecto prepotente y fatigado -peligrosa combinación- distribuyeron a todos los pasajeros en dos filas a lo largo de un pasillo de deprimente iluminación y pintura desvaída. Éramos los únicos pasajeros de aquel aeropuerto ajado y lleno de retorcidos corredores, pesadilla de un arquitecto moderno. Los turkmenos agitaban sus pasaportes y eran rápidamente introducidos en el país sin aparente problema. Los visitantes éramos harina de otro costal.

Media hora después de haber comenzado la lenta y refinada tortura aduanera, llegaba a la cabecera de mi fila y me enfrentaba al policía que, de pie, con las piernas separadas y sabedor del poder que ostentaba, iba canalizando a la gente hacia los dos mostradores de madera contrachapada tras los cuales se agazapaban los encargados de sellar los pasaportes. El sujeto uniformado revisó mi pasaporte, murmuró algo ininteligible y me señaló la otra cola, a cuyo final me tuve que situar completamente desconcertado. Comprendí entonces que, erróneamente, me había estado situando en la fila de aquellos que llevaban en sus manos una carta de invitación, hecho que me hizo encoger el corazón. ¡Cielos, yo no tenía ese papel! Se suponía que la agencia inglesa se había encargado de ello, pero, ¿dónde estaba el mío? Por mi mente empezaron a desfilar todo tipo de aterradoras imágenes en las que se mezclaban repatriaciones forzosas, noches en el aeropuerto, policías corruptos, sobornos y chantajes.

En la cola conocí a Steve, un galés curtido en repúblicas ex-soviéticas y cuyo currículo viajero, en el que se contaban un centenar de países, le había enseñado a ser paciente y dejar los nervios en casa. Fuimos los dos últimos en pasar el control y, por fortuna, no sufrimos incidentes a pesar de que nada menos que seis personas revisaron nuestros pasaportes - tres de ellas anotando nuestros nombres-. En el mostrador tenían preparadas nuestras cartas de invitación y, pese a nuestros temores, no nos intentaron sacar dinero aduciendo cualquier estúpido motivo. Pero fue mera cuestión de suerte. Había víctimas más vulnerables. Los policías habían apartado a un par de personas de la fila, una de ellas con rasgos indios, que esperaban en un rincón, con cierta inquietud reflejada en sus rostros, a que todos los demás pasáramos. Entre otros detalles poco tranquilizadores, la guía Lonely Planet mencionaba la propensión de los funcionarios locales -y en especial los policías- al chantaje y la práctica de bribonadas con los acobardados turistas. Eran capaces de encontrar -o directamente sacarse de la chistera- grietas burocráticas capaces de acogotar al más pintado.

Otro de los encarecidos avisos que se dan a los viajeros es que no olvide solicitar un certificado de entrada de divisas en el aeropuerto, puesto que a la salida del país, tres días después, podrían exigírnoslo como justificante del dinero que portábamos (ni que fuéramos a Turkmenistán a comprar divisas para evadirlas a continuación). Fue inútil. En unas repisas de madera contrachapada se amontonaban unos impresos amarilleados por el tiempo y escritos en turkmeno, pero no parecían ser lo que andábamos buscando. Intentamos preguntar a los soldados y policías de aduana por el papel en cuestión, pero no entendían una palabra de inglés y, lo que es peor, al intentar explicarles que era algo relacionado con el dinero -"dollars", "money"-, comenzaron a mirarnos con cara de sospecha. Temiendo que acabaran creyendo que queríamos declarar una cantidad inusual de dólares o nos tomaran por millonarios, decidimos olvidarnos del asunto.

Eran las tres de la mañana y estaba reventado. Llevaba más de 24 horas viajando desde que salí
de Zaragoza. Lo único que quería era llegar al hotel y descansar. Steve y yo nos unimos al muchacho indio que había soportado el abuso de los funcionarios turkmenos y cuyo nombre era Ahmit. Los tres compartiríamos viaje, conversación y aventuras durante las siguientes dos semanas en nuestro camino hacia Kirguizistán. Ahmit, como Steve, era una persona de eterno buen humor, siempre bien dispuesto y con gran don de gentes. Ese flexible carácter le permitía sobrellevar los inconvenientes que habitualmente encontraba en los aeropuertos a causa de su tez morena, confundida a menudo con la de un árabe. Para complicar las cosas, viajaba solamente con equipaje de mano y acarreaba todo tipo de chismes electrónicos que levantaban las sospechas de los agentes de aduana. En Turkmenistán, se encontró con otro tipo de problema. Quizá fuera que su papeleo era algo más enrevesado de lo normal -había tenido que tramitar sus permisos desde Nueva York a través de la India- o su condición de residente en los Estados Unidos; el caso es que se convirtió en presa fácil para los ladinos aduaneros turkmenos. Le dijeron que no habían recibido los papeles necesarios y le hicieron retirarse de la cola y aguardar a que todo el mundo hubiera pasado los controles para así no tener testigos del inminente chantaje, arte en el cual estos herederos de la cultura soviética eran practicantes experimentados. Al final, Ahmit pudo solucionar el asunto con 60 dólares, tras cuyo pago, aparecieron milagrosamente los papeles remitidos por su país natal.

Una vez reunidos los tres, subimos a la furgoneta que nos trasladó al hotel recorriendo las desiertas calles y avenidas. Turkmenistán, un país no menor que España pero habitado sólo por cinco millones de almas es una fascinante república en mitad del desierto que, nominalmente, ha superado la época soviética. Cuna de antiguas culturas y tierra de gran belleza natural, solamente suele aparecer en los medios de comunicación por dos motivos: la extravagante personalidad de su ya fallecido presidente y las reservas de gas que contiene su subsuelo.
El 90% de su territorio es desierto y la población se aglutina en media docena de oasis. Su capital, Ashgabat (500.000 habitantes), donde me encontraba, sufrió en 1948 un terremoto de nueve grados en la escala de Richter que la dejó reducida a escombros. La primera impresión fue que la ciudad era un enorme y enloquecido cementerio, donde grandes y flamantes edificios brillantemente iluminados representaban el papel de lápidas. Por todos lados se veían obras en curso y grandes bloques de incalificable estilo arquitectónico. Una cosa sí se podía decir de ellos: estaban levantados para impresionar. No se veía ni rastro de tráfico rodado o peatonal, aunque teniendo en cuenta la intempestiva hora, no me extrañó. Decidí esperar al día siguiente para hacerme una idea más acertada del país.

Llegamos al hotel Nissa, un flamante edificio, oscuro a esas horas y con un personal de recepción
algo adormilado. Mientras buscaban la llave de mi carísima habitación (60 euros en un país subdesarrollado como aquel) me fijé en un cartel que anunciaba el servicio de internet. La tarifa era abusiva y, para colmo, todos los mensajes que salían del país eran minuciosamente revisados por agentes del gobierno. Existen sólo dos accesos a internet en la capital y ambos estaban intervenidos. Para colmo, el hotel era propiedad del hijo del presidente de aquel país surrealista y uno de los pocos disponibles en una ciudad que, por lo demás, no era muy visitada por personal extranjero ajeno al negocio de la construcción o el de los hidrocarburos.
A las 4.30 me metí en la cama de mi amplia y confortable habitación con vistas a la gran mezquita de la capital, de reciente inauguración -y a la que nadie acudía porque, tras unos accidentes mortales ocurridos durante su construcción, la gente creía que tenía mal "karma"-. Los pobres Steve y Ahmit no habían reservado nada, así que se tuvieron que conformar con una cabezada en los amplios sofás del vestíbulo a la espera de la llegada del no lejano amanecer.

A las diez de la mañana me reuní con Joan, una intrépida trotamundos neocelandesa, para explorar juntos la capital de Turkmenistán. Ella llevaba ya un día en la ciudad. Había llegado dos días atrás pero se encontró con que no tenía plaza en el hotel y se las arregló para alojarse con una familia que le presentó el taxista que la recogió en el aeropuerto. Había comido y cenado con ellos y, pese a que no hablaban prácticamente nada de inglés, tuvo la oportunidad de vivir una experiencia de primera mano de la vida real de los turkmenos. Le pregunté cómo eran sus casas.

- Era un hogar confortable. Me descalcé a la entrada. Todo el piso estaba cubierto por alfombras. Exhiben su riqueza y prosperidad con alfombras. Da igual que ya no vivan en tiendas en el desierto y que su existencia nómada haya quedado dos generaciones atrás. Las viejas tradiciones se resisten a morir por mucho que las familias abandonen sus tribus y se trasladen a bloques de hormigón. El salón no tenía otro mobiliario que unos sofás pegados a las paredes y una televisión en un rincón. En el resto de la casa no había muebles. Comían y dormían en el suelo, otro recuerdo de su pasado nómada: para trasladarse con la casa a cuestas, es preciso reducir las posesiones al mínimo.”

Ashgabat (en persa, “lugar adorable”), capital de Turkmenistán, es la más meridional de las
capitales de la antigua Unión Soviética, pues se encuentra a pocos kilómetros de la frontera iraní, a los pies de la cordillera de Kopet Dag. La vida en la capital estaba a mitad de camino entre la esquizofrenia, el delirio y la perplejidad. Para empezar, no parecía circular nadie por aquellas inmensas avenidas flanqueadas por imponentes edificios de dimensiones grandiosas. No había apenas tráfico rodado, pero es que tampoco se hacían notar los peatones. Los únicos seres humanos que se veían eran soldados que custodiaban celosamente los edificios oficiales -que, en aquella parte de la ciudad, parecían ser la única arquitectura presente-. Curiosamente, no llevaban armas, ni siquiera una pistola. El gobierno no se fiaba de tener más gente armada que los más incondicionales al régimen. Eso sí, en cuanto veían que te echabas la cámara de fotos a la cara o que salías de la acera para contemplar un poco más de cerca la ecléctica arquitectura de los palacios, en los que se combinaba la grandiosidad estalinista con los deslumbrantes motivos de cerámica, las cúpulas y las arcadas del Oriente Próximo musulmán, entonces los guardias se acercaban gesticulando de una forma que no daba lugar a equívocos: o te alejabas y guardabas la cámara o te atenías a las consecuencias. Había tantos soldados/policías que la ciudad parecía que había sido acabada de conquistar por una potencia extranjera.
Los seres humanos quedaban empequeñecidos en medio de semejante grandiosidad arquitectónica. En otra zona vimos grandes parques y una extensa cuadrícula de calles silenciosas con casas de una planta de estilo provincial ruso, cuyas fachadas descamadas parecían deshacerse en el intenso calor. En ningún otro lugar se advertía con más claridad la penetración del Imperio ruso hacia el sur, camino del océano Índico, que en esta ciudad achicharrada de 550.000 habitantes, más agradable, a pesar del calor y la arquitectura, que Tashkent, capital de Uzbekistán, con más de un millón de habitantes y más altos índices de criminalidad.

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