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lunes, 18 de julio de 2011

Barrio copto de El Cairo: la fuente olvidada del cristianismo (1)


Egipto era territorio cristiano bajo el gobierno bizantino cuando fue conquistado por Amr ibn al-As, general del califa Omar. Los conquistadores musulmanes, unos 4.000 jinetes, cruzaron el Sinaí y entraron en Egipto a través de Gaza, y entre 639 y 641 el país fue definitivamente. Para el año 710, el árabe ya era la lengua oficial de la administración, pero la conversión religiosa al Islam se produjo más lentamente: en 725, casi cien años después de la conquista, alrededor del 98% de la población era aún cristiana. Los árabes se asentaron en el este del delta del Nilo y los siguientes gobernadores fueron trayendo sus propios ejércitos, cuyas tropas se establecieron en el país, casándose y comprando tierras. Esta colonización árabe de Egipto y los matrimonios con mujeres locales jugaron un papel determinante en la conversión, pero igualmente relevante fue la discriminación religiosa y los impuestos que recaían sobre los no musulmanes; así, en 1300, de acuerdo con el historiador egipcio Vatikiotis, “Egipto se había convertido en el más poderoso centro de poder y civilización Islámicos”.

En el período bizantino, El Cairo no era más que una pequeña fortaleza ribereña de escasa importancia que defendía la ruta que iba desde Alejandría a las ciudades que quedaban río arriba. La llamaban, la Babilonia de Egipto. Los musulmanes convirtieron esta fortaleza, hasta entonces sin importancia, en la primera ciudad de Egipto, y los cristianos nunca constituyeron un elemento tan dominante en la población de El Cairo como lo habían sido en Alejandría. En realidad, hasta el siglo XI, el Patriarca copto no se dignó trasladar allí su catedral desde Alejandría (reducida ya por entonces a poco más que un pueblo de pescadores). Hoy, El Cairo cuenta con una numerosa población copta, quizá unos cuatro millones del total de nueve (el 10% de los 85 millones de habitantes de Egipto son cristianos), pero se hallan dispersos en los barrios más pobres, precisamente donde quiso el destino que vivan también las facciones islámicas fundamentalistas más violentas.

El estilo de la ciudad cambia radicalmente en este barrio. La puerta de acceso al recinto amurallado, en parte de la época romana, conduce a un laberinto de callejuelas, en buena medida reconstruidas con dudoso gusto y que a primeras horas de la mañana todavía están desiertas. En este pequeño universo cristiano, me detengo en primer lugar en el escondido edificio que constituye la excepción: la sinagoga de Ben Ezra. Cuando en el 587 a.C. Nabucodonosor II conquistó Jerusalén, exilió a Babilonia a miles de judíos, pero muchos otros consiguieron escapar y llegar a Egipto, formando el núcleo de lo que sería una gran comunidad judía.

Tras la invasión musulmana, en general, la política fatimida hacia los dhimmis (cristianos y judíos) fue bastante tolerante, llegando incluso a apoyarlos en ciertas ocasiones. Muchos cristianos ocupaban buenos puestos dentro del gobierno y tenían cierto peso dentro de la sociedad, aunque fue precisamente a comienzos del periodo fatimida, en el siglo X, cuando los cristianos dejaron de ser mayoritarios en Egipto. Por su parte y al mismo tiempo, los judíos vivieron lo que probablemente fue su época dorada. Una comunidad judía, la mayor de Egipto desde la caída de Alejandría en manos árabes, se desarrolló en Fustat, cerca del antiguo Cairo, donde la sinagoga de Ben Ezra se había fundado en tiempos de los tulúnidas, en el siglo IX. “Los judíos que viven aquí son muy ricos” escribió Benjamín de Tudela en 1170. Fustat se convirtió en el centro judío de toda la zona, incluidas Palestina y Siria.

Gracias a la comunidad judía de Fustat disponemos de una excelente fuente de conocimiento de
la vida cotidiana en el Egipto medieval en la época fatimí. En la sinagoga de Ben Ezra había un "genizah", una palabra que se puede traducir libremente como “cofre”, en cuyo interior se guardaban antiguas y gastadas biblias hebreas junto a otras obras religiosas, ya que iba contra la ley destruir un documento que contuviera el nombre de Dios. Así, con el paso de los siglos, rollos y códices fueron introducidos en esa arca. El criterio sobre lo que debía guardarse y lo que no fue flexibilizándose cada vez más, por lo que acabaron conservándose una amplia variedad de documentos que no sólo tenían contenido religioso: matrimonios, divorcios, negocios, magia, medicina, educación… todo aquello importante para la sociedad no sólo hebrea, sino egipcia. A menudo los documentos hablan con voces muy personales: “Dios lo sabe, los precios son tan impredecibles estos días…” se queja un hombre de negocios; mientras que una esposa frustrada se queja de que su marido no ha tenido sexo con ella durante nueve meses: “Soy una mujer sedienta; el hombre es un inútil. Dejen que se separe, anulemos el matrimonio”.

Aunque ya no está abierta al culto, un policía examina las bolsas de los visitantes, que además
deben pasar por un arco detector; triste recordatorio del deterioro de las relaciones entre comunidades. Parte vital de la sociedad egipcia durante más de dos mil años, pocos judíos quedan en Egipto, y aquellos que aún sobreviven son casi invisibles. Muchos se marcharon tras la fundación del Estado de Israel, otros lo hicieron tras las diferentes guerras entre Egipto y su vecino judío. Este éxodo moderno es doblemente trágico porque no sólo privó al país de un valioso recurso nacional, sino que llegó en el momento en el que los judíos egipcios estaban a punto de alcanzar una paridad de estatus con las poblaciones cristiana y musulmana.

En la sinagoga se exhiben piezas de mármol y diversa decoración simbólica. Su forma es la de una iglesia, con tres naves, un piso superior soportado por arcos de medio punto al estilo árabe y unos techos de elaborado trabajo en madera. Los muros están adornados por paneles de madera con incrustaciones de marfil, elementos que, junto al alabastro, forman parte del "altar".

Dentro de los límites del barrio copto se esconden buen número de las iglesias cristianas de la ciudad. En una de ellas se estaba celebrando un oficio y aunque un barbudo celador me impide la entrada por mi condición de turista curioso, sí puedo permanecer en el umbral y observar con atención. Es aquí, próximo a las raíces geográficas y temporales del cristianismo, cuando mejor se percibe lo mucho que liga a esta religión con Oriente y cómo y en qué medida Occidente ha ido modificando esos orígenes. Por ejemplo, aquí existe una estricta separación de sexos, algo que no proviene de la influencia islámica, sino del cristianismo original: las mujeres ocupan un lado del pequeño templo y los hombres el otro; ellas llevan el cabello cubierto por un pañuelo, siendo el color preferido el blanco con bordados de cruces o santos. El cántico que entonan es inequívocamente oriental en su ritmo, cadencia y melodía. En un extremo, las chicas más jóvenes encienden una vela y la sostienen frente a un icono de la Virgen mientras rezan una plegaria. Los sacerdotes visten de blanco; una decena de ellos se sientan alrededor del principal oficiante, un rechoncho egipcio tocado con una especie de mitra blanca.

El acta de nacimiento de la Iglesia ortodoxa copta data del Concilio de Calcedonia, cuyas conclusiones rechazaron los fundadores. Así, está también catalogada como “anticalcedonia” y “monofisita”. El patriarcado de Alejandría, que sitúa su origen en San Marcos, surgió de esta querella, y la inmensa mayoría de la población egipcia siguió a los secesionistas. El patriarca copto de Alejandría y de toda África (actualmente Shenouda III, elegido en 1971), está a la cabeza de unos 16 millones de fieles en todo el mundo, la mayoría en Egipto.

La diferencia entre las cifras oficiales y las estimadas por la propia comunidad copta es llamativa. Y es que el “peso” demográfico de las “minorías” es un tema extremadamente sensible en los países de Oriente Medio, y todo el mundo hace trampas. Los interesados tienen tendencia a inflar las cifras, el Estado a reducirlas. Se cree que un árabe de cada tres es egipcio. Los coptos, cuya diáspora alcanza a un millón de personas, se han implantado en Sudán, al menos desde el siglo XIX, pero también desde el XX en Europa y América del Norte.

De la iglesia parece quedar poco que sea original. Los muros carecen de encanto y no tienen decoración. Sólo las antiguas columnas del siglo IV o V, coronadas por capiteles con hojas de acanto, dan testimonio de su edad. Tiene una atmósfera vieja y descuidada que la diferencia del buen estado en el que suelen encontrarse todas las mezquitas del país.

La iglesia ortodoxa de Santa Bárbara es un edificio de exterior anodino y sin gracia; lo único que llama la atención son las ventanas trabajadas en delicada tracería con cruces insertas y que evidentemente proceden de una construcción más antigua. En su interior, entre cánticos e incienso, se celebra otro servicio, pero con un aire mucho más informal. Las puertas están abiertas, los niños juegan en el exterior y los fieles permanecen en pie puesto que no hay bancos. Los más jóvenes entran y salen continuamente, impacientes ante la larga duración de las ceremonias ortodoxas.

La Iglesia griega ortodoxa es la heredera por línea directa de Bizancio. Rechazó las tres primeras grandes herejías: el arrianismo, el nestorianismo y, por último, el monofisismo. En 1054 se separó de Roma a causa de una excomunión recíproca. El Patriarca de Constantinopla negaba que, en las relaciones entre las tres Personas de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo procediera del Padre y del Hijo.

Solo en Oriente, la Iglesia ortodoxa griega cuenta con cuatro Patriarcas: el patriarca ecuménico de Constantinopla, con sede en Fanar, en la ribera del Cuerno de Oro, en Estambul; el patriarca de Alejandría de Egipto (sin poder sobre la Iglesia copta monofisita y ampliamente mayoritaria); el de Jerusalén, y el de Antioquia, con sede en Damasco. El patriarca ecuménico de Constantinopla no es más que un “primus inter pares” y no dispone de los mismos poderes que el papa sobre los obispos latinos. Las ceremonias obedecen a la liturgia bizantina y tienen lugar en griego y árabe.

Por contraste con las “Iglesias importadas”, la Iglesia griega ortodoxa se afirma, especialmente,
en Levante, como Iglesia autóctona y, a pesar de que su jerarquía haya sido helena durante largo tiempo, como Iglesia de los Árabes. Está implantada sobre todo en Siria, en el Líbano, en Jordania, en Irak, en Palestina y en Israel. Cuenta con setecientos u ochocientos mil fieles, es decir, por lo menos el 14% de la población cristiana del mundo árabe, y cuatrocientos mil en ambas Américas y en Europa. La comunidad ortodoxa griega goza de prestigio gracias a sus orígenes imperiales.

En la iglesia ortodoxa de San Jorge, la atmósfera está cargada de incienso y los detalles se perciben a través de una bruma blanquecina. A ese ambiente espiritual se une la luz que atraviesa las vidrieras superiores, difuminándose entre las nubes plateadas de las esencias. También hay misa, pero esta parece ser mucho más popular y concurrida que las coptas. De hecho, el templo está lleno. A diferencia de lo que ocurre en Occidente, muchos de los fieles son gente joven.

Y otro rasgo más de sincretismo religioso: una gran cantidad de gente se descalza al entrar, como
sucede en las mezquitas o los templos hindúes. El canturreo se me hace inacabable mientras los popes dan la comunión, ceremonia acompañada por el estruendo de una especie de platillos metálicos. También la gente entra, sale, conversa... no es un ambiente rígido y respetuoso en el sentido occidental. Algunos fieles se acercan a los cuadros colgados de las paredes, en los que aparecen representados con chillones colores santos ortodoxos, y los tocan devotamente para llevarse luego la mano a la boca. Al finalizar el servicio, muchos hacen fila para recibir la bendición del pope. En el patio trasero del convento, unos sucios bancos de madera pintada de blanco sirven de lugar de reposo a familias, parejas y grupos de amigos (nunca mixtos), que se toman un te o un pan de pita relleno de verduras.

El barrio copto es mucho más que un barrio monumental. De hecho, su lado artístico o arquitectónico ofrece poco en comparación a su vertiente humana; pero para contemplar ésta es necesario acudir en día festivo, cuando las calles y templos, las plazas y rincones, sirven de lugar de encuentro a toda una comunidad que durante la semana vive dispersa, aislada e incluso oculta, pasando deliberadamente desapercibida en un país mayoritaria y crecientemente
musulmán. Es en esos días festivos cuando se reúnen aquí para sentirse ellos mismos. Las chicas vestidas con sus mejores galas -muy poco musulmanas y enseñando con desparpajo sus curvas y maquillaje- se pasean agarradas del brazo, exhibiéndose ante los grupos de muchachos que pasan la mañana aquí, más interesados en el sexo opuesto que en los misterios religiosos que se celebran en los diversos templos; los ancianos rememoran viejos tiempos y las familias y parientes charlan animadamente intercambiando chismorreos y novedades.

Y todo ello vigilado por policías apostados en todas las esquinas. No tienen el aire atemorizado y agresivo de un paracaidista británico en el Ulster, sino que sonríen y saludan amablemente, señal de que aquí no tienen nada que temer. Porque en realidad no están aquí para controlar a unos cristianos hostiles y fundamentalistas sino todo lo contrario, para protegerlos.

(Continúa...)

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