span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Ashgabat: espejismo en el desierto (2)

domingo, 11 de septiembre de 2011

Ashgabat: espejismo en el desierto (2)


(Continúa de la entrada anterior)

Era un día soleado, caluroso. Por las orillas de los bulevares despoblados y sin árboles, los escasos viandantes, algunos vestidos con trajes de poliéster, otros con las tradicionales túnicas aterciopeladas y los casquetes asiáticos, deambulaban en fila por la estrecha franja de sombra que proporcionaban unos tenderetes. Algunos ejecutivos -eso parecían, aunque probablemente fueran funcionarios- ataviados con camisa azul y corbata y con un maletín en la mano, paseaban por las interminables aceras, increíblemente limpias. Las mujeres vestían todas, sin excepción, con el precioso vestido largo turkmeno, de colores púrpura, verde o rojo oscuro. Tenían una elegancia y un orgullo natural especial, con su pelo cuidadosamente peinado y recogido en coletas negro azabache y su manera de andar, erguida y majestuosa.

Los edificios, como he mencionado, son de difícil descripción. Algunos parecen mausoleos griegos, con un zócalo en su base sobre el que se levanta una estructura cuadrangular rodeada de columnas cilíndricas y, rematando el conjunto, una cúpula de estilo persa y botón dorado. Otros eran colosales construcciones que recordaban los peores excesos comunistas, matizados, eso sí, por el deslumbrante color blanco de sus fachadas y los adornos decorativos azul celeste. No se había descuidado el verde, y por todas partes se habían plantado jardines y parterres que aliviaban el sofoco irradiado por el hormigón y el cemento. Todo parecía nuevo, recién construido, exprimido de los petrodólares sobre los que Turkmenistán estaba navegando.

El oasis de Margiana fue el centro de una avanzada sociedad agrícola hace unos nueve mil años y se cree que su nivel de desarrollo igualaba al de Egipto, India, China y Mesopotamia. La tierra que se extiende entre el mar Caspio y el río Amu Darya fue terreno de paso para incontables ejércitos. Alejandro Magno fundó a poca distancia de la moderna Ashgabat la ciudad de Merv. La región en la que nos encontramos fue el corazón del Imperio parto desde el siglo II a.C. hasta el siglo I d.C. La capital del imperio se encontraba en Nisa, a tan solo diez kilómetros de distancia de lo que entonces no era sino una pequeña población agrícola. En el siglo I un terremoto la destruyó por completo, aunque el oasis en que se asentaba, un codiciado lugar de paso de la Ruta de la Seda, hizo que los comerciantes la fueran reconstruyendo poco a poco, hasta convertirla otra vez en una próspera ciudad denominada Konyikala, que los mongoles se encargaron de destruir de nuevo en el siglo XIII, cuando ya estaba ocupada por un nuevo pueblo venido del noreste, los turcos selyúcidas.

Se desconoce con precisión cuando aparecieron los modernos turcomanos, pero se cree que fue
alrededor del siglo XI, al tiempo que los turcos selyúcidas. Se trataba de tribus nómadas, originarias de las montañas Altay y dedicadas a la cría de caballos, que encontraron nuevos pastos en los oasis exteriores del desierto de Karakum, Persia, Siria y Anatolia. Como nómadas que eran, no tenían interés alguno en el concepto de Estado o el modo de vida urbano y por ello permanecieron ajenos a los vaivenes dinásticos e imperiales que han marcado la historia de esta parte del mundo.

Como ya vimos en otra entrada, cuando los rusos se presentaron en el siglo XIX en la región para “civilizarla”, se dieron de bruces con un pueblo temible en la guerra. Capturaron miles de soldados eslavos para venderlos como esclavos en los mercados de Jiva y Bujara, lo que, naturalmente, provocó la ira de los zares rusos, que acabaron por entrar a saco y masacrar a miles de turcomanos en 1881. Después de esto, toda la región fue anexionada al Imperio Ruso, algo de lo que todavía Turkmenistán está intentando recuperarse.

Cuando los rusos llegaron a Ashgabat en 1881, no encontraron más que un villorrio. Aunque la ciudad más importante de la región era entonces Merv, los enviados del zar decidieron establecer aquí la nueva capital regional, tal vez por su estratégica situación, próxima a la Persia dominada por los ingleses. A finales del siglo XIX, Ashgabat relucía con modernos hoteles y tiendas de corte europeo, una estación de ferrocarril de impresionante arquitectura y una efervescente vida social, disfrutada principalmente por la mayoritaria población rusa, con los oficiales del ejército a la cabeza. Tras la revolución bolchevique en Rusia, Ashgabat fue ocupada por los comunistas en 1919, pasando a convertirse en la República Soviética Socialista de Turkmenistán, en 1924.

La historia de Ashgabat sufriría un revés brutal la noche del 6 de octubre de 1948, cuando la ciudad entera desapareció en menos de un minuto a causa de un violento terremoto que alcanzó los nueve grados en la escala de Richter. Era la época de la férrea propaganda estalinista, cuando en la Unión Soviética no podían ocurrir desastres, y las cifras oficiales hablaron entonces de 14.000 muertos. A pesar de que durante cinco años el acceso a la zona quedó herméticamente cerrado para que no trascendiera ninguna información mientras se retiraban los cuerpos y se iniciaba la reconstrucción de la ciudad, estimaciones de expertos independientes elevaron el número real de víctimas por encima de los 100.000 muertos, lo que equivale a unos dos tercios de la población de la época.

La consiguiente reconstrucción convirtió a Ashgabat en una ciudad de moderno diseño, con rectas avenidas y nuevos edificios de escasa altura en previsión de los frecuentes terremotos que suelen sacudir la zona. Y después, llegó Turkmenbashi, el Líder, el Padre...

Llegamos a la enorme plaza de la Independencia, donde saqué una foto -ilegal- del palacio presidencial, un gran edificio coronado por una gran cúpula dorada y rodeado de verjas tras las cuales vigilaban soldados. Era una plaza de dimensiones sobrecogedoras, preparada para acoger a las vitoreantes multitudes que se reunían para aclamar los soporíferos y egocéntricos discursos del líder. O quizá fuera para dejar espacio libre a los tanques en el caso de que hubiera que echar mano de ellos para aplastar a esas mismas multitudes.

La plaza tenía espectaculares fuentes aquí y allá, situadas en diferentes niveles y expulsando una cantidad obscena de agua en un país que es básicamente un desierto. Extensos cuadrados de césped intentaban ofrecer un contraste al gris amarillento del hormigón.

En aquella misma plaza, tan desierta de gente como si hubiera caído una bomba de neutrones, vimos por primera vez al líder, una fotografía a gran tamaño colgada de un edificio ministerial. Un tipo de mediana edad -la foto lo mostraba tal y como era años atrás, porque en realidad pasaba de la sesentena-, con ojos ligeramente almendrados y cara algo rechoncha. Una foto totalmente oficial.

En el vistoso anuncio colgado del Ministerio de Justicia, se exhibían tres de los libros escritos por el presidente, todos ellos acerca de la gloriosa historia turkmena y su valeroso pueblo. Y, enfrente de nosotros, el horrible Arco de la Neutralidad, un edificio de mármol con ascensores de cristal instalados en los lados. Se asemejaba a una especie de Sputnik de 75 metros de altura en cuya cúspide descansa la estatua alada y dorada del propio presidente, de doce metros, que gira siguiendo la trayectoria del sol. Y, algo más allá, un busto dorado de Turkmenbashi en mitad de una plazoleta ajardinada. Era imposible sustraerse a la aviesa mirada del líder en muchos metros a la redonda. Todas las construcciones de la ciudad están dedicadas al líder turkmeno, tan sólo una tímida estatua de Lenin, escondida en un parquecillo, sobrevive al colapso de la URSS. Se la había conservado como a un recuerdo kitsch del pasado, decorando el pedestal de su estatua con motivos turkmenos, convirtiendo lo que había sido una muestra de respeto al líder espiritual del comunismo soviético en una ridiculización del pasado.

Aunque teóricamente se trata de un país libre y democrático, el miedo salta a la vista. Mis
intentos de trabar conversación intrascendente con gente que encuentro por la calle se encuentran con expresiones de preocupación, miradas en derredor y huidas rápidas y silenciosas. El dictador de facto tiene ojos y oídos en todas partes. La omnipresente policía lo controla todo, a menudo sin ser vista. A partir de las diez de la noche piden la documentación a cualquiera que circule por la calle, y quien quiera viajar fuera de la ciudad tiene que sufrir exhaustivos controles policiales, como si atravesara una frontera. El aparato represivo del antiguo régimen soviético ha sido heredado en su integridad, así como la insufrible burocracia. A Turkmenbashi las divisas del turismo le traen sin cuidado. Lo que le importa es el escrutinio riguroso de todos cuantos entran o salen del país, que de inmediato se convierten en sospechosos. ¿Por qué querría nadie visitar un lugar como éste?, parece ser la pregunta que se hacen en el Ministerio correspondiente cada vez que alguien solicita un visado. La respuesta a esa pregunta es el interminable calvario de trámites, pesquisas y tiempo que transcurre hasta que uno paga el abusivo visado que le concede el dudoso privilegio de recorrer aquel secarral y degustar sus excelentes tomates y pepinos.

El nombre real del líder era Saparmunat Niyazov, aunque él mismo se ha rebautizado como
Turkmenbashi, que significa “Padre de los Turkmenos”. Su lema preferido, tan omnipresente como su efigie, definía su política y la idea que tenía de cómo se debía gobernar un país: “Halk, Watan, Turkmenbashi”, o lo que es lo mismo: “Gente, Nación, Yo”. ¿De dónde salió este oscuro elemento, olvidado por las organizaciones proderechos humanos de todo el mundo pese a su evidente –aunque silenciosa- mano de hierro?

No lo tuvieron fácil los soviéticos para subyugar a Turkmenistán y encajarlo dentro de su programa de exterminio de las tribus y colectivización agrícola forzosa. La resistencia continuó hasta 1936 en forma de guerra de guerrillas y más de un millón de turkmenos huyeron de los principales centros urbanos internándose en el desierto del Karakum o trasladándose a Irán o Afganistán, donde podían continuar con sus costumbres nómadas. La campaña antirreligiosa de Moscú también influyó en ellos: de las 441 mezquitas que existían en Turkmenistán en 1911, sólo cinco permanecían activas en 1941.

Al mismo tiempo, comenzó una inmigración constante de rusos que comenzaron a llegar en la década de los veinte y que fueron clave en la modernización de Turkmenistán y en la orientación de su economía hacia el algodón. El clima árido del país hubiera hecho que cualquier agrónomo medianamente competente se diera cuenta que semejante cultivo era una locura, pero los planes quinquenales estalinistas no tenían en cuenta pequeños detalles como la naturaleza o la geografía
. Así, se dedicaron a construir un gigantesco canal de irrigación, el Canal de Karakum, de 1.100 km de distancia, que atraviesa toda la república de norte a sur y que desangra el río Amu-Darya para alimentar una franja fértil en la que cultivar el ansiado algodón. Aparentemente, el plan tuvo éxito: la producción de algodón se cuadruplicó. Pero no se tuvieron en cuenta las catastróficas consecuencias sobre el Mar de Aral y la insostenibilidad del proyecto a largo plazo.

Turkmenistán vivió una existencia tranquila durante la época soviética. Su reducida población, la ausencia de industria pesada y su alejamiento geográfico hicieron que Moscú los apartara de su malvada mente. En 1985, un desconocido Saparmyrat Niyazov fue elegido Secretario General del Partido Comunista de Turkmenistán. Inicialmente considerado un reformador, pronto se hizo evidente que aunque Niyazov no ponía inconvenientes para llevar a cabo los cambios que se aplicaban desde Moscú, no tenía interés alguno en formar parte de ese proceso de manera activa. El 27 de octubre de 1991, un fax desde Moscú les anunció que a partir de ese momento eran independientes. Había llegado el momento de navegar solos.

En ese momento, Niyazov demostró que era muy capaz de dar órdenes además de obedecerlas. Decidido a conservar el poder, renombró al Partido Comunista como Partido Democrático de Turkmenistán como paso previo a la eliminación de cualquier competidor político y el cultivo de un monstruoso culto a la personalidad.

Niyazov había nacido en 1940 en Kipçak, un pueblo cerca de Ashgabat. Su padre murió en combate en la Segunda Guerra Mundial y su madre y hermanos fallecieron en el terremoto de 1948 que destruyó la ciudad. Sus padres pasaron a formar parte del culto público al líder –en especial su madre, cuyo nombre, Gurbansoltan Elje, pasó oficialmente a designar el mes de abril-.

El joven presidente creció en un orfanato y cursó estudios de ingeniería en el prestigioso Instituto Técnico de San Petersburgo, regresando a Ashgabat para trabajar en una central eléctrica. Se unió al partido comunista en 1962 y su primer éxito político llegó cuando fue nombrado cabeza del partido en el comité de la capital. Desde ese puesto, puso en práctica sus ideas en urbanismo (un hobby que acabó degenerando en auténtica adicción). Un año después fue nombrado por Gorbachov –pese a que apenas lo conocía- secretario general del Partido Comunista de Turkmenistán. Seguramente, su perfil gris y obediente le facilitaron tal privilegio en una época en la que el líder ruso intentaba cambiar las cosas. Pero tampoco pudo ser ajeno a la decisión de Moscú el que, criado en un orfanato, careciera de afinidades hacia ningún clan tribal de los que todavía habitaban en la desértica república.

Poco tiempo después de convertirse en presidente de la recién nacida república, se hizo nombrar Turkmenbashi, esto es, “líder de los turkmenos”. Escribió un libro guía espiritual titulado Rukhnama (Libro del Alma), que se ha convertido en lectura obligatoria en las escuelas y materia de examen para aquellos que quieren entrar en la universidad. Cerró los cines, el ballet, la ópera y todo aquello relacionado con las artes que no fuera “turkmeno” –esto es, poca cosa más allá de los bailes tradicionales-.

Junto al Arco de la Neutralidad estaba el Toro Sagrado, estatua de un gigantesco toro sobre un
plinto de mármol. El animal parecía querer quitarse de encima una esfera colocada sobre su lomo, pues en la tradición turcomana el toro embravecido es el símbolo de los terremotos. De pie delante del toro, una mujer mostraba su hijo al sol. La mujer era la madre de Turkmenbashi, el niño era él mismo. Monumentos más pequeños, de oro y mármol, en honor del presidente ocupaban los lados de la plaza.

¿Egomanía? Esperen, aún hay más. El Camino de la Salud era uno de los proyectos más queridos por Niyazov. Se trata de una escalinata de cemento excavada en las laderas de la cordillera de Kopet Dag. Hay dos caminos hacia la cima, uno de 8 km y otro de 37 km. Una vez al año, en un ritual deliciosamente humillante, el presidente hacía subir a sus ministros y miles de funcionarios los interminables escalones. Él se desplazaba en helicóptero hasta la cima para saludarles y felicitarles mientras intentaban recuperar desesperadamente el resuello.

¿Cómo era posible ese carísimo despliegue de edificios de estilo neocomunista-oriental en un país con un banco central insolvente, sin clase media, con pensiones mensuales de diez dólares y una fuerza laboral en su mayor parte en paro? La respuesta son dos palabras: petróleo y gas. Ambos recursos han permitido embolsarse a Turkmenbashi millones en concepto de primas por contrato y anticipos por la exploración.

(Continúa en la siguiente entrada)

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