span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Anit Kabir: el mausoleo sagrado de un héroe laico (2)

lunes, 7 de mayo de 2012

Anit Kabir: el mausoleo sagrado de un héroe laico (2)


 


 Algunos cuadros mostraban a soldados griegos masacrando a civiles turcos mientras en el fondo los barbudos popes jaleaban y animaban tales comportamientos. Por supuesto, la otra cara de aquellas matanzas no se muestra porque iría contra el espíritu nacional, pero no me puedo resistir, por justicia, a contar aunque sea sólo un fragmento.




En las primeras horas de una mañana de agosto de 1922, el Ejército Nacionalista Turco, bajo el mando de Mustafá Kemal, atacó al grueso del ejército griego en Dumlu Punar, en una meseta que se extiende a 300 km al oeste de Esmirna. A la mañana siguiente, el ejército griego se había dispersado y sus restos se batían en presurosa retirada hacia Esmirna y hacia el mar. En los días subsiguientes, la retirada se convertiría en huída.

Incapaces de destruir al ejército turco, los griegos se entregaron con frenético salvajismo a la tarea de destruir las poblaciones turcas que hallaban durante su escapada. Desde Alashehr hasta Esmirna, quemaron y asesinaron. Ni una sola aldea quedó en pie. Mientras perseguían a los vencidos, entre las ruinas humeantes, las tropas turcas hallaban los cadáveres de los aldeanos.

Con la asistencia de los pocos labriegos anatolios medio enloquecidos que habían logrado sobrevivir, los turcos se vengaban en los griegos que iban encontrando a su paso. A los cadáveres de niños y mujeres turcos se sumaban los cuerpos mutilados de los integrantes del ejército griego que se habían rezagado. Pero el grueso del ejército griego había huido por mar.


Con su apetito de sangre infiel aún insatisfecho, los turcos continuaron su avance. El día 9 de septiembre ocuparon Esmirna. Durante dos semanas, los que huían de los turcos habían llegado a la ciudad para engrosar el ya elevado número de habitantes griegos y armenios. Todos pensaron que las tropas griegas defenderían la ciudad después de reorganizarse. Pero el ejército griego se había embarcado ya, había huido. Y ahora todos estaban metidos en una trampa. Comenzó entonces el holocausto.

El registro de la nacionalista Liga Armenia de Defensa del Asia Menor cayó en manos de las tropas turcas y
en la noche del día 10, una patrulla de soldados de línea recorrió los barrios armenios con el objetivo de hallar y matar a aquellas personas cuyos nombres constaban en aquel registro. Los armenios se resistieron y los turcos se entregaron a una orgía de sangre. La masacre que se produjo a continuación tuvo el sentido de una advertencia. Alentadas por sus oficiales las tropas turcas, al día siguiente se arrojaron contra los barrios no turcos de la ciudad y comenzaron a matar de manera sistemática.

Arrastrados fuera de sus casas y de sus escondites, hombres, mujeres y niños fueron degollados en las calles que, muy pronto, se vieron pavimentadas con cadáveres mutilados. Las paredes de madera de los templos, repletos de refugiados, fueron rociadas con gasolina e incendiadas. Los ocupantes que no morían quemados vivos eran recibidos por las puntas de las bayonetas cuando intentaban escapar. En muchos lugares, las casas saqueadas también eran entregadas a las llamas y los incendios comenzaron a extenderse por toda la ciudad.

En un primer momento, se hizo algún esfuerzo para controlar el fuego. Después cambió la dirección del viento, con lo que las llamas se inclinaron en dirección contraria al barrio turco y las tropas reanudaron entonces sus actividades de matanza y saqueo. Muy pronto toda la ciudad, a excepción del barrio turco y de unas pocas casas cercanas a la estación del ferrocarril, fue presa de un incendio voraz.

La masacre, entretanto, continuaba con una voracidad incontenible. Un cordón de tropas que rodeaba gran
parte de la ciudad impedía que los refugiados abandonaran el área incendiada. Las avalanchas de fugitivos aterrorizados eran recibidas con el fuego despiadado de las armas o precipitadas otra vez hacia el infierno de las llamas. Las estrechas y siniestras callejuelas estaban atascadas por los cadáveres hasta tal punto que, de haber sido las partidas de rescate capaces de soportar el hedor que iba en aumento a cada instante, no hubieran podido penetrar siquiera en ellas.

Esmirna, una ciudad llena antes de seres vivos, se había convertido en un matadero. Muchos de los
refugiados intentaron llegar hasta los barcos anclados en el puerto. Liquidados a balazos, ahogados, mutilados por feroces enemigos, los cuerpos flotaban ominosamente en las aguas teñidas de sangre. Barcos aliados permanecían anclados cerca, observando una estricta neutralidad y negándose a tomar parte en cualquier acción de rescate de los refugiados, que se lanzaban al agua en llamas para intentar escapar. Muchos botes y barcas pequeñas hicieron lo que pudieron. Al final, un americano llamado Asa Jennings fue el héroe de aquel desastre, poniéndose al frente de cierto número de barcos extranjeros y transportando a más de 60.000 personas exiliadas a Grecia.

Pero los muelles seguían hirviendo: una multitud intentaba, en el paroxismo de su frenesí, escapar de los edificios cercanos, que se alzaban envueltos en llamas a escasa distancia, amenazando con el estrago. Se ha dicho que los alaridos de aquellas gentes se podían oír desde el mar, a casi dos kilómetros de la costa.


La segunda parte del museo -y la más extensa- revestía mayor interés. Una serie de pequeñas salas abiertas
a un pasillo con aire acondicionado a temperatura de criogenización proponían un recorrido por los logros de Atatürk en su empeño por hacer de Turquía una nación moderna. Las fotos tomadas en los años veinte, treinta y cuarenta hablaban por sí solas: los barbudos funcionarios otomanos, ataviados con turbantes y largas túnicas, se transformaban en una foto tomada un año después, en modélicos burócratas de corte occidental, con traje, bombín y moldeados bigotes. Otra foto mostraba a las mujeres sentadas en pupitres de escuela aprendiendo a leer y escribir. Una un poco posterior retrataba un concurso de belleza o la participación en las Olimpiadas. De repente, el mundo oriental se transformó en occidental.

Nada pareció escapar a la atención de Atatürk hasta el punto que la actividad que desarrolló se antoja imposible para un solo ser humano. Después de declarar la República en 1923, se adoptó una constitución al año siguiente. Se abolió la poligamia y el fez, considerado un signo de atraso otomano, se prohibió (1925). Se reformaron completamente los códigos legales y se instituyó el matrimonio civil (1926). Al abolir los tribunales islámicos, la religión perdió su papel relevante en la sociedad. Las mujeres, por supuesto, fueron una parte importante del cambio: adoptaron la vestimenta occidental y se les dio educación y derechos, como los de votar y ser votadas para el Parlamento, en 1934.

En 1928, reformó el lenguaje y adoptó el alfabeto occidental abandonando la escritura otomana; cambió el
sistema numérico, las unidades de medida y el calendario. El asunto del lenguaje fue particularmente llamativo. En su búsqueda de una lengua turca pura, Atatürk lideró una campaña en los años treinta para eliminar del idioma las palabras prestadas del persa y el árabe así como las construcciones gramaticales propias del turco otomano, que se habían convertido en algo tan artificial que en el siglo XVIII, la esposa del embajador inglés, Lady Mary Wortley Montagu, lo calificó como “otra lengua”. En lugar de ese “otomano” de altos vuelos, Atatürk, sus colegas y los intelectuales afines construyeron un nuevo lenguaje a partir del turco rural, incluyendo vocablos procedentes de los dialectos del este del país. Puede que el turco perdiera profundidad y peso histórico, pero ganó en modernidad.

Constantinopla se convirtió oficialmente en Estambul y se turquificaron los nombres de muchas otras ciudades (Angora a Ankara, Esmirna a Izmir, Adrianópolis a Edirne…); levantó un nuevo sistema educativo, impulsó las artes; reformó el sector agrícola, creando cooperativas y granjas; introdujo la industrialización y mecanización, creó el sistema financiero, transformó el ejército, el sistema sanitario e impulsó el turismo y la protección de los parajes naturales e históricos. Prestó atención tanto a los grandes proyectos de obras públicas como a detalles aparentemente nimios, como fue la introducción de apellidos tras el nombre, algo a primera vista intrascendente pero de enorme relevancia a la hora de realizar censos y recaudar impuestos.

Efectivamente, en los años treinta se aprobó un decreto por el que todos los ciudadanos de Turquía debían ser contados. Todo el mundo tenía que quedarse en casa y dedicar el día a la espera del funcionario de turno. En qué ocupó la gente su tiempo quedó claro nueve meses después, cuando multitud de niños recibieron por nombre uno antes desconocido, Nufus –“censo” en turco-, una moda tan popular como efímera.

Las reformadoras autoridades se encontraron, sin embargo, con que había una cantidad exagerada de
“Ahmet hijo de Mehmet” y “Mehmet hijo de Ahmet”, los patronímicos por los que los turcos eran entonces conocidos, y que el censo no era más que un montón de papeles confusos. En 1935, antes de que se hiciera un nuevo intento, se emitió otro decreto que ordenaba a todos los ciudadanos turcos elegir un apellido. Tras dieciocho meses, aquellas familias que no hubieran cumplido el trámite recibirían uno directamente asignado por el funcionario provincial correspondiente. Muchos ciudadanos no necesitaron semejante aviso. Por ejemplo, algunos de los que llegaron de Creta en los intercambios de población eligieron Giritli –“Sr o Sra de Grecia”-. Otros adoptaron apellidos como “Destructor de Montañas”, “Ojo de Águila”, “Turco Puro” o “Corazón de León”. Los oficiales del ejército se pusieron apellidos de victorias militares; los ministros, de ríos que habían sido elegidos como fronteras nacionales. El presidente de la nación eligió para añadir a sus dos primeros nombres, Mustafa Kemal, “Padre de los Turcos” (Ataturk).

“Biz bize benzeriz”, respondía Atatürk a aquellos que clasificaban a los turcos bien como europeos bien
como asiáticos: “nos parecemos a nosotros mismos”. Mientras que la aristocracia otomana utilizaba la palabra “turco” para referirse a los campesinos, Atatürk luchó por hacer que su pueblo superase ese sentido de inferioridad respecto a los europeos o a sus imitadores entre las minorías cristianas del antiguo imperio. Convencer a los europeos de la respetabilidad de los turcos no era tarea fácil, porque la imagen de éstos entre aquéllos no podía ser más negativa. Los turcos era descritos por los medios impresos de principios del siglo XX como torturadores, asesinos, pederastas o bestias salvajes. Atatürk salpicaba generosamente sus discursos con afirmaciones como “El carácter de la Nación Turca es noble”, “La Nación Turca es trabajadora” o “El Pueblo Turco es inteligente”. Pero lo que Atatürk entendía por “turco” no está tan claro: empezó pensando que “turco” era todo aquel que viviera en la nueva república. En sus escritos, sin embargo, también hacía referencias a la “etnia turca”. Y, a pesar de su rechazo intelectual al Islam, probablemente incluía en su concepción sólo a los musulmanes. El lema republicano de Atatürk de “Feliz es quien puede decir que es turco” fue en realidad el mismo de la ciudadanía otomana: “Alabado sea Alá, soy musulmán”. En la práctica, incluso se refiere a la misma gente. Hoy, la definición de turco se ha estrechado aún más: se trata de los habitantes de Turquía que hablen turco.

Y, por supuesto, para conseguir arrancar al país del lastre y la larga decadencia del Imperio Otomano, empujó al país hacia la laicidad, apartando a los clérigos de los asuntos relevantes y quitándoles poder. Como puede imaginarse, esto no se hizo sin resistencia, pero Mustafá Kemal aguantó las presiones e hizo frente a los mullahs con firmeza. Al final salió victorioso... ¿o no?

Cuando murió, el cuerpo del venerado líder fue embalsamado. El funeral se celebró en el palacio de Dolmabaçe. La construcción de Anit Kabir empezó en 1944 y se terminó en 1953. Quince años más tarde, el ataúd se abrió ante los ministros y altos mandos militares, se lo envolvió en lino siguiendo las costumbres islámicas y se le enterró en tierra turca aquí, en Anit Kabir, mirando a La Meca. Me pregunto si el bueno de Mustafá no se estará revolviendo de ira en su magnífica tumba. Años y años de sudores y esfuerzos luchando por erradicar el Islam de la sociedad, y al final lo sepultan de acuerdo al rito musulmán.

Atatürk cambió el país y, de hecho, creó uno nuevo. Aún hoy, ocho décadas después, los rasgos más significativos de Turquía siguen emanando de su administración, para lo bueno y para lo malo. Desde el carácter laico del estado, con su vocación modernizadora y la promoción de la mujer entre sus objetivos, a la negación de los derechos de las minorías culturales, sobre todo del pueblo kurdo, el inquietante poder de un ejército que es inflexible centinela del ideal kemalista… o el resurgir de un islamismo que ningún decreto consiguió erradicar.

El Estambul de hoy, Ankara y buena parte de la Turquía urbanizada y moderna, son su creación. La parte
oriental y central del país es harina de otro costal. En los siguientes días, en una sola jornada de carretera, de Trebisonda a Erzurum, pasamos de una ciudad moderna y dinámica con vocación occidental a las remotas estepas anatolias con sus yurtas y rebaños de cabras, del mar a las montañas y luego las llanuras. Allí, las tradiciones con siglos de antigüedad seguían ocultas bajo la superficie y en muchos casos ni siquiera llegaron a desaparecer. ¿Realmente han sido erosionadas por la modernidad occidental o están bajo la superficie esperando resurgir?

No hay duda de que una parte de los turcos ha aprendido a vivir y disfrutar de los modos occidentales. Pero hay otros muchos para quien esos beneficios no han supuesto nada. Sus condiciones de vida siguen siendo humildes cuando no misérrimas, con la diferencia de que ahora saben -gracias a la televisión- que hay otros paisanos suyos que disfrutan de una vida mucho mejor ¿Hacia dónde se inclinará la balanza? El fantasma de Irán acecha desde el otro lado de la frontera que comparten. Irán era un país aparentemente moderno y orientado hacia Occidente, donde las mujeres llevaban minifalda, se maquillaban y participaban activamente en la sociedad. El rápido desarrollo económico que experimentó a raíz del boom del petróleo llevó consigo una evolución social que provocó un enorme desajuste con las tradiciones y valores de una parte importante de la población. Fueron esos campesinos emigrados a las ciudades los que, soportando la tiranía del sha pero no los beneficios del desarrollo, apoyaron la Revolución de 1979.

Irán requeriría un estudio aparte pero su caso no es fácilmente extrapolable a Turquía. Aunque por el momento una revolución popular es algo lejano, el Islam parece estar ganando más y más terreno a medida que la superpoblación estira los recursos de las ciudades, las autoridades se ven incapaces de atender al bienestar de todos sus ciudadanos y la religión va ocupando los huecos que en su día habitó la ideología política.

Mientras bajaba por la colina sorteando grupos de niños que disfrutaban del soleado día de excursión, me pregunté durante cuánto tiempo podría seguir viviendo Turquía a la sombra de un hombre muerto hace tantos años. Es poco probable que en la Turquía de hoy -en el mundo de hoy-, surja alguien con el carisma, la energía, la capacidad y las ideas tan claras como Atatürk. La Turquía moderna que se levantó de los estertores del multinacional imperio otomano tras la Primera Guerra Mundial fue el sueño de un solo hombre, un auténtico revolucionario porque cambió el sistema de valores de todo un pueblo. Supuso acertadamente que las potencias europeas habían derrotado al sultanato otomano no gracias a sus ejércitos, sino por su grado superior de civilización. Turquía debía, por tanto, occidentalizarse. No es coincidencia que ningún musulmán tenga tan alta valoración en Occidente como Atatürk.

El Kemalismo es un deseo de identificarse con el Oeste, un modo de vida que muestra desprecio por el
mundo árabe. Celebra el paganismo sobre el Islam, proporciona a los turcos un mito nacional y emocional que es completamente secular y por tanto no tiene equivalente en otras sociedades musulmanas, donde todos los mitos son religiosos. El mausoleo de Ataturk, en Anit Kabir, es una reafirmación de ello en mármol y piedra, un gigantesco templo helenístico, un monumento arquitectónicamente pagano. Mientras caminaba por allí a la vista de los soldados, pensé de nuevo que si Adolf Hitler hubiera muerto de manera natural, esta es la clase de tumba que hubiera deseado.

Firme y compasivo al tiempo y alternativamente, Kemal fue, en verdad, un Padre para los Turcos. Su
retrato adorna las paredes de todas las oficinas gubernamentales –y muchas de las viviendas particulares-. Forjó un estado independiente para las masas de campesinos analfabetos y hambrientos de Anatolia y los refugiados musulmanes provenientes de otras partes del Imperio Otomano. Por la sola fuerza de su voluntad y su carisma, venció la inercia y el conservadurismo para darle al país un nuevo alfabeto, nuevas leyes, nuevas costumbres… una nueva vida.

El propio Atatürk era prisionero a su vez de las contradicciones que trajo su política occidentalizante. Sus hijas adoptivas eran cuidadas por un eunuco negro de estilo otomano mientras que su educación corría a cargo de una institutriz suiza. Estaba realmente comprometido con la misión de dar a las mujeres un estatus de igualdad en la sociedad, pero no seguía las mismas directrices en su vida privada. Como muchos de sus compatriotas, amaba las canciones populares de su región natal, pero les obligó a aprender música de tipo occidental. Mientras sentaba las bases de un estado democrático con una economía progresista y un papel relevante en la diplomacia regional, era en la práctica un autócrata, cabeza de un partido único centralizado –aunque no brutal y asesino- que mantuvo al país económicamente aislado del resto del mundo.

La revolución de Atatürk no fue un éxito inmediato. Sus metas secularizadoras se mantienen vivas no sólo gracias a los militares, sino también por buena parte de la ciudadanía. Sin embargo, las cosas están cambiando y su legado, con un partido proislamista en el poder y un boom demográfico urbano para el que las ciudades no están preparadas, amenaza con disolverse.

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