span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: 2014

miércoles, 9 de julio de 2014

El Edificio Long Lines de AT&T


Los turistas que recorren las calles de Nueva York pasan la mayor parte del tiempo mirando hacia arriba, a la jungla de rascacielos que se eleva hacia las alturas. Sin embargo, el número 33 de Thomas Street no es como los demás edificios. Con sus 29 pisos y 170 metros en dirección a las nubes, no le falta altura, pero una segunda y atenta mirada revela su característica más significativa: no tiene ni una sola ventana.

Enclavado en el distrito de Tribeca, dentro de Manhattan, y propiedad de la compañía de telecomunicaciones AT&T, este curioso edificio fue diseñado por John Carl Warnecke y Asociados y se terminó en 1974. Tenía la finalidad de acoger una centralita telefónica gigantesca y aún hoy, aunque parte de sus instalaciones se han trasladado a otras dependencias, desempeña un papel vital en el buen funcionamiento del sistema de telefonía estadounidense y en el control aéreo de gran parte del país. Aparte de cumplir estas funciones, también ofrece un lugar seguro para el almacenamiento de datos.

Con Warnecke, el edificio estaba en manos de uno de los arquitectos más notables del siglo XX en EEUU. Cuando se hizo cargo del edificio de Thomas Street, ya era muy conocido por su amistad con el clan Kennedy. Aunque fue en Chicago donde se forjó un nombre, recayó sobre sus hombros el importante encargo de diseñar la tumba de John F.Kennedy en Arlington, consagrada en 1967.

Tal vez su mayor acierto, especialmente sobresaliente en el caso del edificio Long Lines de AT&T, fue aunar la belleza y los requerimientos puramente funcionales. Para contener todo el equipamiento técnico necesario, cada planta del edificio de Thomas Street mide 6 metros de alto, aproximadamente el doble que cualquier rascacielos. Este edificio, heredero del funcionalismo tan querido a Le Corbusier, se considera brutalista, con su exterior de paneles de hormigón prefabricados y decorados con una fachada de granito sueco rosa. La fachada exhibe seis grandes protuberancias rectangulares que albergan huecos de escaleras y ascensores y conductos de ventilación. En una ciudad dominada por el cristal, un edificio así debería llamar la atención como una monstruosidad, pero en realidad está en armonía con el entorno.

Más importante aún es la increíble resistencia de su estructura. Se diseñó para que pudiera ser autosuficiente durante dos semanas en caso de ataque nuclear y los suelos están reforzados para poder aguantar alrededor de una tonelada y media por metro cuadrado. Es una construcción de resistencia inusual, lo cual es de esperar en un edificio tan crucial para el buen funcionamiento de las telecomunicaciones de una nación.

Por supuesto, no hay nada construido por el hombre que pueda presumir de estar a prueba de fallos. A pesar de estar considerado como uno de los edificios más seguros del mundo, en septiembre de 1991, un error humano combinado con una avería del equipo y el fallo de los sistemas de apoyo y emergencia, dejó fuera de combate a toda esa enorme centralita. El resultado es que se bloquearon
cinco millones de líneas telefónicas y se interrumpieron las vitales comunicaciones de la Administración Federal de Aviación, afectando al tráfico aéreo de nada menos que 398 aeropuertos del noreste del país.

El edificio Long Lines es un ejemplo de ese tipo de arquitectura absolutamente funcional que despierta sentimientos encontrados. No es ni el rascacielos más grande, ni el más alto ni el más avanzado técnicamente de los muchos que hay en Manhattan. De hecho, ni siquiera es habitable. Parece una torre medieval, una especie de baluarte al que hubieran retirado las murallas circundantes. No puede calificarse de bello –a menos que se tenga un extraño sentido de la estética-, pero sin duda sorprende. Es su aspecto inusual e intrigante lo que lo convierte en uno de los edificios más peculiares del mundo, una alternativa refrescante al tradicional y más fotogénico rascacielos de cristal y acero.


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sábado, 21 de junio de 2014

El Lago Titicaca: Desolada Belleza Azul (y 2)







(Viene de la entrada anterior)

Hoy, la economía de Taquile se basa en la pesca, la agricultura (patata, maíz, trigo) y, sobre todo, el turismo. El año pasado recibieron a 300.000 visitantes, lo que convierte a esta actividad en el verdadero sostén de la isla. Sin embargo, también aquí los taquileños han conseguido hacer algo diferente. Los viajeros comenzaron a acercarse a la isla en la década de los setenta y desde entonces y poco a poco, el turismo de masas empezó a apoderarse de ese sector, amenazando la estabilidad social y, sobre todo, la tranquilidad de la comunidad. Así que decidieron tomar ellos mismos las riendas de la situación, desarrollando modelos alternativos que se ajustaran a su modo de vida. De esta manera, se ha limitado el número de personas y el tamaño de los grupos que pueden acercarse a Taquile y se ha establecido un sistema cooperativo y rotatorio entre las diferentes familias para que todos puedan aprovecharse del turismo igual que lo hacen del resto de las actividades de la isla.

Los taquileños han establecido su propia Agencia Turística y, aunque no hay hoteles, sí ofrecen estancias en casas particulares, transporte hasta y desde la isla, guías turísticos locales titulados y algunos lugares donde comer. Todas las familias, por turnos, ofrecen su trabajo a los visitantes. Por ejemplo, en el mercado de artesanía instalado en la plaza central, se van turnando las diferentes familias para ofrecer los bellos trabajos de tejeduría que realizan sus mujeres (yo mismo compré unas magníficas bufandas de lana de alpaca a muy buen precio), y que han ganado reconocimiento por parte de la UNESCO como “Obras Maestras del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad”. En el mercado se puede observar cómo mujeres y hombres tejen con habilidad ancestral ropa tradicional de gran calidad

La semana siguiente, serán otras familias las que puedan ocupar esos mismos puestos en el mercado. Igual sucede con los restaurantes: cada día abren un par de ellos, dirigidos por familias diferentes. Es un colectivismo comunitario que evita la competencia al tiempo que beneficia a todos y que se combina en la vida de la isla con el viejo código moral inca, “ama sua, ama llulla, ama qhilla”: no
robar, no mentir, no ser perezoso.

Para el almuerzo podemos elegir entre uno de esos dos humildes restaurantes que hoy están abiertos dentro del turno rotario que acabo de comentar. Bajo un toldo rápidamente dispuesto en una terraza, disfrutamos de una sopa de quinoa seguido de un plato de pescado fresco, un pejerrey. Está sabroso, pero no es un vecino ancestral del lago. Todo lo contrario, llegó aquí hace sólo treinta años procedente del desaguadero de otro lago, y se aclimató tan bien que acabó con las truchas preexistentes –que, a su vez, llegaron a comienzos del siglo XX remontando los ríos-. La especie más común es el carachi, también comestible, del cual existen tres variedades diferentes en el Titicaca.

Llega la hora de continuar viaje y nos dirigimos hacia el otro puerto de la isla, Puerto Chilcano Doc, situado al norte. Hemos de descender una larga escalinata de 525 escalones irregulares y peligrosos, pero que los locales recorren en ambas direcciones con la seguridad y resistencia que da la costumbre. Aun sabiendo esto, nos quedamos de piedra al cruzarnos con unos hombres y mujeres pesadamente cargados (uno de ellos acarreando un armario) que ascienden desde el muelle. El esfuerzo se les refleja en la cara, pero no jadean como nosotros y sus rodillas y piernas demuestran estar perfectamente a la altura de las circunstancias (nunca mejor dicho).

Nuestro siguiente destino, en el que pasaremos la noche, es la isla de Amantani, la más grande del lago. Como Taquile, a hora y media en lancha, esta comunidad de tejedores de cestas ha conseguido mantener cierto grado de aislamiento cultural, autonomía de gobierno y control sobre el negocio turístico. Un nutrido grupo nos recibe en el embarcadero con banda de música incluida, lo cual me hace sentirme un poco incómodo. Negras nubes empiezan ahora a cubrir el cielo y el viento se torna
destemplado. Nos conducen hasta el patio de la escuela, donde conocemos a las “mamás” que nos alojarán en sus casas esa noche. Todos van vestidos con los atuendos tradicionales, no como parte de su show turístico de bienvenida, sino porque realmente aquí se conserva viva esa tradición textil.

Ejecutan algunas danzas típicas acompañadas de los correspondientes cantos y luego los muchachos insisten en jugar con nosotros un partido de fútbol. Saben bien que los extranjeros no están habituados a la altura y que llevarán ventaja en cualquier enfrentamiento de carácter físico. Mis compañeros no se hacen mucho de rogar y, pese a que a los cinco minutos estaban jadeando de forma alarmante y viéndose obligados a detenerse tras cualquier carrera corta, consiguieron ganar. Yo, mientras tanto, trataba de serenar mis intestinos, revueltos a causa de la combinación de la altitud y el esfuerzo físico realizado en los empinados senderos y escaleras de Taquile.

La noche caía rápidamente sobre nosotros cuando nos separamos, marchando cada cual con la familia que le correspondía. Era una aldea dispersa y pobre. Las viejas terrazas agrícolas, descendientes de las construidas por culturas extinguidas hace siglos, estaban bien cuidadas. También la técnica de
construcción de las casas y la forma de trabajar los campos se remontan a la época inca. El pasado aún se resiste a abandonar estas cada vez menos aisladas comunidades. En febrero, las ochocientas familias de la isla se dividen en una peregrinación a las ruinas esparcidas por las dos colinas de la isla: las del Templo de la Pachamama (Madre Tierra) y las de la Pachata (Padre Tierra). Allí, siguiendo ancestrales ceremonias que se rebelan contra el cristianismo de los antiguos conquistadores, celebran su origen con bailes y cantos tradicionales de remoto origen, afirmando su descendencia de un idealizado imperio inca mucho más cruel y tirano de lo que hoy se quiere recordar.

Suyana, nombre que en quechua significa esperanza, me guía por entre los campos hacia su humilde
casa de adobe. Es una mujer callada y discreta cuyo marido es músico y se halla ahora en las islas de Uros trabajando. La vivienda solo tiene dos estancias. Por una parte, el comedor, cuya mayor parte queda ocupado por el ennegrecido fogón de leña. No hay electricidad y la única fuente de luz durante el día es la que penetra por la puerta y una estrecha ventana, y velas y quinqués por la noche. Los únicos muebles son un aparador, una mesa y cuatro sillas, pero aún así era el lugar más acogedor y cálido de la casa gracias al fogón. Sus dormitorios se hallan en un edificio anexo pero independiente, con dos pisos: el inferior, donde duermen los niños, y el superior, al que se accede por una sencilla rampa de madera apoyada en el muro y que es el que utilizan los padres.

Mientras Suyana prepara la cena, sus dos hijos se sientan conmigo a la mesa y fijan en mí sus ojos con intensa atención. Julio tiene seis años y su hermana, Zulema, solo tres, pero su expresión pícara y espabilada denota enseguida su carácter. La comunicación no siempre es fácil y no sólo debido al temperamento tímido de esta gente, sino porque su lengua madre no es el español, sino el aymara.

Julio iba a la escuela todos los días excepto los domingos, cuando le tocaba cuidar de las siete ovejas propiedad de la familia y ahuyentar a pedradas a los zorros. El patrimonio ganadero familiar se completaba con una pareja de vacas y un ternero, dos cerdos, siete lechones y un par de gallinas. Su hermana Zulema aún estaba en el jardín de infancia. Según me contó su madre, hasta los 12 años los niños podían acudir a la escuela de la comunidad. A partir de esa edad debían coger un autobús a las cinco de la mañana para trasladarse a la escuela superior, a varios kilómetros de distancia.

Por desgracia, esa noche no me sentía muy comunicativo. El mal de altura estaba haciendo presa en mí a pasos agigantados y sólo por educación aguanté la velada y probé la sopa de arroz y vegetales que me preparó Suyana. Viendo que no me sentía muy bien, se ofreció a preparar una manzanilla –no
había agua potable, sólo hervida- y marché pronto a mi habitación. Ésta, ocupaba todo un pequeño edificio anexo a los otros dos y seguramente disponía de más comodidades que las de ellos. Aún así, sólo se podía calificar de espartana: dos camas que no eran sino bloques macizos de yeso sobre los que reposaba un colchón, una sábana y tres gruesas mantas que pesaban bastante, pero que eran necesarias habida cuenta de que aquí no había calefacción y nos encontrábamos a más de 3.000 m de altitud. La ventana tenía un cristal del grosor de una hoja de papel y de los grifos del cuarto de baño no salía agua. Desde luego, un alojamiento poco adecuado a mi estado de salud aquella noche.

Mi cuerpo expulsó la cena y el almuerzo, pero no funcionaba la cadena del inodoro. Agotado y enfermo, me acosté. Dormí cinco horas, pero a la una de la madrugada me desvelé y ya no pude sino pasar el resto de la noche dando vueltas incómodo bajo unas mantas cada vez más desordenadas y deshechas.

Por fin, llega la mañana, acompañada de los rebuznos de los pollinos, el canto de los galles, ladridos lejanos y el sonido de algún animal caminando por el tejado, quizá un ratón o una paloma. Parece que mis intestinos se han asentado y el día luce espléndido. Desayuno con los niños y mientras Suyana recoge los cacharros, el pequeño Julio me ofrece un pequeño tour por los alrededores de la casa antes de acompañarme de vuelta al muelle para reunirme con mis amigos y embarcar de nuevo en la lancha. Nuestra última parada en el lago antes de regresar a Puno se encuentra a hora y media de distancia: las islas flotantes de Uros, uno de los lugares más característicos y visitados de Perú.

Las islas artificiales de Uros han estado habitadas desde que los antepasados de los actuales
pobladores las construyeran hace siglos huyendo del control y dominio de los incas. Se trata de plataformas flotantes elaboradas con totora, una planta acuática de tallos delgados y largos que, una vez secos, pueden utilizarse como material para construir o elaborar objetos, desde casas hasta cestas pasando por barcos. A medida que las plantas que forman la isla y que se hallan en permanente contacto con el agua se van pudriendo, se añaden otras nuevas en la parte superior.

Existen unas 48 islas de este tipo pero evidentemente no se pueden visitar todas. Hay una principal, Huacavacani, sobre la que viven una decena de familias alrededor de una misión adventista, y muchas más pequeñas con dos o tres familias cada una que hacen desesperadas señas a las lanchas con viajeros para que se detengan allí y tener así oportunidad de vender los souvenirs que
manufacturan. Elegimos una de ellas y desembarcamos. Resulta extraño caminar por una superficie esponjosa que se antoja inestable.

Los indios Uros descienden de una antigua raza que tenía su propia cultura y lengua, pero ambas se perdieron hace ya 500 años como resultado de los intercambios comerciales y familiares con las tribus aymara y quechua que habitaban en las orillas del lago. Hoy día sólo quedan unos 2,000 indios Uros y de ellos, menos de seiscientos mantienen todavía vivas las islas. La mayoría de estos, sin embargo, ni siquiera viven ya aquí, sino que mantienen sus casas en tierra firme y acuden todos los días a las islas para vender sus cachivaches a los turistas. En este sentido, las islas de Amantani o Taquile han sabido conservar mucho mejor su legado tradicional.

No se les puede culpar, porque la vida en las islas de Uros nunca ha sido fácil. Ya los incas
consideraban a estas gentes tan pobres que rozaban los subhumano. Los isleños tienen que trasladarse cierta distancia para encontrar agua potable y la continua degradación de la base de sus islas les obliga a un interminable trabajo de reparación. Incluso con el adecuado mantenimiento, una de estas islas tiene una vida útil de doce a quince años y construir una nueva requiere del trabajo de toda la comunidad durante dos meses.

La comida se cocina en fuegos instalados sobre montículos de piedra y debe vigilarse para evitar que alguna llama prenda la totora seca; ni siquiera aliviar los intestinos resulta fácil y la permanente humedad causa artritis y reumatismo; para cualquier gestión es necesario subir a una barca y ponerse a remar. Incluso sus difuntos han de ser llevados a tierra firme para ser enterrados.

Cuando la vida tradicional exige tantos sacrificios y ofrece tan pocas recompensas, no puede extrañar por tanto que desaparezca con rapidez. El propósito defensivo que dio origen a este peculiar asentamiento (ante una amenaza, la isla podía desanclarse del fondo y trasladarse lago adentro) ya no tiene sentido. Hace medio siglo, los Uros aún se consideraban una tribu orgullosa de excelentes pescadores, guardianes y dueños del Titicaca, y su fama como constructores de barcos llegó a oídos del aventurero Thor Heyerdahl, quien confió en su pericia para fabricar su hoy famosa embarcación Kon-Tiki. Pero conforme Perú se modernizaba y las comodidades de vivir en tierra firme se multiplicaban, la gente joven –a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en Taquile- se marchaba para no volver. La mitad de los que se quedaron se convirtieron al cristianismo y olvidaron sus creencias y leyendas ancestrales.

Así que pese a lo pintoresco que resulta el lugar hay ya poco de auténtico aquí. Es cierto que aún existen familias que eluden el contacto con el turista y prefieren anclar sus islas en los canales más interiores, pero en su mayor parte, las islas flotantes de Uros han devenido un agradable parque
temático de carácter étnico en el que obtener un destello de lo que fue la vida aquí siglos atrás. La técnica constructora de las islas y las viviendas que sobre ellas se levantan sigue siendo la misma que la que utilizaban sus antepasados y tenemos la oportunidad de aprender algo de las milagrosas propiedades y usos de la totora (desde calmante a fuente de yodo) y ver a los cormoranes domesticados que utilizan para pescar o los ibis que les proporcionan huevos –menos exóticos pero igualmente útiles son los gatos, que mantienen limpias de ratas las islas-. Todo ello, claro, mientras a la orilla llega una barca-cajero automático desde la que los locales pueden retirar dinero.

El destino de las islas flotantes es incierto. Ya nunca volverá a ser un verdadero núcleo de población capaz de mantener vivas antiguas tradiciones, pero tampoco está claro que siquiera pueda sobrevivir como atracción turística, una actividad en exceso dependiente de vaivenes económicos y políticos internacionales sobre los que los indios Uros no tienen control y que, además, exige un continuo esfuerzo de mantenimiento dado el desgaste que sobre la totora ejerce la llegada diaria de visitantes. El tiempo dictará su destino.

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jueves, 19 de junio de 2014

Lago Titicaca - Desolada Belleza Azul (1)


Desde el Cañón de Colca hasta Puno hay siete horas de viaje atravesando un paisaje espectacular que se eleva, en su punto máximo, el Mirador de los Volcanes, a 4.910 metros de altura. Son extensiones parduscas, resecas, tostadas por un implacable sol que al verse brevemente eclipsado por alguna nube arranca del suelo tonalidades anaranjadas y amarillentas. El viento corre libre por una tierra que durante muchos kilómetros no le ofrece obstáculos, empujando a las nubes, espesando el cielo y llamando a la lluvia. La combinación de agua y luz nos regala nuevos juegos cromáticos. La única vida divisable es la de las vicuñas silvestres pastando indiferentes al clima gracias a su confortable lana y los flamencos que puntean con sus colores las aguas de los ocasionales lagos que nos salen al paso.

Por fin, llegamos a nuestro destino, la región del Lago Titicaca, una zona abrumadora tanto por su historia como por su belleza de carácter casi místico, un lugar del planeta que hace sentir al visitante como si se hallara en el techo del mundo. Los cielos son inmensos y de profundo color azul y los horizontes parecen curvarse y plegarse más allá de la vista. La población se halla muy dispersa y sus ancestros se remontan a dos antiguas etnias andinas, los aymara y los quechua, de los cuales desciende el 95% de la población. Los primeros precedieron a los segundos en trescientos años y se cree que fue en esta región donde se dominó por primera vez el cultivo de alimentos hoy tan extendidos y apreciados en todo el mundo como la patata, el tomate y el pepino.

Nuestra base de operaciones durante estos días será el primer asentamiento español en la región, Puno, nacida al albur de una mina de plata descubierta por los infames hermanos Salcedo en 1657. Nos dirigimos en primer lugar a nuestro alojamiento, el Hotel Pukara, emplazado en la calle Libertad, una bocacalle de la principal arteria comercial de la ciudad. Es una casa antigua, restaurada y de aspecto muy agradable… pero sin ascensor. Dado que mi habitación estaba en el cuarto piso y que nuestra altitud era de 3.800 metros sobre el nivel del mar, no extrañará que llegara a ella resollando. La habitación era pequeña y fría pero acogedora y con la posibilidad de encender un radiador eléctrico que caldeaba rápidamente la estancia. Los carteles que cuelgan de las paredes señalando qué rincones son los –supuestamente- seguros en caso de terremoto, fenómeno frecuente por aquí, no nos hacen sentir más tranquilos y optamos por salir lo más rápidamente posible a la calle para explorar algo la ciudad.

Puno tiene un clima seco y frío y las temperaturas en invierno – julio y agosto- bajan de cero con
frecuencia. Los ondulados tejados metálicos de muchos edificios muestran en sus cicatrices cubiertas de óxido lo áspero de las condiciones meteorológicas. Pero hoy estamos en septiembre y disfrutamos de un día típico de la estación: un intenso sol durante el día que contrasta con las bajas temperaturas nocturnas.

La ciudad actual no hace justicia a la riqueza de su historia y el peso de sus tradiciones folclóricas. La cultura Pukara emergió por estos pagos hace 3.000 años, dejando tras de sí pirámides y esculturas de piedra tallada. Más conocida quizá es la cultura de Tiahuanaco, que desde su centro político y religioso en el territorio que hoy pertenece a Bolivia, al otro extremo del lago Titicaca, dominó la región desde el 800 al 1200 de nuestra era. Los incas llegaron en el siglo XV, tan solo cien años antes de que los españoles descubrieran la riqueza del lugar tanto en lo que a minerales se refiere como a una agricultura basada en el pago de tributos y el trabajo esclavo.

La localidad acumuló una reputación tan detestable por sus abusos y violencia que el virrey de Lima se vio obligado a intervenir con el ejército para sojuzgar y ejecutar a unos fundadores Salcedo, ya fuera de control. En 1668, el virrey hizo de Puno la capital de la región y desde entonces ha ejercido de principal puerto del lago Titicaca y punto importante en la ruta de la plata que salía de Potosí, en Bolivia. La llegada del ferrocarril, ya entrado el siglo XIX, trajo consigo un nuevo e ilusorio impulso económico. Lo que hoy nos encontramos es una ciudad relativamente pobre y venida a menos incluso para los estándares peruanos, un lugar que ha sido golpeado tanto por la sequía como por la incapacidad de organizar sus recursos hídricos.

Después de arreglar con una agencia local la visita al lago Titicaca para el día siguiente, damos un paseo por la ciudad. A diferencia de otras poblaciones peruanas, Puno no parece dominada por el caos motorizado y las prisas de la vida moderna; pero al mismo tiempo carece del
sólido estilo colonial de Cuzco o el glamour arquitectónico de Arequipa. Los puntos de interés son pocos y se pueden visitar rápidamente. El viejo mercado es una decepción: pequeño, sucio, con perros de aspecto astroso buscando restos que comer y ratas escabulléndose por entre los rincones. Nos dirigimos a continuación al sur, para ver la Plaza de Armas del siglo XVIII y su imponente catedral de fachada barroca ajada por la implacable meteorología.

Pero no nos entretenemos mucho aquí. Queremos aprovechar la luz para subir al mirador de Kuntur Wasi o del Condor. Para acceder allí, es necesario salvar un empinado desnivel ascendiendo 700 peldaños; desnivel que, dada la altitud y aun estando ya aclimatados tras varios días a alturas respetables, todavía supone un desafío para las piernas y los pulmones. La estatua del cóndor con las alas desplegadas que corona el cerro nos anima a continuar y, por fin, cuando llegamos a la cima, a 4.000 metros de altura, dominamos una maravillosa vista de la ciudad y el lago que le da vida, el Titicaca, 8.400 km2 de agua deslumbrantemente azul rodeada de picos nevados.

La impresión que recibimos es la que ya nos había transmitido la ciudad a ras de suelo. Puno no es bonito. Muy poco de su legado histórico resulta visible entre la alfombra de viviendas de escasa calidad que se va extendiendo como una mala hierba por las colinas cercanas, tratando de aprovechar la estrecha franja que media entre la orilla del lago y las alturas impracticables para la construcción, sin plan ni armonía algunos. Incluso
desde esta distancia se aprecia que muchas de esas calles carecen de asfaltado y que no son accesibles con coche. No me resulta tan distinto a otras ciudades asiáticas y africanas de desarrollo tan rápido como desordenado que he visto en esos continentes.

Puede que Puno no sea oficialmente rico, pero aún así constituye un imán para las gentes pobres de toda la región. Hay pocas posibilidades de prosperar en el Altiplano. El clima es duro, el suelo ingrato, las infraestructuras mínimas y frágiles… El único medio de vida consiste en el cultivo de la patata o la cría de ganado, pero las condiciones son miserables. Por eso no es de extrañar que un gran número de personas opte todos los años por abandonar esas explotaciones familiares y
dirigirse a la ciudad más cercana, Puno. Ésta, incapaz de acomodar dignamente a todos, va desplazando a los recién llegados carentes de medios económicos hacia los barrios de las afueras, que se convierten en colmenas apiñadas e insalubres.

Y decía que Puno no es oficialmente rico porque el principal motor de su economía es algo que escapa al control de las autoridades: el contrabando de mercancías, traídas a precios bajos desde la vecina y más pobre Bolivia. Esta actividad, a su vez, hurta ingresos a las arcas oficiales, que se ven aún más incapaces de responder a las demandas urbanísticas de una ciudad en continuo crecimiento.

Esa noche, mientras cenamos, comienza a llover haciendo que temamos lo peor para nuestra visita al
lago de la mañana siguiente. Pero nuestros miedos son infundados. Amanece un día soleado, sin viento y con las nubes apelmazadas en el horizonte sin suponer una amenaza inmediata y aportando un matiz especialmente bello a la intensa luz. Cargamos nuestras mochilas en unos ciclorickshaws y nos dirigimos al puerto, donde nos espera una motora que nos llevará hasta la isla de Taquile.

Las tres horas que dura el recorrido nos permiten disfrutar de un paisaje único. El magnífico Titicaca es el mayor lago alpino del mundo, con 193 km de largo, 64 km de ancho y una profundidad de 284 metros. Sus aguas permanecen habitualmente tranquilas, lo que da lugar a un efecto espejo en virtud del cual el lago refleja el intenso azul que emana del enorme cielo que pende sobre él. En el horizonte se recortan los imponentes volúmenes de la cordillera andina.

Según los mitos andinos sobre la creación, el lago Titicaca fue la cuna de la civilización y de él surgieron el sol, la luna y las estrellas. Aunque son estos terrenos resbaladizos, alguna verdad hay en la leyenda, porque el altiplano es una de las regiones del mundo que recibe más horas de radiación. Las casas se encaraman en los montes cercanos a prudente distancia del agua, quizá porque sus habitantes guardan el recuerdo vivo del diluvio que formó el lago. Hace mucho tiempo el Titicaca era un valle fértil. Los Apus o dioses de las montañas protegían a sus pobladores a cambio de que no se acercaran a la cumbre, donde ardía el fuego sagrado. Como era de esperar, los hombres violaron la ley y los Apus mandaron miles de pumas a devorarlos. Inti, el dios Sol, no pudo resistir lo que veía y lloró durante cuarenta días y cuarenta noches. El valle quedó inundado. Sólo se salvaron un hombre y una mujer en una frágil canoa. Los pumas ahogados se convirtieron en roca y de ahí deriva el nombre de Titicaca, “El lago de los pumas de piedra”.


Declarado Reserva Nacional desde 1978, el lago alberga más de sesenta variedades de aves, catorces
tipos de peces endémicos y dieciocho especies de anfibios. Es también el lago navegable situado a mayor altura del mundo y en sus orillas viven miles de granjeros y pescadores que tratan de subsistir de las capturas en sus gélidas aguas, cultivando patatas en el rocoso suelo (otros cultivos no resisten la altitud) o criando llamas y alpacas.

El aislamiento de la región, su difícil acceso y el duro clima mantuvieron a los españoles relativamente apartados de aquí, permitiendo la supervivencia de costumbres y tradiciones que se remontan a las épocas inca y aymara. Y si el aislamiento favorece la pervivencia de los viejos usos, éstos permanecerán más vivos todavía en las más de setenta islas que puntean el lago, tanto en el lado peruano como en el de Bolivia. Y hacia una de ellas nos dirigimos.

Taquile es una comunidad autónoma con sus propias leyes y costumbres que emerge del lago a 45 km de Puno. Con una superficie de 5,5 km2, la presencia del hombre se remonta más de 10.000 años. La agricultura fue introducida alrededor del 4.000 a.C. y hace tres mil años surgió lo que hoy se conoce como cultura Pukara, que construyó los primeros bancales de piedra. La civilización dominante pasó a ser luego la Tiahuanaco hasta el siglo XIII, cuando los Incas conquistaron la región y sustituyeron la lengua aymara por el quechua. El ciclo de conquista y colonización cultural, como vemos, no lo inventaron los españoles, que llegaron aquí en 1580, cuando Pedro González de Taquile compró la isla, uno de los últimos reductos de resistencia a la ocupación. Durante la década de los treinta del siglo XX, se utilizó como prisión para personajes problemáticos y, por fin, en 1970, los residentes originales, descendientes de los indios ancestrales, recobraron no sólo su territorio, sino un grado inaudito de autonomía.

Llegamos al Otro Puerto, en el lado oeste de la isla, donde somos recibidos por un hombrecillo de
piel curtida vestido de forma pintoresca, el encargado de guiarnos por la isla y explicarnos las particularidades de la vida de los 2.200 taquileños que viven aquí. Mientras ascendemos hacia la parte alta, donde se encuentra la aldea, a 3.950 m, nos vamos deteniendo para recuperar el aliento y disfrutar de unos magníficos paisajes sobre. Las laderas siguen conservando los bancales de piedra construidos por sus antepasados con fines agrícolas. Sin aparente dificultad para salvar el desnivel nos siguen varios niños que ofrecen –sin agobiar, eso sí- pequeños objetos de artesanía. No hablan español, sino quechua, la lengua vehicular aquí.

La comunidad de Taquile es una especie de mundo autocontenido y autogestionado que trata de mantener sus lazos con el gobierno al mínimo posible. No reciben ayudas ni subvenciones más allá de unos maestros que residen en la isla de lunes a viernes, marchando a Puno el fin de semana; y un dispensario al que apenas acude nadie porque prefieren ir al chamán local.

Como si de la versión incaica de los amish norteamericanos se tratara, los taquileños rechazan la entrada de la modernidad, aunque ello no obedece a estrictos motivos religiosos sino a un deseo de conservar un modo de vida tradicional con el que se sienten cómodos. La ajetreada existencia en Puno, con sus calles sucias, su tráfico ruidoso y su insolidaridad, no atrae a los taquileños, que ni siquiera tienen suministro de energía eléctrica. En las casas utilizan velas o linternas con baterías recargables a mano y sólo recientemente algunos hogares han empezado a instalar paneles solares. Las noches despejadas en Taquile deben ser maravillosas para observar las estrellas.

Desde luego, la aldea no puede respirar un aire más auténtico. El único edificio con aspecto de
moderno es una especie de mercado en la plaza principal cuyo horrible hormigón se da de tortas con la iglesia adyacente y el resto de las viviendas del lugar, construidas de arcilla. No hay vehículos a motor –la verdad es que el relieve y la propia estructura urbanística impediría su uso- pero tampoco perros, a los que consideran animales ruidosos.

Los taquileños visten todos con los atuendos tradicionales, aunque este término es engañoso porque uno podría pensar que aquéllos provendrían de las culturas más indígenas. Ni mucho menos. Lo que hoy vemos procede de la época de los españoles, que prohibieron los trajes incas e impusieron los hispanos. Así, los taquileños tienen hoy un extraño aire de campesino extremeño o andaluz, con sus chalecos y pantalones negros, camisas blancas, sombreros (llamados chullos) y fajas, y las mujeres vistiendo blusas y faldas de vuelos. Conservan, eso sí, motivos ornamentales y colores provenientes de culturas más antiguas: rojos, verdes y rosas.

(Finaliza en la siguiente entrada)
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martes, 4 de febrero de 2014

La Casa Blanca - El poder en el Nuevo Mundo





George Washington, primer presidente de los Estados Unidos de América y el único elegido por unanimidad, consiguió evitar que sus compatriotas le dieran el título de “Su Alteza el Presidente de los Estados Unidos de América y protector de sus libertades”, como alguien propuso y como muchos habían deseado. Sin embargo, no pudo impedir que diesen su nombre a la capital del nuevo estado federal que acababa de formarse, construida en un terreno virgen, a orillas del Potomac, cedido para este fin por los estados de Maryland y de Virginia. Con modestia y elegancia, se limitó a ignorar el hecho, hablando hasta el fin de sus días de “distrito federal” o de “territorio de Columbia”.

Más sea cual fuere su nombre, se trataba de un pantano; un lugar bellísimo, pero cenagoso, frío en invierno y bochornoso en verano, con un clima tan infernal que los diplomáticos ingleses acreditados en la ciudad obtuvieron de su gobierno una especial “indemnización de colina”, es decir, el derecho a pasar una temporada en alguna localidad más o menos montañosa para recuperarse de los veranos en aquel malsano baño turco. Por otra parte, este lugar que debía convertirse en centro de la nación estaba tan apartado de las habituales vías de comunicación que la esposa de uno de los primeros presidentes, que había salido de Baltimore en dirección a la Casa Blanca –o, como entonces se llamaba, la Executive Mansion, o sea la sede del poder ejecutivo- se perdió en los bosques, donde vagó durante horas hasta que fue al fin encontrada por un caritativo y vagabundo negro.

El hecho de haber escogido semejante lugar era el resultado de un compromiso; un compromiso que se hizo necesario porque la Unión amenazaba quebrarse con el problema de la capital: el Norte la deseaba y el Sur la reclamaba. El Congreso estaba indeciso respecto a la elección que debía hacerse, pero en cambio estaba muy decidido a excluir las grandes ciudades –Boston, Nueva York, Filadelfia-, en las que los representantes del pueblo hubieran estado demasiado expuestos a las reacciones inmediatas del propio pueblo que representaba. Por último se llegó a un acuerdo dentro del marco de otro acuerdo más amplio: el de las deudas nacionales. El Sur tendría la capital; pero a cambio cargaría con una parte de las deudas del Norte, que eran mucho mayores. La elección del lugar se confió a la decisión del general Washington, ex agrimensor y primer presidente del país, quien lo halló precisamente junto a su propia vivienda, en Mount Vernon.

Las líneas fundamentales de este Versalles de la democracia fueron trazadas por un francés, Pierre
Charles L´Enfant, un parisiense de pura sangre, que luchó voluntario por la libertad americana y un genio que se anticipó a su tiempo, pero uno de los peores caracteres producidos jamás por la dulce Francia. Su plan era tan válido, pero tan nuevo y audaz que durante un siglo pareció absurdo. Diseñó un inmenso ajedrezado, más amplio que el París de entonces, cortado en diagonal por grandes avenidas de hasta 50 metros de anchura. En el centro, los dos polos del poder: el Capitolio, sede del Congreso, y el palacio del presidente, unidos ambos por una vía ceremonial de 120 metros de anchura. La residencia presidencial se levantaría no lejos del río Potomac, junto a un torrente bautizado con el nombre de Tiber por un agricultor con aires de grandeza (a su hacienda la llamó Roma) y luego rebautizado prosaicamente como Goose Creek (“cañada de la oca”) por los cazadores locales. L´Enfant la imaginó en forma de un gran rectángulo, y quizás esperaba proyectarla, pero la aspereza de su carácter le hizo perder el puesto, a pesar del apoyo de Washington, quien apreciaba su genio y que chapurreaba su nombre desfigurándolo en Longfont. Por último, para la realización de la Executive Mansion fue preciso convocar un concurso.

Lo ganó James Hoban, irlandés naturalizado americano, que había empezado su carrera profesional en el Nuevo Mundo haciendo publicar en los periódicos de Filadelfia el siguiente anuncio: “Los caballeros que deseen construir en estilo elegante deben saber que pueden contar con la persona más indicada, que realiza trabajos de ebanistería y de carpintería según el gusto y técnica modernas”. El edificio que este hombre proyectó –una elegante, digna y cómoda casa, adecuada para un próspero burgués o para un plantador acaudalado- tenía como característica principal la forma oval de los salones principales.

Sin embargo, entonces pareció desproporcionada para las necesidades del presidente de los Estados Unidos, al que ya le habían sido asignados veinte mil dólares anuales de sueldo, un ministro de Asuntos Exteriores, un ministro de Finanzas, dos ministros de Fuerzas Armadas y un Administrador General de Correos. A cambio de eso podía encargarse muy bien de “todo el gobierno, toda la administración y toda la representación de los Estados Unidos”. Y para esta misión no parecía necesaria una casa que era “lo bastante grande como para dos emperadores, un papa y un dalai lama”, como expresó Thomas Jefferson (que, por cierto, sería uno de sus inquilinos). Si el proyecto se aprobó fue porque el coste parecía razonable -400.000 dólares de aquel tiempo- y además, porque entonces no parecía justo criticar los deseos de comodidad del gran Washington.

Pero estos costes fueron ampliamente superados, incluso después de haber eliminado algunos detalles
del proyecto original: abolición de los pórticos, del previsto tercer piso y de muchos acabados ornamentales. George Washington murió en 1799, precisamente cuando se ponía el tejado a la casa. El primer ocupante fue John Adams, segundo presidente del país, quien todavía encontró la vivienda sin acabar, con paredes que debían revocarse y habitaciones aún por decorar y organizar. El salón oriental, el más grande de la casa, fue acondicionado por la first lady como lavandería, la única función que podía asumir en aquel momento, iniciando con ello la serie de anécdotas que se irían produciendo sobre la residencia presidencial. Sin embargo, incluso en estas condiciones, Adams inauguró oficialmente la residencia en 1800.

Thomas Jefferson, el tercer presidente, el mismo que había criticado con aspereza la magnitud de la construcción, fue, precisamente, el que la transformó en una verdadera y auténtica vivienda. Fue también el primero en prever una ampliación de la casa, demostrando con ello que desde el interior la óptica es siempre muy distinta que desde el exterior. Por encargo suyo, el arquitecto Benjamin H.Latrobe (por fin, un americano) proyectó los dos pórticos que ahora embellecen las fachadas norte y sur y dos ampliaciones en forma de pórticos bajos con terrazas en los lados este y oeste.

Mientras tanto, Jefferson, con sus maneras directas y sencillas, ayudado por una primera dama en funciones, la encantadora Dolley Madison, esposa del secretario de Estado, pues el presidente era viudo, iban creando la tradición y el estilo de la residencia presidencial. Jefferson fue el primer político del mundo que estrechó la mano a los visitantes en lugar de hacer la protocolaria inclinación de saludo, y el primer jefe de Estado, después del legendario rey Arturo, que hizo sentar a sus invitados a una mesa redonda, en lugar de hacerlo en una rectangular, para eludir así las diferencias de rango; y quizás ha sido también el único presidente que haya recibido a un embajador, en visita oficial, vestido con ropas de casa y en zapatillas. Pero, aparte de estas anécdotas, más o menos pintorescas, Jefferson fue dando carácter a la mansión. Dispuso el arreglo de los jardines, en los que se montó una jaula para los osos grises –regalo al presidente de los exploradores Lewis y Clark al volver de su expedición al Pacífico en los años 1804-1806-, y mandó decorar el interior de la casa con bellísimos muebles franceses. Este embellecimiento fue continuado por el sucesor de Jefferson, el marido de la incomparable Dolley: James Madison.

Fue una lástima que todo eso tuviera que desparecer bruscamente, pues la Casa Blanca –término que
hacia 1809 empezó a utilizarse junto al oficial de Executive Mansion- fue incendiada en 1814, durante la guerra anglo-americana, por un cuerpo de desembarco inglés. La incursión no tuvo efectos prácticos desde el punto de vista militar, siendo luego contrarrestada, desde el punto de vista sicológico, por el golpe que meses después infligió Andrew Jackson a dicho cuerpo expedicionario tras los muros de Nueva Orleans (con la diferencia de que este segundo episodio tuvo lugar cuando ya se había firmado la paz, aunque los combatientes no lo sabían). Pero lo cierto es que, tras el ataque, de la Casa Blanca sólo quedaban en pie las paredes exteriores (deterioradas también), habiéndose salvado únicamente de su interior el retrato de Washington, que fue trasladado a lugar seguro por la propia esposa del presidente en el momento de la invasión. Fue necesario encargar a Hoban, que volvió a la brecha después del paréntesis de Latrobe, una restauración completa –que más bien era una reedificación-, que se realizó tan rápida y sumariamente que cada año, al hacerse la limpieza de verano, se ponían al descubierto las huellas del pasado incendio.

Cuando Andrew Jackson, el vencedor de los ingleses en Nueva Orleans, fue elegido presidente y se instaló en 1829 en la residencia, miles de personas tomaron por asalto el edificio para “festejar” el acontecimiento, devastando casi por completo el salón oriental (cuya reparación costó 10.000 dólares), derribando el buffet, rompiendo vajillas y destrozando muebles: era, según un juez de la Corte Suprema que presenció los hechos, “el triunfo de Su Majestad la Plebe”. El bullicio de esta presidencia tan escandalosamente iniciada terminó con la desaparición de un enorme queso, de 635 kilos de peso, regalo de un industrial de Nueva York al presidente y que los “invitados” devoraron en el mismo salón, cortándolo con sus propios cortaplumas.

Todos esos hechos, no obstante, despertaron menos reprobación que la conducta de Martin van
Buren, sucesor de Jackson, contra el que un enfurecido diputado de Pennsylvania desató una virulenta campaña –que llenó treinta y dos páginas de un periódico- de “infamantes acusaciones”, que iban desde el uso, por parte del presidente, de cubiertos de oro –que en realidad eran de plata dorada- a la “abominable” predilección por los vinos franceses en lugar de la honesta sidra, y de la costumbre decadente de usar aguamaniles, perfumarse y dormir hasta ciertas horas, hasta la “increíble” disipación de 75 dólares para abrillantar un centro de mesa de plata dorada que había sido adquirido por el presidente Monroe para los banquetes oficiales. Y todo ello para apoyar la elección de un candidato (William H.Harrison) que moriría –por pura obstinación- apenas un mes después de su nombramiento.

Pero todas esas anécdotas deben incluirse en la pequeña y menuda historia de la gran mansión. También hubo sus tragedias. En efecto, la doble presidencia de Abraham Lincoln vio la tragedia de la guerra civil junto a la personal –pero desesperante- del presidente, que en la Casa Blanca perdió a su hijo y vio enfermar gravemente a su mujer. Todo ello mientras Lincoln debía llevar el peso de una guerra atroz, de consecuencias imprevisibles, con las dificultades que crecían en los frentes y el deseo de venganza aumentando en el interior; un amasijo de tragedias que culminaría en la tragedia final: el asesinato del propio presidente, en un palco de un teatro, cuando la guerra civil apenas había acabado. Era el primer presidente norteamericano asesinado, pero no sería el último; su suerte la seguirían Garfield, McKinley, Harding y John Fitzgerald Kennedy.

La Casa Blanca no siempre ha albergado estadistas de primera fila, como el citado Lincoln. A Jefferson, Monroe y Jackson les siguieron otros que son poco más que un simple nombre en las páginas de la historia: James Pole, bajo cuya dirección se conquistó, con una patente agresión, el Sudoeste; Millard Fillmore (cuya esposa empezó la biblioteca de la Casa Blanca, hoy inmensa, pero entonces reducida únicamente a una Biblia), y Pierce, Tyler y Taylor (fulminado por una indigestión de fruta amarga y bebidas heladas). Hubo otros, como Grant, de gran categoría en la guerra como
general, pero débil como conductor del país y que cerró su mandato con una explosión de escándalos; o como Chester Alan Arthur, que heredó la residencia como vicepresidente de Garfield y que no quiso entrar en ella hasta que aquella “barraca mal sostenida” fuese restaurada; para ello se dirigió a Louis Comfort Tiffany, que entre otras cosas cerró el atrio con una de sus fantásticas vidrieras, un “motivo de águilas y banderas, trenzadas a la manera árabe”. Han sido cuarenta y tres hasta ahora, desde John Adams –que cruzó por primera vez su umbral- a Barack Obama, los presidentes que han ocupado las históricas habitaciones. Cada uno con sus ansias, sus esperanzas, sus manías y su capacidad. Y cada uno con sus propias ideas sobre lo que la residencia debería ser.

Después de la reconstrucción de 1816-17 y la realización de los pórticos y alas que Latrobe había proyectado, se fueron sucediendo las siguientes innovaciones: la casi total renovación del decorado, efectuada por Mary Todd Lincoln (que ahogaba sus neurosis en continuos gastos), la completísima reorganización de la época de Grant (cuando la Casa Blanca imitó el estilo de los barcos del Mississipi, de moda entonces) y la restauración del presidente Arthur. Después, Theodore Roosevelt llegó al edificio como un tornado.

Mientras el presidente aprendía jiujitsu y sus hijos montaban ponis en los ascensores, los albañiles
construían la nueva ala (el ala oeste) para los despachos presidenciales, que hasta entonces habían estado dentro de las habitaciones destinadas a la familia, y se instalaban tuberías y electricidad, se rehacían los pavimentos -peligrosamente sobrecargados y endebles- y el segundo piso se arreglaba para uso estricto de la familia y para huéspedes de Estado. Así, el edificio –bautizado ya oficialmente como Casa Blanca- estaba ya dispuesto para entrar en el siglo XX. O casi dispuesto, porque en tiempos de Truman fue necesario volver a rehacerlo casi entero: un siglo y medio de continuas modificaciones y de incesantes servicios dejaron la mansión en pie por pura fuerza de la costumbre. Manteniendo tan sólo las paredes exteriores, fue reconstruido por completo, siguiendo las pautas previstas en los proyectos de Hoban y de Latrobe.

Una de las estancias más famosas de este edificio es, por supuesto, el despacho Oval, sinónimo de la
presidencia norteamericana hasta tal punto que a veces se usa para referirse a la presidencia misma. Es conocido en el mundo entero por ser el escenario de innumerables mensajes presidenciales y por aparecer en series de televisión y en películas. En la vida real, solo unos pocos tienen acceso a este despacho.

El despacho Oval es la oficina principal del presidente norteamericano y, quizá por encima de cualquier otro lugar, ejerce como centro del Gobierno de los EE UU. La habitación mide 76 metros cuadrados, se encuentra en la primera planta del ala oeste de la Casa Blanca y permite al comandante en jefe (el presidente) tener acceso directo a otros miembros importantes de su gabinete, y también a sus residentes al finalizar la jornada.

El primer despacho Oval se construyó en 1909 y fue diseñado por Nathan C.Wyeth para el entonces presidente, William Howard Taft, quien lo decoró con un llamativo color verde. En 1929 fue destruido por un incendio y el presidente Herbert Hoover supervisó las reformas en las que se instaló por primera vez un aparato de aire acondicionado.

El despacho Oval que conocemos hoy fue diseñado por Eric Gugler como parte de la mencionada construcción del ala oeste que llevó a cabo el presidente Franklin D.Roosevelt en 1934. La estancia se trasladó de su posición central en el ala a la esquina sudeste.

En ella encontramos varios estilos arquitectónicos, entre ellos el georgiano, el barroco y el neoclásico. Se puede entrar a través de cualquiera de las cuatro puertas (la puerta este da al pintoresco jardín de las Rosas).

Roosevelt trabajó con Gugler para el diseño de ciertos aspectos del despacho, entre ellos el medallón
del techo que contiene varios elementos del sello presidencial. Muchos presidentes han optado por redecorar el despacho, pero pocos han variado sus elementos más simbólicos, como el mirador en la fachada sur detrás del escritorio del Presidente (estas ventanas se instalaron durante la Guerra Fría y se dice que poseían dispositivos para dificultar las escuchas soviéticas de las conversaciones del Presidente a través de las vibraciones de sonido en los cristales). Muchos se conforman con renovar la moqueta, en la que siempre figura el sello presidencial desde los tiempos de Harry Truman.

Mientras tanto, los presidentes se iban sucediendo. Eisenhower jugó al golf en los prados del parque,
esos prados en los que cada año, en Pascua, según una tradición iniciada en 1877 por Lucy Hayes, los niños buscan alegremente decenas de huevos que se dejan en el césped. Más tarde, Jacqueline Kennedy reestructuró de arriba abajo la decoración interior, haciendo de la Casa Blanca una residencia administrada según reglas establecidas y digna de competir, en cuanto a poder evocador y dignidad ambiental, con los grandes palacios históricos europeos.

Durante la mayor parte de su historia, la Casa Blanca ha estado, sorprendentemente, abierta al público. Hasta una fecha tan reciente como la década de los noventa, durante el mandato de Bill Clinton, se mantenía una política de puertas abiertas. La amenaza de ataques ha hecho, sin embargo, que las medidass de seguridad hayan sido reforzadas.

La Casa Blanca está rodeada por una valla y todo el complejo se halla bajo la protección de la United States Park Police (la policía de parques de Estados Unidos) y el servicio secreto. En los últimos años se ha desviado el tráfico para alejarlo del edificio y se han levantado barreras policiales en las calles adyacentes. El espacio aéreo por encima de la Casa Blanca está restringido y el cielo de Pennsylvania Avenue está vigilado cuidadosamente por un avanzado sistema de misiles tierra-aire. Otros sistemas de seguridad en funcionamiento (radares y ventanas a prueba de balas, entre otros) se renuevan y actualizan regularmente.

A pesar de todas las medidas de seguridad de la Casa Blanca, o quizá precisamente a causa de ellas (a
algunos les gustan los desafíos), no han faltado intrusos a lo largo de los años. Por ejemplo, en 1974 hubo dos graves incidentes. En el primero, un soldado de Ejército robó un helicóptero y aterrizó en el césped de la Casa Blanca. Posteriormente, el día de Navidad otro hombre estrelló su coche contra la valla y corrió hacia la Casa Blanca diciendo a los negociadores que llevaba explosivos (luego se descubrió que no era cierto).

Veinte años más tarde, en 1994, una avioneta se estrelló dentro del recinto cuando pretendía hacerlo contra la Casa Blanca. Un par de meses después hubo un intento de asesinar a Bill Clinton cuando su agresor disparó 29 veces con un rifle apuntando hacia la casa desde la valla que rodea el recinto. Incluso después de reforzar la seguridad a causa de los ataques del 11 de septiembre, varias veces ha habido intrusos que han intentado escalar la valla. Ninguno de ellos ha llegado jamás al despacho Oval.

Pero más que las restauraciones y las anécdotas políticas, lo que la gente recuerda con más afectuoso
sentimentalismo es a Caroline Kennedy niña, que se hace fotografiar por los periodistas con los zapatos de su madre, o a su hermano John-John que sale del despacho de su padre, en el que se había escondido. Porque aunque el poder del inquilino de la Casa Blanca es hoy mucho mayor que el de cualquiera de los jefes de Estado del mundo occidental, y su superministerio, que en tiempos de George Washington se componía de un solo secretario, invade hoy todo un barrio de la capital, la Casa Blanca no ha dejado de ser, en casi dos siglos de vida, una casa por encima de todo, la vivienda de una familia elegida por el pueblo y en la cual ese pueblo se reconoce. Y tampoco ha dejado de recordar, con su aspecto de elegante y digna residencia burguesa, que lo que la nación americana ha dado a su presidente es una casa, con el “salón bueno” para recibir a los huéspedes, y no un palacio. Quien vive allí, aunque tenga poder sobre medio mundo, no es más que el delegado de millones de individuos que lo han colocado en aquel lugar.

En definitiva, la más completa definición es la que diera Eisenhower: “Estoy seguro –escribió- que la casa Blanca no es sólo la residencia del jefe ejecutivo: es la historia viviente de la colonización, de las luchas, de las guerras, del pasado, y, al mismo tiempo, es la encarnación de la América que crece. Me gusta pensar en ella como símbolo de la libertad y del progreso del pueblo americano”.


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