span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: El Lago Titicaca: Desolada Belleza Azul (y 2)

sábado, 21 de junio de 2014

El Lago Titicaca: Desolada Belleza Azul (y 2)







(Viene de la entrada anterior)

Hoy, la economía de Taquile se basa en la pesca, la agricultura (patata, maíz, trigo) y, sobre todo, el turismo. El año pasado recibieron a 300.000 visitantes, lo que convierte a esta actividad en el verdadero sostén de la isla. Sin embargo, también aquí los taquileños han conseguido hacer algo diferente. Los viajeros comenzaron a acercarse a la isla en la década de los setenta y desde entonces y poco a poco, el turismo de masas empezó a apoderarse de ese sector, amenazando la estabilidad social y, sobre todo, la tranquilidad de la comunidad. Así que decidieron tomar ellos mismos las riendas de la situación, desarrollando modelos alternativos que se ajustaran a su modo de vida. De esta manera, se ha limitado el número de personas y el tamaño de los grupos que pueden acercarse a Taquile y se ha establecido un sistema cooperativo y rotatorio entre las diferentes familias para que todos puedan aprovecharse del turismo igual que lo hacen del resto de las actividades de la isla.

Los taquileños han establecido su propia Agencia Turística y, aunque no hay hoteles, sí ofrecen estancias en casas particulares, transporte hasta y desde la isla, guías turísticos locales titulados y algunos lugares donde comer. Todas las familias, por turnos, ofrecen su trabajo a los visitantes. Por ejemplo, en el mercado de artesanía instalado en la plaza central, se van turnando las diferentes familias para ofrecer los bellos trabajos de tejeduría que realizan sus mujeres (yo mismo compré unas magníficas bufandas de lana de alpaca a muy buen precio), y que han ganado reconocimiento por parte de la UNESCO como “Obras Maestras del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad”. En el mercado se puede observar cómo mujeres y hombres tejen con habilidad ancestral ropa tradicional de gran calidad

La semana siguiente, serán otras familias las que puedan ocupar esos mismos puestos en el mercado. Igual sucede con los restaurantes: cada día abren un par de ellos, dirigidos por familias diferentes. Es un colectivismo comunitario que evita la competencia al tiempo que beneficia a todos y que se combina en la vida de la isla con el viejo código moral inca, “ama sua, ama llulla, ama qhilla”: no
robar, no mentir, no ser perezoso.

Para el almuerzo podemos elegir entre uno de esos dos humildes restaurantes que hoy están abiertos dentro del turno rotario que acabo de comentar. Bajo un toldo rápidamente dispuesto en una terraza, disfrutamos de una sopa de quinoa seguido de un plato de pescado fresco, un pejerrey. Está sabroso, pero no es un vecino ancestral del lago. Todo lo contrario, llegó aquí hace sólo treinta años procedente del desaguadero de otro lago, y se aclimató tan bien que acabó con las truchas preexistentes –que, a su vez, llegaron a comienzos del siglo XX remontando los ríos-. La especie más común es el carachi, también comestible, del cual existen tres variedades diferentes en el Titicaca.

Llega la hora de continuar viaje y nos dirigimos hacia el otro puerto de la isla, Puerto Chilcano Doc, situado al norte. Hemos de descender una larga escalinata de 525 escalones irregulares y peligrosos, pero que los locales recorren en ambas direcciones con la seguridad y resistencia que da la costumbre. Aun sabiendo esto, nos quedamos de piedra al cruzarnos con unos hombres y mujeres pesadamente cargados (uno de ellos acarreando un armario) que ascienden desde el muelle. El esfuerzo se les refleja en la cara, pero no jadean como nosotros y sus rodillas y piernas demuestran estar perfectamente a la altura de las circunstancias (nunca mejor dicho).

Nuestro siguiente destino, en el que pasaremos la noche, es la isla de Amantani, la más grande del lago. Como Taquile, a hora y media en lancha, esta comunidad de tejedores de cestas ha conseguido mantener cierto grado de aislamiento cultural, autonomía de gobierno y control sobre el negocio turístico. Un nutrido grupo nos recibe en el embarcadero con banda de música incluida, lo cual me hace sentirme un poco incómodo. Negras nubes empiezan ahora a cubrir el cielo y el viento se torna
destemplado. Nos conducen hasta el patio de la escuela, donde conocemos a las “mamás” que nos alojarán en sus casas esa noche. Todos van vestidos con los atuendos tradicionales, no como parte de su show turístico de bienvenida, sino porque realmente aquí se conserva viva esa tradición textil.

Ejecutan algunas danzas típicas acompañadas de los correspondientes cantos y luego los muchachos insisten en jugar con nosotros un partido de fútbol. Saben bien que los extranjeros no están habituados a la altura y que llevarán ventaja en cualquier enfrentamiento de carácter físico. Mis compañeros no se hacen mucho de rogar y, pese a que a los cinco minutos estaban jadeando de forma alarmante y viéndose obligados a detenerse tras cualquier carrera corta, consiguieron ganar. Yo, mientras tanto, trataba de serenar mis intestinos, revueltos a causa de la combinación de la altitud y el esfuerzo físico realizado en los empinados senderos y escaleras de Taquile.

La noche caía rápidamente sobre nosotros cuando nos separamos, marchando cada cual con la familia que le correspondía. Era una aldea dispersa y pobre. Las viejas terrazas agrícolas, descendientes de las construidas por culturas extinguidas hace siglos, estaban bien cuidadas. También la técnica de
construcción de las casas y la forma de trabajar los campos se remontan a la época inca. El pasado aún se resiste a abandonar estas cada vez menos aisladas comunidades. En febrero, las ochocientas familias de la isla se dividen en una peregrinación a las ruinas esparcidas por las dos colinas de la isla: las del Templo de la Pachamama (Madre Tierra) y las de la Pachata (Padre Tierra). Allí, siguiendo ancestrales ceremonias que se rebelan contra el cristianismo de los antiguos conquistadores, celebran su origen con bailes y cantos tradicionales de remoto origen, afirmando su descendencia de un idealizado imperio inca mucho más cruel y tirano de lo que hoy se quiere recordar.

Suyana, nombre que en quechua significa esperanza, me guía por entre los campos hacia su humilde
casa de adobe. Es una mujer callada y discreta cuyo marido es músico y se halla ahora en las islas de Uros trabajando. La vivienda solo tiene dos estancias. Por una parte, el comedor, cuya mayor parte queda ocupado por el ennegrecido fogón de leña. No hay electricidad y la única fuente de luz durante el día es la que penetra por la puerta y una estrecha ventana, y velas y quinqués por la noche. Los únicos muebles son un aparador, una mesa y cuatro sillas, pero aún así era el lugar más acogedor y cálido de la casa gracias al fogón. Sus dormitorios se hallan en un edificio anexo pero independiente, con dos pisos: el inferior, donde duermen los niños, y el superior, al que se accede por una sencilla rampa de madera apoyada en el muro y que es el que utilizan los padres.

Mientras Suyana prepara la cena, sus dos hijos se sientan conmigo a la mesa y fijan en mí sus ojos con intensa atención. Julio tiene seis años y su hermana, Zulema, solo tres, pero su expresión pícara y espabilada denota enseguida su carácter. La comunicación no siempre es fácil y no sólo debido al temperamento tímido de esta gente, sino porque su lengua madre no es el español, sino el aymara.

Julio iba a la escuela todos los días excepto los domingos, cuando le tocaba cuidar de las siete ovejas propiedad de la familia y ahuyentar a pedradas a los zorros. El patrimonio ganadero familiar se completaba con una pareja de vacas y un ternero, dos cerdos, siete lechones y un par de gallinas. Su hermana Zulema aún estaba en el jardín de infancia. Según me contó su madre, hasta los 12 años los niños podían acudir a la escuela de la comunidad. A partir de esa edad debían coger un autobús a las cinco de la mañana para trasladarse a la escuela superior, a varios kilómetros de distancia.

Por desgracia, esa noche no me sentía muy comunicativo. El mal de altura estaba haciendo presa en mí a pasos agigantados y sólo por educación aguanté la velada y probé la sopa de arroz y vegetales que me preparó Suyana. Viendo que no me sentía muy bien, se ofreció a preparar una manzanilla –no
había agua potable, sólo hervida- y marché pronto a mi habitación. Ésta, ocupaba todo un pequeño edificio anexo a los otros dos y seguramente disponía de más comodidades que las de ellos. Aún así, sólo se podía calificar de espartana: dos camas que no eran sino bloques macizos de yeso sobre los que reposaba un colchón, una sábana y tres gruesas mantas que pesaban bastante, pero que eran necesarias habida cuenta de que aquí no había calefacción y nos encontrábamos a más de 3.000 m de altitud. La ventana tenía un cristal del grosor de una hoja de papel y de los grifos del cuarto de baño no salía agua. Desde luego, un alojamiento poco adecuado a mi estado de salud aquella noche.

Mi cuerpo expulsó la cena y el almuerzo, pero no funcionaba la cadena del inodoro. Agotado y enfermo, me acosté. Dormí cinco horas, pero a la una de la madrugada me desvelé y ya no pude sino pasar el resto de la noche dando vueltas incómodo bajo unas mantas cada vez más desordenadas y deshechas.

Por fin, llega la mañana, acompañada de los rebuznos de los pollinos, el canto de los galles, ladridos lejanos y el sonido de algún animal caminando por el tejado, quizá un ratón o una paloma. Parece que mis intestinos se han asentado y el día luce espléndido. Desayuno con los niños y mientras Suyana recoge los cacharros, el pequeño Julio me ofrece un pequeño tour por los alrededores de la casa antes de acompañarme de vuelta al muelle para reunirme con mis amigos y embarcar de nuevo en la lancha. Nuestra última parada en el lago antes de regresar a Puno se encuentra a hora y media de distancia: las islas flotantes de Uros, uno de los lugares más característicos y visitados de Perú.

Las islas artificiales de Uros han estado habitadas desde que los antepasados de los actuales
pobladores las construyeran hace siglos huyendo del control y dominio de los incas. Se trata de plataformas flotantes elaboradas con totora, una planta acuática de tallos delgados y largos que, una vez secos, pueden utilizarse como material para construir o elaborar objetos, desde casas hasta cestas pasando por barcos. A medida que las plantas que forman la isla y que se hallan en permanente contacto con el agua se van pudriendo, se añaden otras nuevas en la parte superior.

Existen unas 48 islas de este tipo pero evidentemente no se pueden visitar todas. Hay una principal, Huacavacani, sobre la que viven una decena de familias alrededor de una misión adventista, y muchas más pequeñas con dos o tres familias cada una que hacen desesperadas señas a las lanchas con viajeros para que se detengan allí y tener así oportunidad de vender los souvenirs que
manufacturan. Elegimos una de ellas y desembarcamos. Resulta extraño caminar por una superficie esponjosa que se antoja inestable.

Los indios Uros descienden de una antigua raza que tenía su propia cultura y lengua, pero ambas se perdieron hace ya 500 años como resultado de los intercambios comerciales y familiares con las tribus aymara y quechua que habitaban en las orillas del lago. Hoy día sólo quedan unos 2,000 indios Uros y de ellos, menos de seiscientos mantienen todavía vivas las islas. La mayoría de estos, sin embargo, ni siquiera viven ya aquí, sino que mantienen sus casas en tierra firme y acuden todos los días a las islas para vender sus cachivaches a los turistas. En este sentido, las islas de Amantani o Taquile han sabido conservar mucho mejor su legado tradicional.

No se les puede culpar, porque la vida en las islas de Uros nunca ha sido fácil. Ya los incas
consideraban a estas gentes tan pobres que rozaban los subhumano. Los isleños tienen que trasladarse cierta distancia para encontrar agua potable y la continua degradación de la base de sus islas les obliga a un interminable trabajo de reparación. Incluso con el adecuado mantenimiento, una de estas islas tiene una vida útil de doce a quince años y construir una nueva requiere del trabajo de toda la comunidad durante dos meses.

La comida se cocina en fuegos instalados sobre montículos de piedra y debe vigilarse para evitar que alguna llama prenda la totora seca; ni siquiera aliviar los intestinos resulta fácil y la permanente humedad causa artritis y reumatismo; para cualquier gestión es necesario subir a una barca y ponerse a remar. Incluso sus difuntos han de ser llevados a tierra firme para ser enterrados.

Cuando la vida tradicional exige tantos sacrificios y ofrece tan pocas recompensas, no puede extrañar por tanto que desaparezca con rapidez. El propósito defensivo que dio origen a este peculiar asentamiento (ante una amenaza, la isla podía desanclarse del fondo y trasladarse lago adentro) ya no tiene sentido. Hace medio siglo, los Uros aún se consideraban una tribu orgullosa de excelentes pescadores, guardianes y dueños del Titicaca, y su fama como constructores de barcos llegó a oídos del aventurero Thor Heyerdahl, quien confió en su pericia para fabricar su hoy famosa embarcación Kon-Tiki. Pero conforme Perú se modernizaba y las comodidades de vivir en tierra firme se multiplicaban, la gente joven –a diferencia de lo que ocurre, por ejemplo, en Taquile- se marchaba para no volver. La mitad de los que se quedaron se convirtieron al cristianismo y olvidaron sus creencias y leyendas ancestrales.

Así que pese a lo pintoresco que resulta el lugar hay ya poco de auténtico aquí. Es cierto que aún existen familias que eluden el contacto con el turista y prefieren anclar sus islas en los canales más interiores, pero en su mayor parte, las islas flotantes de Uros han devenido un agradable parque
temático de carácter étnico en el que obtener un destello de lo que fue la vida aquí siglos atrás. La técnica constructora de las islas y las viviendas que sobre ellas se levantan sigue siendo la misma que la que utilizaban sus antepasados y tenemos la oportunidad de aprender algo de las milagrosas propiedades y usos de la totora (desde calmante a fuente de yodo) y ver a los cormoranes domesticados que utilizan para pescar o los ibis que les proporcionan huevos –menos exóticos pero igualmente útiles son los gatos, que mantienen limpias de ratas las islas-. Todo ello, claro, mientras a la orilla llega una barca-cajero automático desde la que los locales pueden retirar dinero.

El destino de las islas flotantes es incierto. Ya nunca volverá a ser un verdadero núcleo de población capaz de mantener vivas antiguas tradiciones, pero tampoco está claro que siquiera pueda sobrevivir como atracción turística, una actividad en exceso dependiente de vaivenes económicos y políticos internacionales sobre los que los indios Uros no tienen control y que, además, exige un continuo esfuerzo de mantenimiento dado el desgaste que sobre la totora ejerce la llegada diaria de visitantes. El tiempo dictará su destino.

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