span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} DE VIAJES, TESOROS Y AVENTURAS: Lago Titicaca - Desolada Belleza Azul (1)

jueves, 19 de junio de 2014

Lago Titicaca - Desolada Belleza Azul (1)


Desde el Cañón de Colca hasta Puno hay siete horas de viaje atravesando un paisaje espectacular que se eleva, en su punto máximo, el Mirador de los Volcanes, a 4.910 metros de altura. Son extensiones parduscas, resecas, tostadas por un implacable sol que al verse brevemente eclipsado por alguna nube arranca del suelo tonalidades anaranjadas y amarillentas. El viento corre libre por una tierra que durante muchos kilómetros no le ofrece obstáculos, empujando a las nubes, espesando el cielo y llamando a la lluvia. La combinación de agua y luz nos regala nuevos juegos cromáticos. La única vida divisable es la de las vicuñas silvestres pastando indiferentes al clima gracias a su confortable lana y los flamencos que puntean con sus colores las aguas de los ocasionales lagos que nos salen al paso.

Por fin, llegamos a nuestro destino, la región del Lago Titicaca, una zona abrumadora tanto por su historia como por su belleza de carácter casi místico, un lugar del planeta que hace sentir al visitante como si se hallara en el techo del mundo. Los cielos son inmensos y de profundo color azul y los horizontes parecen curvarse y plegarse más allá de la vista. La población se halla muy dispersa y sus ancestros se remontan a dos antiguas etnias andinas, los aymara y los quechua, de los cuales desciende el 95% de la población. Los primeros precedieron a los segundos en trescientos años y se cree que fue en esta región donde se dominó por primera vez el cultivo de alimentos hoy tan extendidos y apreciados en todo el mundo como la patata, el tomate y el pepino.

Nuestra base de operaciones durante estos días será el primer asentamiento español en la región, Puno, nacida al albur de una mina de plata descubierta por los infames hermanos Salcedo en 1657. Nos dirigimos en primer lugar a nuestro alojamiento, el Hotel Pukara, emplazado en la calle Libertad, una bocacalle de la principal arteria comercial de la ciudad. Es una casa antigua, restaurada y de aspecto muy agradable… pero sin ascensor. Dado que mi habitación estaba en el cuarto piso y que nuestra altitud era de 3.800 metros sobre el nivel del mar, no extrañará que llegara a ella resollando. La habitación era pequeña y fría pero acogedora y con la posibilidad de encender un radiador eléctrico que caldeaba rápidamente la estancia. Los carteles que cuelgan de las paredes señalando qué rincones son los –supuestamente- seguros en caso de terremoto, fenómeno frecuente por aquí, no nos hacen sentir más tranquilos y optamos por salir lo más rápidamente posible a la calle para explorar algo la ciudad.

Puno tiene un clima seco y frío y las temperaturas en invierno – julio y agosto- bajan de cero con
frecuencia. Los ondulados tejados metálicos de muchos edificios muestran en sus cicatrices cubiertas de óxido lo áspero de las condiciones meteorológicas. Pero hoy estamos en septiembre y disfrutamos de un día típico de la estación: un intenso sol durante el día que contrasta con las bajas temperaturas nocturnas.

La ciudad actual no hace justicia a la riqueza de su historia y el peso de sus tradiciones folclóricas. La cultura Pukara emergió por estos pagos hace 3.000 años, dejando tras de sí pirámides y esculturas de piedra tallada. Más conocida quizá es la cultura de Tiahuanaco, que desde su centro político y religioso en el territorio que hoy pertenece a Bolivia, al otro extremo del lago Titicaca, dominó la región desde el 800 al 1200 de nuestra era. Los incas llegaron en el siglo XV, tan solo cien años antes de que los españoles descubrieran la riqueza del lugar tanto en lo que a minerales se refiere como a una agricultura basada en el pago de tributos y el trabajo esclavo.

La localidad acumuló una reputación tan detestable por sus abusos y violencia que el virrey de Lima se vio obligado a intervenir con el ejército para sojuzgar y ejecutar a unos fundadores Salcedo, ya fuera de control. En 1668, el virrey hizo de Puno la capital de la región y desde entonces ha ejercido de principal puerto del lago Titicaca y punto importante en la ruta de la plata que salía de Potosí, en Bolivia. La llegada del ferrocarril, ya entrado el siglo XIX, trajo consigo un nuevo e ilusorio impulso económico. Lo que hoy nos encontramos es una ciudad relativamente pobre y venida a menos incluso para los estándares peruanos, un lugar que ha sido golpeado tanto por la sequía como por la incapacidad de organizar sus recursos hídricos.

Después de arreglar con una agencia local la visita al lago Titicaca para el día siguiente, damos un paseo por la ciudad. A diferencia de otras poblaciones peruanas, Puno no parece dominada por el caos motorizado y las prisas de la vida moderna; pero al mismo tiempo carece del
sólido estilo colonial de Cuzco o el glamour arquitectónico de Arequipa. Los puntos de interés son pocos y se pueden visitar rápidamente. El viejo mercado es una decepción: pequeño, sucio, con perros de aspecto astroso buscando restos que comer y ratas escabulléndose por entre los rincones. Nos dirigimos a continuación al sur, para ver la Plaza de Armas del siglo XVIII y su imponente catedral de fachada barroca ajada por la implacable meteorología.

Pero no nos entretenemos mucho aquí. Queremos aprovechar la luz para subir al mirador de Kuntur Wasi o del Condor. Para acceder allí, es necesario salvar un empinado desnivel ascendiendo 700 peldaños; desnivel que, dada la altitud y aun estando ya aclimatados tras varios días a alturas respetables, todavía supone un desafío para las piernas y los pulmones. La estatua del cóndor con las alas desplegadas que corona el cerro nos anima a continuar y, por fin, cuando llegamos a la cima, a 4.000 metros de altura, dominamos una maravillosa vista de la ciudad y el lago que le da vida, el Titicaca, 8.400 km2 de agua deslumbrantemente azul rodeada de picos nevados.

La impresión que recibimos es la que ya nos había transmitido la ciudad a ras de suelo. Puno no es bonito. Muy poco de su legado histórico resulta visible entre la alfombra de viviendas de escasa calidad que se va extendiendo como una mala hierba por las colinas cercanas, tratando de aprovechar la estrecha franja que media entre la orilla del lago y las alturas impracticables para la construcción, sin plan ni armonía algunos. Incluso
desde esta distancia se aprecia que muchas de esas calles carecen de asfaltado y que no son accesibles con coche. No me resulta tan distinto a otras ciudades asiáticas y africanas de desarrollo tan rápido como desordenado que he visto en esos continentes.

Puede que Puno no sea oficialmente rico, pero aún así constituye un imán para las gentes pobres de toda la región. Hay pocas posibilidades de prosperar en el Altiplano. El clima es duro, el suelo ingrato, las infraestructuras mínimas y frágiles… El único medio de vida consiste en el cultivo de la patata o la cría de ganado, pero las condiciones son miserables. Por eso no es de extrañar que un gran número de personas opte todos los años por abandonar esas explotaciones familiares y
dirigirse a la ciudad más cercana, Puno. Ésta, incapaz de acomodar dignamente a todos, va desplazando a los recién llegados carentes de medios económicos hacia los barrios de las afueras, que se convierten en colmenas apiñadas e insalubres.

Y decía que Puno no es oficialmente rico porque el principal motor de su economía es algo que escapa al control de las autoridades: el contrabando de mercancías, traídas a precios bajos desde la vecina y más pobre Bolivia. Esta actividad, a su vez, hurta ingresos a las arcas oficiales, que se ven aún más incapaces de responder a las demandas urbanísticas de una ciudad en continuo crecimiento.

Esa noche, mientras cenamos, comienza a llover haciendo que temamos lo peor para nuestra visita al
lago de la mañana siguiente. Pero nuestros miedos son infundados. Amanece un día soleado, sin viento y con las nubes apelmazadas en el horizonte sin suponer una amenaza inmediata y aportando un matiz especialmente bello a la intensa luz. Cargamos nuestras mochilas en unos ciclorickshaws y nos dirigimos al puerto, donde nos espera una motora que nos llevará hasta la isla de Taquile.

Las tres horas que dura el recorrido nos permiten disfrutar de un paisaje único. El magnífico Titicaca es el mayor lago alpino del mundo, con 193 km de largo, 64 km de ancho y una profundidad de 284 metros. Sus aguas permanecen habitualmente tranquilas, lo que da lugar a un efecto espejo en virtud del cual el lago refleja el intenso azul que emana del enorme cielo que pende sobre él. En el horizonte se recortan los imponentes volúmenes de la cordillera andina.

Según los mitos andinos sobre la creación, el lago Titicaca fue la cuna de la civilización y de él surgieron el sol, la luna y las estrellas. Aunque son estos terrenos resbaladizos, alguna verdad hay en la leyenda, porque el altiplano es una de las regiones del mundo que recibe más horas de radiación. Las casas se encaraman en los montes cercanos a prudente distancia del agua, quizá porque sus habitantes guardan el recuerdo vivo del diluvio que formó el lago. Hace mucho tiempo el Titicaca era un valle fértil. Los Apus o dioses de las montañas protegían a sus pobladores a cambio de que no se acercaran a la cumbre, donde ardía el fuego sagrado. Como era de esperar, los hombres violaron la ley y los Apus mandaron miles de pumas a devorarlos. Inti, el dios Sol, no pudo resistir lo que veía y lloró durante cuarenta días y cuarenta noches. El valle quedó inundado. Sólo se salvaron un hombre y una mujer en una frágil canoa. Los pumas ahogados se convirtieron en roca y de ahí deriva el nombre de Titicaca, “El lago de los pumas de piedra”.


Declarado Reserva Nacional desde 1978, el lago alberga más de sesenta variedades de aves, catorces
tipos de peces endémicos y dieciocho especies de anfibios. Es también el lago navegable situado a mayor altura del mundo y en sus orillas viven miles de granjeros y pescadores que tratan de subsistir de las capturas en sus gélidas aguas, cultivando patatas en el rocoso suelo (otros cultivos no resisten la altitud) o criando llamas y alpacas.

El aislamiento de la región, su difícil acceso y el duro clima mantuvieron a los españoles relativamente apartados de aquí, permitiendo la supervivencia de costumbres y tradiciones que se remontan a las épocas inca y aymara. Y si el aislamiento favorece la pervivencia de los viejos usos, éstos permanecerán más vivos todavía en las más de setenta islas que puntean el lago, tanto en el lado peruano como en el de Bolivia. Y hacia una de ellas nos dirigimos.

Taquile es una comunidad autónoma con sus propias leyes y costumbres que emerge del lago a 45 km de Puno. Con una superficie de 5,5 km2, la presencia del hombre se remonta más de 10.000 años. La agricultura fue introducida alrededor del 4.000 a.C. y hace tres mil años surgió lo que hoy se conoce como cultura Pukara, que construyó los primeros bancales de piedra. La civilización dominante pasó a ser luego la Tiahuanaco hasta el siglo XIII, cuando los Incas conquistaron la región y sustituyeron la lengua aymara por el quechua. El ciclo de conquista y colonización cultural, como vemos, no lo inventaron los españoles, que llegaron aquí en 1580, cuando Pedro González de Taquile compró la isla, uno de los últimos reductos de resistencia a la ocupación. Durante la década de los treinta del siglo XX, se utilizó como prisión para personajes problemáticos y, por fin, en 1970, los residentes originales, descendientes de los indios ancestrales, recobraron no sólo su territorio, sino un grado inaudito de autonomía.

Llegamos al Otro Puerto, en el lado oeste de la isla, donde somos recibidos por un hombrecillo de
piel curtida vestido de forma pintoresca, el encargado de guiarnos por la isla y explicarnos las particularidades de la vida de los 2.200 taquileños que viven aquí. Mientras ascendemos hacia la parte alta, donde se encuentra la aldea, a 3.950 m, nos vamos deteniendo para recuperar el aliento y disfrutar de unos magníficos paisajes sobre. Las laderas siguen conservando los bancales de piedra construidos por sus antepasados con fines agrícolas. Sin aparente dificultad para salvar el desnivel nos siguen varios niños que ofrecen –sin agobiar, eso sí- pequeños objetos de artesanía. No hablan español, sino quechua, la lengua vehicular aquí.

La comunidad de Taquile es una especie de mundo autocontenido y autogestionado que trata de mantener sus lazos con el gobierno al mínimo posible. No reciben ayudas ni subvenciones más allá de unos maestros que residen en la isla de lunes a viernes, marchando a Puno el fin de semana; y un dispensario al que apenas acude nadie porque prefieren ir al chamán local.

Como si de la versión incaica de los amish norteamericanos se tratara, los taquileños rechazan la entrada de la modernidad, aunque ello no obedece a estrictos motivos religiosos sino a un deseo de conservar un modo de vida tradicional con el que se sienten cómodos. La ajetreada existencia en Puno, con sus calles sucias, su tráfico ruidoso y su insolidaridad, no atrae a los taquileños, que ni siquiera tienen suministro de energía eléctrica. En las casas utilizan velas o linternas con baterías recargables a mano y sólo recientemente algunos hogares han empezado a instalar paneles solares. Las noches despejadas en Taquile deben ser maravillosas para observar las estrellas.

Desde luego, la aldea no puede respirar un aire más auténtico. El único edificio con aspecto de
moderno es una especie de mercado en la plaza principal cuyo horrible hormigón se da de tortas con la iglesia adyacente y el resto de las viviendas del lugar, construidas de arcilla. No hay vehículos a motor –la verdad es que el relieve y la propia estructura urbanística impediría su uso- pero tampoco perros, a los que consideran animales ruidosos.

Los taquileños visten todos con los atuendos tradicionales, aunque este término es engañoso porque uno podría pensar que aquéllos provendrían de las culturas más indígenas. Ni mucho menos. Lo que hoy vemos procede de la época de los españoles, que prohibieron los trajes incas e impusieron los hispanos. Así, los taquileños tienen hoy un extraño aire de campesino extremeño o andaluz, con sus chalecos y pantalones negros, camisas blancas, sombreros (llamados chullos) y fajas, y las mujeres vistiendo blusas y faldas de vuelos. Conservan, eso sí, motivos ornamentales y colores provenientes de culturas más antiguas: rojos, verdes y rosas.

(Finaliza en la siguiente entrada)

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